Vista general de la exposición

Vista general de la exposición

Arte

Paisaje en vaso: entornos míticos y campestres en la cerámica griega

Publicada

En los siglos VI y V antes de Cristo, los vasos griegos circulaban por todo el Mediterráneo. Eran objetos de uso cotidiano pero también signos de opulencia que acompañaban a sus dueños a las tumbas. En ellas se recuperaron casi todas las que se conservan hoy en los museos y el Arqueológico Nacional puede presumir de haber reunido una de las colecciones más importantes en Europa, muy ligada a su historia.

Entre Caos y Cosmos. Naturaleza en la Antigua Grecia

Museo Arqueológico Nacional. Madrid. Comisarias: Margarita Moreno Conde
y Ángeles Castellano. Hasta el 30 de marzo

Cuando se fundó en 1867 acogió ya dos conjuntos de cerámicas griegas, de la Biblioteca Nacional y el Museo de Ciencias Naturales, procedentes de la colección real: la corona había favorecido las excavaciones de Pompeya y Herculano, y tanto Carlos III como Carlos IV habían adquirido buenas piezas, medio centenar de las cuales llegarían también al Museo del Prado, que las cedió al MAN en 1920.


Las expediciones científicas tuvieron su papel en el enriquecimiento del conjunto, pues la fragata Arapiles trajo a España en 1871 otro buen lote desde el Mediterráneo oriental. Pero el salto decisivo tuvo lugar en 1874 –se celebra el 150 aniversario–, cuando el marqués de Salamanca, arruinado, vendió al Estado casi un millar de vasos, la mayoría de ellos de figuras rojas producidos en la Ática y en la Magna Grecia. 

Empresario multiárea y especulador, político y urbanizador del barrio que lleva su nombre en Madrid, había pasado años en Italia construyendo los ferrocarriles de los Estados Pontificios, y allí financió excavaciones y compró a saco. Cuando construyó su palacio en el Paseo de Recoletos –hoy sede de la Fundación BBVA–, su más distinguido ornato, junto a sus valiosas pinturas, fueron estas cerámicas. A ellas se unieron en el MAN las compradas a la viuda del diplomático Tomás Asensi (más de docientas, en 1876) y luego al industrial José Luis Várez Fisa (más de cien, y de especial calidad, en el año 1999).

Con tal acervo no nos puede extrañar que el museo sea capaz de armar con sus solas piezas una exposición sobre un aspecto relativamente infrecuente en la pintura griega, la representación de la Naturaleza. Los contados préstamos no eran del todo necesarios: unos maravillosos vasos del Louvre, la Glyptothek de Múnich y la Antikensammlung de Berlín, y unos cuantos vaciados en escayola de estatuas o relieves grecorromanos del Museo Nacional de Escultura de Valladolid, que están más de adorno que otra cosa.

Lécito con Eros sobre delfín (480-440 a.C.). Foto: Museo Arqueológico Nacional / Ariadna González Uribe

Lécito con Eros sobre delfín (480-440 a.C.). Foto: Museo Arqueológico Nacional / Ariadna González Uribe

Algunas de estas cerámicas se podían ya ver en la sala 36 del museo, la dedicada a Grecia, pero otras, en gran número, han salido de los almacenes. La pintura vascular no es solo un hito histórico-artístico: es una de las más ricas fuentes para conocer una cultura que tanto nos ha marcado. Los orgullosos artesanos que produjeron estas decoraciones –hay muchas firmadas– reflejaron las creencias religiosas, los rituales, las fiestas, las relaciones sociales, la vida campesina y en el seno del hogar, el teatro o las competiciones atléticas.

Pero la naturaleza, un tema recurrente en el pensamiento de la Antigüedad, no es un campo iconográfico habitual. Los pintores griegos, antropocéntricos, no representaron paisajes según entendemos hoy el término pero sí introdujeron a veces elementos naturales, desligados, que sugerían la ambientación de una escena en un exterior; además, podían estar asociados, como atributos, a ciertos dioses y hacer referencia a narraciones míticas.

El roble de Zeus, el laurel o la palmera de Apolo, el olivo de Atenea o el mirto de Afrodita y Perséfone forman parte de la visualización de las historias sagradas. Las escenas dionisíacas y los trabajos de Heracles se prestaban en particular a esos esbozos de medioambiente, con árboles, frutos, rocas, cavernas, ondas acuáticas y animales. El culto a los animales, de otro lado, fue anterior a la implantación en Grecia de los dioses olímpicos, a los que algunos de ellos se asociaron, y además estuvieron muy implicados en las prácticas adivinatorias.

La exposición va desgranando diversos planteamientos de base y motivos concretos, de los que se desprende que lo natural era a la vez cercano y pavoroso, una fuerza –el caos– con la que el hombre y hasta los propios dioses tenían que lidiar sin descanso para mantener la civilización a flote. Eran necesarias negociaciones, entre ellas los sacrificios, para reestablecer los equilibrios y aprender a relacionarse con los seres intermedios, como los monstruos híbridos –las esfinges, los centauros, las sirenas, los grifos– o las mujeres, cuya alteridad se exacerbaba en el pueblo de las amazonas.

Didracma de Cirene (308-277 a.C.). Foto: Museo Arqueológico Nacional / Ariadna González Uribe

Didracma de Cirene (308-277 a.C.). Foto: Museo Arqueológico Nacional / Ariadna González Uribe

El castigo de los dioses consistía no pocas veces en una metamorfosis: perder la forma humana para convertirse en animal, insecto o vegetal. Todo lo que existía fuera de la polis, que incluía los campos cultivados, era amenazante, y en especial ciertos entornos: las cuevas, los bosques, los mares donde habitan los tritones y lo que hay más allá de los confines... A través de los vasos podemos adentrarnos en paisajes míticos, como el Hades o el Jardín de las Hespérides, que algunos autores situaban en Tartessos, al sur de nuestra península, donde acababa entonces el mundo conocido y se abría el océano circundante.

Aprenderán mucho en esta exposición, en la que me sobra el aparato audiovisual y sonoro, aunque no moleste demasiado. Pero también pondrán en juego su capacidad de atención. Las cerámicas se movían entre las manos, se admiraban muy de cerca, se llevaban a los labios. Las vemos tras los cristales, en posición estática, y necesitamos ponernos de puntillas o recurrir a los espejos para apreciar todas sus superficies. Las figuras se comban y se esconden, se acomodan a los marcos geométricos, se organizan en composiciones rítmicas que nos recuerdan la omnipresencia de la música en las ceremonias y los encuentros.

Aplique funerario con Aqueloo (500-450 a.C.). Foto:  Museo Arqueológico Nacional / Ariadna González Uribe

Aplique funerario con Aqueloo (500-450 a.C.). Foto: Museo Arqueológico Nacional / Ariadna González Uribe

Hay mil detalles que observar pero no dejen de atender a esto: los barcos con proa de jabalí y popa de cisne que navegan, acechados por las sirenas, el borde de la gran copa del Louvre, y la colección de monedas de plata del museo, en las que plantas o animales encarnan la identidad de cada polis: una abeja, un delfín y una liebre, una tortuga, un pulpo, un laberinto o una hoja de perejil.