Bourgeois, mentiras exquisitas
Louise Bourgeois
25 octubre, 2007 02:00Seven in bed, 2001
La retrospectiva de Louise Bourgeois (París, 1911) en la Tate Modern está plagada de cosas fantásticas, disparates, maldades, cosas siniestras y cosas que les harán reír a carcajadas. Todas las obras son un drama y un enfrentamiento, ya sea un dormitorio construido en el interior de un tanque de agua de madera vacío, que en su día se encontraba en el tejado de su estudio de Brooklyn, o una ajada muñequita cosida a mano, no más grande que un gorrión. Cada vez que te das la vuelta te llevas una sorpresa y, a veces, un susto. Muchos de sus trabajos eluden una descripción precisa: ¿eso es un turbante o una boñiga de vaca? ¿Eso son tubérculos o pechos golpeándose uno contra el otro? ¿Este objeto de madera bifurcado es un diente arrancado o una casa? Resulta que es una escultura de uno de los hijos de la artista. Y esta cosita tan deslucida, ¿es un objeto fetichista o una fruta pasada?Podríamos seguir así todo el día, paseando en la ambigöedad. Un texto escrito en otra obra dice: "El arte es una garantía de cordura", pero yo, por alguna razón, lo dudo. Las formas de Bourgeois confunden, o más bien reflejan la confusión que todos llevamos dentro, en nuestras relaciones con cuerpos y partes de cuerpos, con personas y objetos y cosas. Entre las esculturas más pequeñas, una se parece a un abrecartas art-déco tallado con gran esmero que lo mismo podría utilizarse para darse placer a uno mismo que para asesinar a un marido. Lo mejor de Bourgeois es que hace lo que quiere y no le importa, y tiene la capacidad y la autoridad de salirse casi siempre con la suya, aunque sus arañas, una de las cuales preside el césped situado cerca del puente del Milenio, nunca superarían el casting para una película de terror. El verdadero problema está en otra parte.
Louise Bourgeois es nuestro último lazo con el París de la belle epoque, y uno de los artistas vivos más tenaces y venerados. También es uno de los más violentos. Es infatigable. El reconocimiento le llegó tarde, y cuando el MoMA de Nueva York organizó la primera retrospectiva dedicada a una mujer, en 1982, la artista tenía ya más de 70 años, aunque llevaba exponiendo desde 1936. Fue prácticamente una desconocida en Gran Bretaña hasta los años ochenta, y se la ha ignorado de forma sistemática durante décadas.
Lo primero que vemos en la retrospectiva de la Tate es una guillotina a punto de caer sobre la casa de mármol rosa tallada que hay debajo, una maqueta exacta de la mansión de Choisy-le-Roi en la que la artista vivió toda su infancia y adolescencia. Así da comienzo la muestra, y con ella la historia vital de Louise Bourgeois. La artista desconfía de las palabras y, sin embargo, las utiliza constantemente, bordando de nuevo su vida una y otra vez. Los ensayos y las entrevistas de Bourgeois, sus puntos de vista, sus buenas palabras y sus escritos no publicados ocuparían varios volúmenes. Cerca del final de la exposición, en una obra sobre papel de este año, la artista señala ácidamente: "No es tanto de dónde proviene mi motivación, sino cómo logra sobrevivir". Esta motivación se alimenta, ante todo, de la traición de su padre con la niñera inglesa de la pequeña Louise. Se alimenta de su firme voluntad de ser artista contra todo pronóstico, primero como pintora, y luego como escultora.
Su determinación nace del insomnio, de la astucia y de lo que parece una insatisfacción constante. Se ha insinuado que la historia de su vida es tanto una obra de autoinvención como su escultura, y que constituye una especie de novela. Nuestros recuerdos cambian con nuestra memoria y nosotros cambiamos con ellos. Bourgeois ha dicho también que es una mujer sin secretos. Si ustedes tuvieran secretos, también dirían eso. Y, como comentó en una ocasión el crítico Stuart Morgan, que fue el verdadero responsable de traer por primera vez el trabajo de la artista a Gran Bretaña: "Miente de la forma más exquisita".
El catálogo de la exposición es espléndido, un glosario y un compendio con artículos sobre cada obra, además de sobre Sartre, sobre la pintura y sobre el Salón de los domingos de Bourgeois, que todavía celebra en su casa de piedra rojiza en Nueva York. Incluye artículos sobre la prostitución, las prótesis, el psicoanálisis y el luto, sobre los artistas y filósofos que ha conocido, sobre el erotismo y el exorcismo, y allá donde miremos encontramos las heridas y defensas y fantasías y contradicciones de la artista constantemente reelaboradas.
Pese a lo exhaustivo de esta muestra, que nos lleva desde unos autorretratos pintados a finales de la década de 1930 hasta obras de este año, no debería interpretarse como la última palabra sobre la artista, que, a sus 96 años, sigue trabajando a diario y durante sus interminables noches en vela. Podrían forjarse carreras enteras a partir de ideas insignificantes que ha utilizado fugazmente y luego desechado. Podría haber tenido veinte traycetorias. Pero su desarrollo también ha sido totalmente coherente e inquebrantable, aunque es una mente que sigue cambiando.
La variedad absoluta de formas, materiales y presentaciones, desde grabados extraordinariamente logrados hasta instalaciones a gran escala, pasando por tallas, modelados, bricolaje y costura, es sorprendente. Utiliza lo que tenga a mano, desde los postes y husos que fueron abandonados en la antigua fábrica textil que utilizaba como estudio, hasta coladores de verduras, cucharillas de helado, cristalerías extrañas y muebles viejos. En sus últimas esculturas, prendas viejas empapadas en yeso extraídas de su armario se tienden sobre armaduras para crear una serie de figuras. La contemplación de este tipo de creatividad y juego desinhibidos es tan impresionante como inusual.
Algunas de estas obras se crearon sin duda con una energía y una motivación macabras. Las celdas, unas instalaciones similares a una habitación que empezó a construir a finales de los ochenta, recrean escenas espantosas de instrucción, dormitorios, guaridas y salones que rezuman energía negativa. Pero también están llenas de un ingenio mordaz. Esto es algo que comparten con las habitaciones pintadas de Francis Bacon, dominadas por el terror.
Estos interiores laberínticos atestados de senos incorpóreos, esferas de cristal, muebles de escuela primaria, baratijas horribles, ropa putrefacta, tapices deshilachados y espejos fragmentados son maravillosamente extravagantes. En algún lugar, un par de delicadas orejas talladas escuchan desde un pedazo de mármol. El retablo de Bourgeois The Destruction of the Father, de 1974, es una especie de cueva, iluminada teatralmente con un foco rojo, y abarrotada de formas protuberantes y monstruosas. La cueva es también una boca y una mesa de comedor con todo reducido a bultos hinchados, flácidos, indistinguibles. Qué distinto es esto de sus primeros bosquecillos de personajes altos y totémicos de los años cuarenta y cincuenta, esbeltos objetos de madera arrastrada por el mar descolorida e imprimada, y formas apiladas que cortan el aire o consiguen una especie de equilibrio creíble. La inminencia de su desmoronamiento es parte de su placer. Te atraen antes de que las cosas vuelvan a ponerse tensas, desagradables y brutales.
Uno de los mejores momentos de esta exposición llega justo al final, donde la última sala se ha convertido en un wunderkammer en el que muchas esculturas y objetos pequeños de todos los períodos de su obra se presentan detrás de un cristal en dos grandes expositores. En el centro de la sala, un expositor grande y viejo del museo contiene dos abultadas figuras negras cosidas y abotargadas. Están teniendo relaciones sexuales, o son sorprendidas en el intento. Han perdido la cabeza (a menos que Bourgeois olvidara darles una) y la figura femenina lleva una pierna postiza. Todo esto podría resultar espeluznante, pero las formas son una burla maravillosa, demasiado ridículas para ofender. En una de las estanterías, cerca de la salida, descansa un pañuelo bordado. "He estado en el infierno y he vuelto -afirma- y te diré que ha sido maravilloso". Y así fue.