Image: “Cómelo, lámelo, róncalo, jódelo”

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Arte internacional

“Cómelo, lámelo, róncalo, jódelo”

Whitney Biennial

3 abril, 2008 02:00

Pieza de Marina Rosenfeld

Whitney Museum. 945 Madison Avenue. Nueva York. Hasta el 1 de junio

Where American Art Stands Today (La posición del arte americano hoy) es el atrevido eslogan mercadotécnico de la edición de 2008 de la Whitney Biennial de Nueva York. No es que la cuestión sobre la posición del arte americano en la actualidad carezca de importancia, pero habría que preguntarse en relación a qué: ¿al arte del resto del mundo?, ¿al mercado?, ¿al conflicto de Irak?, ¿a la contienda entre Obama y Clinton?, ¿a la bienal anterior? Son muchos los comisarios de exposiciones y los ensayistas que pugnan por identificar una tendencia o perspectiva que sea válida para todo el mundo pero, con más de noventa artistas y colectivos y un número prácticamente idéntico de posturas, no parece que haya en el evento lugar para la generalización.

Sin embargo, al volver la vista a la bienal de 2006 recordaremos que no estuvo precisamente exenta de furia. Su imagen más memorable fue la silueta toscamente dibujada por Richard Serra de aquella instantánea de Abu Ghraib que mostraba a un prisionero encapuchado sobre un cajón de cartón, sosteniendo lo que parecían ser metros de cable eléctrico pelado; junto a la imagen, Serra había escrito STOP BUSH. La fuerza aquí no estaba tanto en el dibujo como en la miserable fotografía de la que surgió, definitoria de una mentalidad, de una situación extrema. Hay momentos en los que parece que toda sutileza está de más…

En la bienal de 2008, el ejemplar y conmovedor documental de Spike Lee When the Levees Broke, sobre las secuelas del huracán Katrina, instalado entre otras obras de arte, es lo más mordaz y furioso de una muestra que en su mayor parte opta por un enfoque más sosegado, aunque no en todos los casos precisamente sutil. Una aproximación que un crítico ha definido como de "desapego radical", o como "el tímido rostro cabizbajo de la revolución en nuestro tiempo". Pues bien, ¡no cuela!

Este año, la bienal llenará, hasta junio, tres plantas del Whitney Museum. Pero durante los primeros días, varios de los artistas intervinieron también los viejos y obsoletos salones, pasillos y el gigantesco Drill Hall del Seventh Regiment Armory Building, situado en Park Avenue, a pocas manzanas del museo. Inaugurado en 1881, el Armory es una de las construcciones más impresionantes y fascinantes en las que he estado. Sus decadentes salas constituyen una extraña mezcolanza de estilos, desde el victoriano al gótico, pasando por el árabe, el japonés y otros híbridos. Pues bien, en una de esas salas se organizó una maratón de baile; en otra, sesiones de terapia individual sobre el arte moderno dentro de un blanco cubículo minimalista; metros y metros de trenza de cabello artificial adornaban otra sala; otra albergaba un bar, montado por el artista Eduardo Sarabia, vacío de parroquianos con la excepción de una cabeza de alce disecada en una pared. "Cuando el bar está cerrado, los visitantes pueden verlo como una escultura", afirma la hoja explicativa. ¡Vamos anda!

Pero casi ninguna de las obras expuestas podía competir con el edificio. Las performances salieron más airosas, incluyendo la reconstrucción realizada por Marina Rosenfeld de la obra orquestal Lontano, de 1967, de Gyürgy Ligeti, interpretada por un grupo de adolescentes que cantaron las veinte partituras vocales que se iban transmitiendo a sus MP3. La interpretación en el espacio abovedado del Drill Hall (que en su día albergó la capilla ardiente de Louis Armstrong), fue luego retransmitida a la sala de juntas, en donde, colocado entre dos bafles, me estremecí y conmigo toda la habitación.

Lo mejor fue, quizás, la instalación más efímera. En el silencio intermitente y la oscuridad casi total de una sala despojada de todo adorno y sin ventanas, se oía masticar y avanzar con torpeza a algo que parecía un animal y, en la lejanía, el escaso tráfico de una vía rural. Los sonidos eran transmitidos en directo desde un campo de Kansas, tierra del artista Rashawn Griffin, a unos altavoces colocados en las esquinas del espacio. Me llamó la atención el repentino canto de un ave nocturna (ya era de noche en Nueva York pero en Kansas estaba todavía anocheciendo).c La experiencia me descolocó y me sigue conmoviendo.

Ese ejercicio de memoria y desplazamiento de Griffin es de lo mejor de una bienal definida por sus comisarios como, al menos en parte, interesada en la "no-monumentalidad, en el anti-espectáculo y en lo efímero". Pero la mezcla de nombres relativamente desconocidos y de heterodoxos veteranos (como el conceptualista y bromista John Baldessari o la pintora abstracta Mary Heilmann), de recién llegados de plena actualidad y de artistas que han seguido su propio camino, hace que el viaje merezca, como siempre, la pena. Las exposiciones, como los artistas, tienen que asumir riesgos.

"En los Estados Unidos, la primera década del nuevo milenio se ha distinguido por la polarización y, en paralelo a ella, por un sentimiento de ansiedad y de incertidumbre", afirma Henriette Huldisch, conservadora del Whitney, añadiendo que gran parte de la obra expuesta se caracteriza por su lessness, un término intraducible acuñado por Samuel Beckett para sugerir un vacío insondable. Huldisch piensa que la incisiva frase de Beckett de "no puedo seguir, pero seguiré" ofrece la mejor imagen de la producción artística de hoy. Una verdad aplicable a la mayor parte de los artistas de todo el mundo ya antes de que el dinero comenzara a moverse sin control por el panorama artístico y que, desde entonces, se ha convertido en un tropo gastado.

La Whitney Biennial funciona desde 1932. Personalmente, preferiría que las salas del museo no recordaran tanto a una feria de arte o a unos grandes almacenes mal organizados. Falta aire y espacio mental. El problema es endémico. En uno de los paneles de Rita Ackermann, entre su carga de cuerpos y cabezas pintados, graffiti, pintura aplicada con spray y el revoltijo de cosas sucias y estridentemente organizadas, leemos: "Cómelo. Lámelo. Róncalo [sic]. Jódelo"; es decir, un compendio de cómo consumimos la mayor parte de las exposiciones de hoy.

La obra de Ackermann está plagada de alusiones; una modalidad en la que el maestro es, sin duda, Matt Mullican, cuyas laberínticas paredes con anotaciones y números y cuyos arcanos dibujos sobre esferas de cristal son fruto de un estado de hipnosis. A veces no podemos evitar la preocupación ante la posibilidad de que, un día, en uno de sus viajes, Mullican no dé con el camino de vuelta a su propio ser.

Mucho de lo que se aquí se muestra remite a un pasado casi de ahora mismo. Los superelegantes grabados de Matthew Brannon, con sus pulcros caracteres, su imaginería de finos cigarrillos, coloristas granadas, vasos de vino y otros motivos, poseen la sofisticación extrema del diseño gráfico y la ilustración de finales de los cincuenta. Más desordenados y misteriosos son los dibujos y esculturas de Charles Long, que parecen una suerte de postreros giacomettis rehechos por un alienígena de una película de serie B aficionado a las raíces de lo árboles o a los ganglios. Me gustan muchísimo. De hecho, sus formas derivan en parte de las manchas de excrementos que las garzas dejan en los muros del canal artificial del río de Los ángeles.

Si un bar vacío puede ser una escultura (cuéntenle eso a Samuel Beckett), ¿por qué no un elefante vivo? Entre las obras fílmicas expuestas destaca Letter on the Blind, for the Use of Those Who See (Carta sobre los ciegos, para uso de los que ven) de Javier Téllez. Gran parte de su obra se fundamenta en una colaboración entre lo marginal y lo institucional. Aquí, el artista invitó a cinco invidentes a tocar un elefante indio. Uno de los ciegos casi se estrella contra el elefante; otros, acercándose con cautela pero con una curiosidad intensa y nerviosa, rodean a la criatura asombrados, perplejos, maravillados. Al acariciar la piel del elefante, uno de los hombres afirma que la siente como si fuera de caucho falso, de neumático. Otro, al tocar la oreja del animal la compara a "las alas de un buitre pero sin plumas". Otro siente repugnancia ante la experiencia, y otro más exclama: "¡Caramba, eso es naturaleza!". El filme de Téllez supone un gran correctivo a un mundo exangöe; huyendo de todo sentimentalismo, nos devuelve a un universo de cosas y sentimientos concretos, tan real como un campo en Kansas.