Joan Miró, lenguaje de un visionario
Mujer, pájaro, estrella, 1978
Joan Miró explicaba que su obra era como "una puesta en imaginación del mundo de las apariencias". Partiendo de las cosas reales, las transformaba en un nuevo lenguaje, como si se tratase de una epifanía de un mundo que hasta entonces había estado oculto tras las apariencias. Miró no era un pintor abstracto, era un visionario que revelaba universos interiores, más allá de lo visible. Su particular lenguaje, entre grotesco y naïf, que le ha atribuido una fama de frívolo e infantil, es la expresión de otra realidad, una realidad esencial e invisible que existe en la vida cotidiana. Miró representa la voluntad de mirar más allá de la superficie.Miró sigue una evolución densa y compleja, pero, ya desde principios de los años veinte, su posición y su actitud estaban definidas. Así dirá: "Para mi un árbol no es un árbol, una cosa que pertenece a la categoría vegetal, sino una cosa humana, algo viviente. Es un personaje (...); este árbol tiene la misma vida que estos animales, tiene un alma, tiene un espíritu". Miró pues descubre fuerzas ocultas en la naturaleza y ofrece una lectura cósmica de la vida. Transforma lo cotidiano en lenguaje poético, en signos, en metáforas. Uno de los núcleos de la actual exposición es el Autorretrato I (1937-1938), dicho sea de paso no se presenta el original, sino una copia fotográfica aunque complementada por otras piezas, esas sí, originales. Interesa apuntar un detalle: la transparencia y los ojos del mencionado autorretrato. Los ojos son una suerte de estrellas, símbolo de la luz espiritual que penetra la materia. La luz solar se identifica en todas sus connotaciones con la mirada y la actividad del artista. El artista hace la luz, hace visible lo invisible.
¿Cómo explicar esta actitud? A menudo se alude al surrealismo, la alquimia, el primitivismo, el misticismo, sin embargo, muy a grandes rasgos, como primera aproximación hay que situar a Miró en una gran tradición que explora lo invisible, que se compromete a buscar en lo interior. "He decidido centrarme en la vida secreta de las cosas", dirá el propio Miró. El artista apuntaba que la pintura era como una semilla, tenía que revelar el mundo y lo revelaba a través de la imaginación.
Cierto es -aunque sea a grandes rasgos- que Miró con el paso del tiempo depurará su lenguaje; este se simplificará, tenderá cada vez más al ideograma. En efecto, otro núcleo de la exposición es la serie Desfile de obsesiones, estudio para una escenografía en que aparecen aislados e identificados los signos que forman el vocabulario más recurrente del Miró maduro: los sexos masculino y femenino, las estrellas, determinadas cifras, la escalera, el ojo, la mujer, el vuelo del pájaro, etc... Pero aquí hay que ir con cuidado porque quien entienda las obras del artista como un simple juego de identificación de estos signos, no comprende el significado de Miró. Estos ideogramas o signos son como arcanos o tótems, una suerte de metáforas de algo muy profundo. La representación de los mismos posee una dimensión sagrada. Son un símbolo en el sentido más profundo del término.
En fin, esta exposición es una aproximación al vocabulario de Miró y quien dice vocabulario o signos, dice a la misma pintura del artista. Pero creo que una muestra tan ambiciosa como ésta merecería un tratamiento más amplio y dilatado. Los dos correctísimos artículos del catálogo, por un lado de C. Escudero y T. Montaner y por otro de M.J. Balsach y una exposición que aprovecha los fondos de la misma Fundación Miró, no cubren la exigencia de realizar un trabajo serio y riguroso sobre la obra mironiana, más aún cuando se celebra el 25 aniversario de la creación de la institución.