Georgia O’Keeffe, Visiones cósmicas
Era azul y verde, 1960
Apenas conocida todavía en España, Georgia O’Keeffe (Sun Prairie, Wisconsin, 1887 - Santa Fe, Nuevo México, 1986) es una verdadera leyenda en Norteamérica. Una leyenda nacional y popular, no siempre respetada por los críticos. En 1946, cuando el MOMA dedicó a la pintora una gran retrospectiva, Clement Greenberg fulminó sin contemplaciones a esta pionera del arte moderno en su país. ¿Por qué? Por haber elegido la traducción alemana y expresionista de la modernidad, en vez de la versión original francesa. Por haber seguido a Kandinsky más que a Matisse y Picasso. Por haber interpretado la tendencia no-naturalista del arte moderno como una orientación espiritualista, casi como un mensaje esotérico. Aun reconociendo la seductora claridad de las visiones de O’Keeffe, Greenberg las calificaba de "fotografía coloreada" y "pedazos de celofán"… Años más tarde, vendría la rehabilitación académica: en su libro sobre la pintura moderna y el romanticismo nórdico, donde vindicaba la vía expresionista y espiritualista a la modernidad, Robert Rosenblum inscribía a O’Keeffe en la gran tradición que desde los paisajes de Friedrich descendía hasta las abstracciones de Rothko. Inspirada en un sentimiento sublime de la naturaleza, la obra de O’Keeffe anticipaba, según Rosenblum (y este detalle debió de irritar especialmente a Greenberg, defensor de los expresionistas abstractos) las composiciones cósmicas de Gottlieb o el "vacío luminoso" de Rothko.Esta exposición antológica, la primera que se celebra en nuestro país, se centra precisamente en ese sentimiento de la naturaleza, plasmado en treinta y tantas obras datadas desde 1919 hasta los años setenta. Salvo las vistas de Manhattan que O’Keeffe pintó en los años veinte, y que han sido excluidas de esta exposición, toda su obra, incluidas sus abstracciones, es una celebración de la naturaleza: de las montañas, los lagos, el desierto, el cielo, el relámpago, los árboles, las flores. A través de escenarios tan diversos como el Lago George en las montañas Adirondack, donde veranearon durante años O’Keeffe y Stieglitz, y el desierto de Nuevo México, que la pintora descubrió en 1929 y adonde iría a vivir más tarde. Ante cada paisaje, O’Keeffe aspira a entrar en sintonía con el genius loci, con el espíritu del lugar, para reducirlo a una esencia casi abstracta, a un motivo elemental y simbólico. Ese motivo puede ser el horizonte que divide el cielo y la tierra, separando las aguas de arriba de las de abajo. O la infinita soledad del desierto, habitado sólo por unos huesos de animales. O la gran montaña mágica (un mito común a tantos románticos, incluido el viejo Cézanne con su Sainte-Victoire). Son visiones inspiradas por una emoción religiosa, panteísta, de intimidad con el conjunto de la naturaleza.
En la exposición no faltan las grandes flores de O’Keeffe, la parte más conocida de su obra. Flores enormes y simétricas, contempladas tan de cerca que casi estamos dentro de ellas, envueltos entre sus pétalos. Como los girasoles de Van Gogh, las amapolas de Nolde o los gladiolos de Soutine, las flores de O’Keeffe no son meras formas y colores decorativos, sino criaturas vivas a las que sentimos respirar y crecer, criaturas de una sensualidad opulenta y misteriosa. En los años setenta, algunas feministas creyeron reconocer, en las flores de O’Keeffe, imágenes apenas encubiertas de la vagina. Al fin y al cabo, eso es lo que las flores son literalmente en la naturaleza: sexos. Georgia lo negó una y otra vez, con énfasis y con irritación: negó que sus flores representaran vulvas, que fueran metáforas del sexo femenino, pero todo en vano: la interpretación había arraigado en la imaginación colectiva.
En la pintura de O’Keeffe, flores y paisajes, paisajes y flores se parecen tanto que podrían confundirse. Las estribaciones de una sierra y los pliegues interiores de un lirio son intercambiables. Al concentrarse en un motivo aislado de su entorno y prescindir de las figuras humanas, la pintora perturba nuestro sentido de la escala. El objeto, ya sea pequeño como una flor o gigantesco como una montaña, se proyecta siempre en primer plano con la misma monumentalidad. Estos close-up están influidos sin duda por las posibilidades técnicas de la fotografía, que O’Keeffe conocía muy bien a través de la obra de Stieglitz, de Paul Strand y otros contemporáneos. Pero en ellos late algo más antiguo y más profundo: la intuición mística de la unidad de la naturaleza, que alienta idéntica en lo diminuto y en lo colosal, en el microcosmos y el macrocosmos.