Las voces del dibujo
Federico Barocci: Cabeza de mujer, h. 1574
Desde que Giorgio Vasari tuvo la idea de reunir en un Libro los disegni de los maestros para instruir a los jóvenes artistas florentinos, las colecciones de dibujos han sido el depósito de los modelos clásicos. En este espíritu didáctico, como una historia del arte a escala reducida, hay que entender la colección del Smith College de Northampton (Massachusetts), una de las primeras instituciones universitarias femeninas en los Estados Unidos, que cuenta hoy con más de 1.700 dibujos originales. Esta exposición, que ha pasado por la Frick Collection de Nueva York y por los Uffizi, reúne 83 piezas de esas colecciones, ordenadas en una secuencia cronológica, desde una pequeña cabeza atribuida a Dieric Bouts y datada hacia 1470 hasta algunos artistas norteamericanos actuales.Pero bajo el orden temporal hay otro modo de ver el recorrido: como contrapunto, como dialéctica entre los extremos opuestos que el dibujo encierra. Incluso la tradición académica ya reconocía una amplia variedad de funciones del dibujo; dentro de ella cabía el boceto compositivo, que encarnaba el principio intelectual del disegno, y el estudio tomado del natural, basado en la sensación visual directa. Cabía el dibujo como proyecto subordinado a la pintura o a la escultura y el dibujo como obra de arte autónoma. Desde el siglo XVI, como una grieta en el edificio académico, surgiría una oposición más persistente, de orden estilístico: entre el dibujo lineal, anclado en la pureza del contorno y el dibujo pictórico, basado en la mancha. El dibujante lineal prefería la mina dura o la pluma, y el pictórico, los lápices blandos, el carboncillo, el pincel y la tinta. O triunfaba con el color, como Federico Barocci en esa cabeza de mujer (1574) que es una de las mejores piezas de esta colección. A lo largo del siglo XVII, el desarrollo del género del paisaje favoreció la tendencia pictórica (aquí hay dos magníficos paisajes de dos holandeses, Jan Van Goyen y Jan Lievens el viejo, de hacia 1650). Los progresos del dibujo pictórico se prolongarían con el rococó, hasta que los detuvo la barrera neoclásica. Qué contraste entre los trazos rojos de Natoire o Fragonard y la aridez de un pequeño boceto de David para su gran cuadro de las Sabinas. La línea pura y dura alcanzó su cima con Ingres (representado aquí con un soberbio retrato doble) y con el joven Degas (una figura llevando un trofeo). En la pared de enfrente encontramos el extremo opuesto: dos estudios de ancianos de un asilo de La Haya dibujados por Van Gogh con un trazo graso, tosco, insistente. De algún modo se enfrentan también las acuarelas de Cézanne, con los toques de color inscritos en una rigurosa arquitectura, y los dibujos sin línea de Seurat, que son puro arte de sombras.
En las salas del piso inferior continúa la polifonía de voces. Ahora la norma ha sido definitivamente derrocada, y el dibujo ya no es el territorio de la disciplina, sino de una exuberante libertad decorativa o de una imaginación desbocada. El capricho decorativo es la caligrafía china del pincel de Lautrec, o el arcaísmo lineal de Aubrey Beardsley o todavía ese gran crisantemo de Mondrian que destila un penetrante aroma art nouveau. La fantasía visionaria cabalga siempre sobre el color, ya sea en los papeles de Odilon Redon, o más alla, en dos piezas mínimas y deliciosas de Paul Klee. Hacia la mitad del siglo veinte, el Expresionismo abstracto se acerca a la supresión del dibujo en su sentido tradicional; el dibujo ya no es más que pintura sobre papel, como sucede en el Motherwell de la serie Beside the sea (1962), espléndida evocación gestual de la espuma que salta al chocar las olas contra las rocas. Incluso el pequeño boceto de De Kooning de sus Women es de algún modo pintura. Qué contraste, junto a estas hazañas expresionistas, el desnudo diagrama lineal de Donald Judd, despojado de toda carne pictórica. El último tramo de la exposición recoge, por una parte, los esfuerzos de ciertos artistas, como Richard Dibenkorn y Alfred Leslie, por regresar a la disciplina figurativa perdida tras el Expresionismo abstracto, y en otros casos una dispersión en esfuerzos espectaculares pero mecánicos, como la Acróbata (1990) de Nancy Spero, creada con improntas y collage sobre siete grandes hojas de papel.