La muerte y la doncella
Miwa Yanagi: Yuka (Mis abuelas), 2000
Dos hombres y dos mujeres exploran, a través de la cámara, los cuerpos (y las mentes) de adolescentes y ancianas. El más famoso de los cuatro es el japonés Nobuyoshi Araki (Tokio, 1940). Hasta la reciente promoción de su obra como high art en los museos de todo el mundo, Araki fue un fotógrafo de género, que cultivó la pornografía en todos sus grados y especialidades. Sin excluir, por supuesto, la pedofilia (su película Diario de una colegiala es un clásico del subgénero "lolitas"). La serie Chrysalis (1984-1995) ofrece un amplio repertorio de niñas y muchachas japonesas en los más diversos atuendos y posturas pero siempre seductoras. Las fotografías en blanco y negro de Araki son técnicamente impecables y de una estética clásica, incluso académica, a veces francamente kitsch.El erotismo de la holandesa Hellen van Meene (Alkmaar, 1972), si existe, sería de otro tipo. Sus fotografías en color son retratos de chicas, amigas o vecinas, en plena crisis de la pubertad, a menudo ligeras de ropa pero desprovistas de glamour. Solitarias, introvertidas, vulnerables, románticas, prerrafaelitas, probablemente incómodas en su cuerpo. La revelación de su intimidad no sugiere una intención perversa, sino más bien terapéutica, como las imágenes de una campaña contra la anorexia.
Para crear su serie Mis abuelas, la japonesa Miwa Yanagi (Kobe, 1967) entrevista a chicas de entre 14 y 20 años y les pide que imaginen qué y cómo serán dentro de cincuenta años: ejecutiva, enfermera, supermodelo, maestra, etc. A partir de esas respuestas, Yanagi realiza las tomas con modelos en interiores o escenarios naturales y manipula las imágenes con ordenador, envejeciendo los rostros y produciendo imágenes irreales, de colores exagerados y perspectivas aceleradas.
Frente a esta vejez fabulosa y eufemística, el japonés Manabu Yamanaka (Hyogo, 1959) nos enfrenta a la cruda realidad. Sus fotografías de la serie Gyahtei exhiben, contra un fondo blanco y en tamaño natural, los cuerpos desnudos de unas ancianas de entre 89 y 102 años. Describirlos sería atenuar el horror. Pero, por escalofriante que sea este memento mori multiplicado, lo obsceno no está en los propios desnudos, sino en el acto del artista, que ha convertido en estrellas involuntarias a las ancianas de un asilo. Los defensores de Yamanaka exaltan, con delicioso candor, cómo se ganó la "confianza" de unas mujeres que en muchos casos "no se habían desnudado ni ante sus maridos" y elogian su "respeto" a las modelos y el modo en que ha plasmado "el espíritu individual" de cada una. En las fotos no he visto pudor ni complicidad, ni expresión alguna; sólo un enorme estupor en las miradas vacías, en las bocas entreabiertas de estas mujeres casi idénticas, igualadas por la demencia y por la cercanía de la muerte. Un material suculento para una sociedad de mirones.