Eduardo Momeñe
E. Momeñe: Oosterschelde, 1999
La opción silenciosa de Eduardo Momeñe (1952), contemporáneo generacional de fotógrafos del renombre de García-Alix, Ouka Lele o Miguel Trillo, resuena en esta inesperada muestra individual. De manera extraña, uno siente como si el tiempo le hubiera dado la razón. En el interesante texto que firma en el catálogo se define a sí mismo más o menos como un turista que se rezaga del grupo para, con calma, intentar retener la dulce y coqueta mirada que ofrece el mundo. No se trata de producir para colgar en una galería. Tampoco exactamente de hacer imágenes que sirvan para expresar cosas. No. Cualquier fotografía es ya una suma de significados, implicaciones y reflexiones. Momeñe lo sabe. Por eso es un fotógrafo, fotógrafo, y no un artista que crea imágenes. Del blanco y negro de esta quincena larga de imágenes fechadas entre 1998 y 2000 se destila un perfume a clasicismo: a pionero más que a vanguardia; a viajero impresionado o curioso más que a un documentalista de acciones o conceptos. Los encuadres, brevemente meditados pero no exentos de arrebato, el espléndido uso del contraste, el trato de las sombras como lugar del que extraer la memoria, la luz del instante… Luego, debajo de la entidad física (fotográfica, por qué no decirlo) de las obras y de su calado mas superficialmente estético, existe una rica sustancia separada en estratos, un plano de interpretación y de lecturas diversas entre las que sobresale el recorrido por una Europa (tan lejos, tan cerca) mucho más conectada a su pasado de lo que se podría pensar, hecha de contradicciones y coincidencias, rica en detalles e incertidumbre. El turista felizmente rezagado se deja captar por los ojos de esa Europa retratada y devuelve la mirada. Entonces, un abanico de impresiones, ideas o meditaciones pueden asaltarnos.