Curro González. El otro lado de la cama
El hombre que soñó que se caía de la cama
21 diciembre, 2006 01:00El durmiente, 2006
La peculiar obra de Curro González -de difícil acomodo en los tiempos que corren-, constituye una animada y penetrante forma de mirar el mundo a través del espejismo de la pintura. Desde que en mitad de los años ochenta apareciera la figura humana, alejada de las amables formas de otro tiempo, poco a poco, la obra de Curro González fue abriéndose paso en la oscuridad para adentrarse en la incertidumbre de la noche, en la que ha ido iluminando sus vastos territorios. Desde sus inicios como pintor, la percepción visual resulta ser una de las constantes que, a lo largo del tiempo, más fértiles ha hecho sus hallazgos formales y más lejos ha llevado el alcance conceptual de su trabajo. Juegos de perspectivas, deformaciones y aberraciones derivadas de su interés por la imagen anamórfica, son, desde esa óptica, elementos que no han dejado su pintura inmóvil, sino que la han llevado de un lado a otro, hasta erigirse en una plataforma de comprometidos desencuentros. De ese modo, cabe observar cómo conviven en un mismo espacio pictórico imágenes contrapuestas que tan pronto dan cobijo al sensato mundo de los sueños como al de la más disparatada realidad. Entre trampantojos y engaños varios, surge la paradoja visual como brújula mediante la que el espectador entra y sale de la pintura en un perturbador recorrido por la vida.La ironía y el sentido del humor han sido, a su vez, asuntos habituales en una obra que juega constantemente con nuestra disposición perceptiva. "Cada día -apunta el artista en su Tetrálogo- tengo peor la vista, a veces, tengo la sensación de que mis párpados van limando poco a poco las retinas, si quiero enfocar con nitidez algo, sufro enormemente... Deberíamos considerar esa afición actual por lo nítido como algo pornográfico. La imagen no se hará más real porque se presente con toda su crudeza". Y es que en ese cruce de miradas sarcásticas, en ese juego de lupas y espejos a lo Orson Welles, Curro González mantiene un pálpito surrealista de Chien Andalu. Por ello es un pintor incómodo. Su pintura puede resultar tan fácil de ver y tan asequible en apariencia, que molesta; algo de agradecer en medio de la complacencia que rodea a la pintura de última hora. Todo aquello que, sin embargo, en la superficie de su obra se muestra reconocible y familiar para el espectador, en el fondo no es más que una trampa para el ojo y un tormento para la mente. Conocedor de los trucos ópticos, como los pintores antiguos, y experto en las dolencias oftalmológicas, Curro González diagnostica estrabismos, miopías y tensiones oculares, como también reojos y guiños de toda especie. Con ello, a fuerza de mirar sus cuadros, el espectador va encontrando los correctivos que fijan una visión comprometida con la realidad.
Diestro en estratagemas, componendas y transmutaciones, sobre el lienzo, Curro González vuelca un rico imaginario con el que examinar y dar cuenta de aquellos aspectos que, ocultos de la realidad, sustentan el mundo visible y sus convenciones. De este modo, la pintura se plantea como un arte de magia que se sirve de verdades y engaños, ilusiones y evidencias. Así es como el pintor organiza el mundo de lo visible, con ilusiones que se saca de la manga; algo que no deja de sorprender ante tanto arte de renuncias y dolorosas penitencias corporales.
En sus últimos trabajos, una vez más, Curro González acude al sueño para despertar en él las más amenazadoras realidades, y dar rienda suelta a monstruos que, tiempo atrás, permanecieron adormecidos. En espacios pictóricos más despejados, y no por ello menos turbadores, plantea secuencias varias en las que la razón ajusta sus cuentas, poniendo a prueba la fantasía. En un extraordinario vídeo -El hombre que soñó que se caía de la cama (2006)-, Curro González compendia aspectos diversos de una quimérica narración, a la que acuden después pinturas y esculturas para ralentizar lo que en esta fabulosa animación quedara fuera de campo. De ese modo es como el alter ego del artista vuelve a poner luz en la penumbra, y sombra en las claridades de una época en la que ya no se funden los plomos que hicieran saltar las chispas del imaginario colectivo. Cual perverso gnomo, el artista deja vagar su pequeño ser por corredores en los que salen a su encuentro antiguas quimeras que cobran vida y se vuelven de nuevo amenazadoras. Así, tras los ronquidos, nuestro personaje conducirá sus pasos entre visiones perdidas por el denso territorio de los sueños, y su silbido regresará triunfador al reposo de la cama; una vez, aspiradora en mano, haya engullido a vecinos insufribles, amenazas de desahucio y a la hidra de la profesión artística. Junto al vídeo, aparecen sus localizaciones, que no son sino delirantes pinturas en las que Curro González embauca a la mirada, con inquietantes imágenes, centelleantes en el espejismo inmenso de una realidad en el que se desafían las más elementales leyes de la gravedad visual. Dos pequeñas esculturas sobre pedestal se incorporan, también como novedad: la hidra del Art World -que con sus nueve cabezas encarnan los variopintos perfiles de la profesión artística para aniquilar al pintor- y una utopía congelada -que a modo de souvenir se exhibe como una tarta semifría dispuesta para ser engullida-. Todo ello, una muestra más de la audacia y la brillantez con la que Curro González canaliza la escurridiza imaginación, más allá del reducido marco de un cuadro, como un pintor solvente que es, aun en los sueños.