El museo como mensaje
El medio es el museo
3 julio, 2008 02:00Roman Ondák: Midiendo el universo, 2007
En esta ocasión, un buen título, El medio es el museo, da paso a una afortunada selección de artistas y a un montaje sobrio y preciso. El estudiado trabajo de comisariado se deja ver en todos los momentos de nuestra visita. Sin buscar grandes alardes ni productos políticamente correctos, y sin ningún enfoque cerrado que solape el propio contenido de las obras, poco a poco se nos da paso a las distintas vertientes que encaran la institución como soporte, física y conceptualmente. El guiño a McLuhan en el título puede extrapolarse a unas afinidades electivas con artistas que esquivan lo lineal y que buscan ese sentido de contención del museo que es contenido al mismo tiempo; el medio y el mensaje se contienen el uno al otro y de ahí esa coincidencia que advertimos al pensar en la escala humana que domina cada uno de los trabajos, producto de procurar el encuentro, la relación. Deleuze hablaba de construir una lengua más en el interior de su lengua, y aquí más que nunca el mensaje es el de un museo sumido dentro de una banda de Moebius.
Atrás quedan las asociaciones entre museo y mausoleo, porque el museo ha sido capaz de reconstruir sus ruinas y modelar nuevamente sus capacidades sociales de representación, tanto que, en muchos casos, se nos presente como un espacio público. Así, conforme avanzamos en la muestra se nos presentan las sorpresas. En el centro del panóptico que articula el conjunto de salas del MARCO, una pareja se abraza y se besa lentamente revolcándose por el suelo. Una mirada atenta nos descubre que se trata de una pieza de Tino Sehgal, una obra ejecutada por dos bailarines que responden a una coreografía conformada a partir de cuatro besos míticos de la historia del arte (los de Klimt, Rodin, Brancusi y Koons). Muy cerca, un conjunto de cámaras de seguridad generan un absurdo en el afán por la vigilancia: son producto de la lógica desdoblada que lleva a cabo Maider López. Esa sensación de seguridad es burlada, sin embargo, con la obra Intruso de Sancho Silva, capaz de conectar visual y acústicamente el interior de una sala con el exterior a partir de una estructura de madera de nueve metros que reformatea nuestra percepción como espectadores.
Entre tanto, en nuestra visita es posible que ya nos hayan medido en una de las salas y que nuestro nombre y "marca" de altura haya quedado registrado en la pared, como resulta preciso para colaborar como agentes activos en la obra Midiendo el universo de Roman Ondàk. Esa identificación física con el museo cobra otros tintes en El pequeño Frank y su carpa, donde Andrea Fraser frota su cuerpo por una de las columnas del Guggenheim de Bilbao en pleno éxtasis mientras escucha una audioguía que narra las excelencias arquitectónicas de Gehry. O cuando Karin Sander lija una de las paredes del museo para crear una pintura pulida, mínima y sutil; cuando vemos que un muro se mueve sutilmente y descubrimos que es una obra de Jeppe Hein; o cuando Arabella Campbell construye un conjunto monocromo de paneles que equivale al área del vano de entrada a la sala revelando lo no visible. La mirada atenta nos revela matices de una exposición que ya comenzó con sorpresa a partir de la doble intervención, en la rueda de prensa y la inauguración, de Loreto Martínez Troncoso, que tomó la palabra para jugar, como acostumbra, con cuestiones relativas al uso del lenguaje y la acción.
Realidad y ficción se dan cita en esta muestra capaz de revelar las viceversas del museo. Así, mientras Sergio Prego desafía la gravedad y la percepción de quien observa su acción, Mario García Torres se vale de la ficción para recrear una figura citada en un filme de Godard donde se habla de una persona que consigue visitar el Louvre en menos de diez minutos y así reflexionar sobre las contradicciones del museo. Otras obras, habitualmente más recurridas para este tipo de reflexiones, son las de Felix González-Torres y sus papeles "para llevar"; Louise Lawler con dos fotografías que captan el reflejo de una obra de Stella y Flavin, respectivamente; Monica Bonvicini y sus imágenes de montajes de exposiciones; o Thomas Struth y su serie de imágenes del Museo del Prado.
Aunque en general, la exposición, producida conjuntamente por el MARCO de Vigo y el Koldo Mitxelena de San Sebastián y construida desde el rigor de dos comisarios jóvenes, resulta irónica y fresca hasta el punto de cumplir con creces sus objetivos de experimentar el museo como medio y material a partir de obras realizadas específicamente para la ocasión y otras que previamente han reflexionado críticamente sobre el museo como contexto social. De la crisis pasamos al diálogo. Y esa nueva condición que potencia la capacidad performativa del museo se da en este caso sin alardes de modernidad, ni empalagosos énfasis en intereses relacionales, fiel a la imagen seria que el propio MARCO ha desplegado desde hace tiempo, hasta el punto de convertirse en referencia en el contexto museístico nacional; celebrarlo mirándose al espejo ha sido un gran acierto.