Hernández Pijuan, siempre vivo
La distancia del dibujo
4 septiembre, 2008 02:00Sin título 140, 2004
Es ésta la exposición de un profesor, un completo tratado visual que recorre la trayectoria de un artista que supo interiorizar lo próximo para alcanzar esa dimensión universal que distingue las obras destinadas a durar. Maestro en el arte de la pintura, es a través del dibujo y de sus numerosos estudios sobre papel como alcanzamos a comprender que todo lo singular y extraordinario del trabajo de Joan Hernández Pijuan (Barcelona, 1931-2005) era fruto de una íntima consonancia con lo representado, de una sincera inquietud frente a lo humano conjugada con un continuo proceso de búsqueda y depuración.Organizada en salas temáticas que abarcan desde los años sesenta hasta prácticamente el fin de su actividad creadora, la exposición se inicia con una sorprendente selección de estudios académicos de forma, escala, color o textura, que lleva al papel esa observación minuciosa de las cosas que le aseguró esa destreza grácil o "facilidad" para representar de un modo original lo conocido. Hernández Pijuan dedicó muchas horas de estudio y análisis pormenorizado a adiestrar su mano en la espontaneidad del trazo y a adquirir esa solvencia en la ocupación del espacio que luego habríamos de apreciar como cualidades innatas de su quehacer.
A la manera de un renacentista pero con la conciencia esencial de su tiempo, el artista se sumergió en lo más profundo de la forma y la materia. Como esos ejercicios caligráficos que a fuerza de repetición nos procuran el dominio de la escritura, Hernández Pijuan no escatimó esfuerzos a la hora de dotarse de recursos técnicos y expresivos. Su conocimiento exhaustivo de la perspectiva científica, de los principios que rigen las leyes de la proporción y la mesura o, entre otros, de las gradaciones y combinaciones cromáticas, le permitieron emprender con plenas garantías su emotiva y profunda interpretación y reconocimiento del mundo.
Esa forma de mirar, cercana y a la vez reflexiva, es la que unifica todos sus trabajos. Esa mirada y una misma libertad, una misma incuestionable intuición para hacer de un simple motivo, metáfora de la unidad de lo existente. Desde su ventana de la casa familiar de Folquer, Lérida, Joan Hernández Pijuan desarrolló una de sus series más personales y sugestivas, la de los Iris de Pascua. Como un ceremonioso ritual que se repetía cada primavera, el artista realizó incontables dibujos -primero al carboncillo y luego con pinceles japoneses-.
Esa lógica de la repetición y la diferencia (que nada tiene que ver con la intelectualidad del módulo), es la misma que explica que el repertorio iconográfico del artista fuera siempre tan conciso y, a la vez, tan amplio. Se tratara de una flor o de un árbol, de un bodegón o un campo de cultivo, él nos mostró que el verdadero artista no precisa de más herramientas que las que le ofrece un lenguaje, una forma de hacer que se corresponde a ese ver en la distancia que transita desde lo más inmediato hasta lo más lejano.
El hombre como espectador y como artífice de su entorno coinciden en ese imaginario suyo que va ampliándose paulatinamente hacia la arquitectura y ese vacío activo en el que cabe todo espacio: el mental y el literal. Vallados que se convierten en motivos decorativos, campos de color arados por el pincel, soles y frutos que parecen evocar los diseños de un tapiz africano… desde esa proverbial simplicidad que se mantiene como un dogma de fe a lo largo y ancho de toda una obra, Hernández Pijuan sobrepasó con creces los límites de esa naturaleza sobria en la que inició sus tanteos con la realidad más prosaica para alcanzar esa excepcional libertad en la que se forjaron sus últimas obras.
Casi como un guiño del destino, el mismo año de su muerte, Hernández Pijuan expuso en la Bienal de Venecia, seleccionado por María de Corral para el Pabellón Italia, junto a esa otra gran artista del vacío esencial que fue Agnes Martin. Contemplativas y de un dinamismo visual que oscila entre la contención formal y esa vibrante energía que aplicaba a la ejecución de cada composición, hoy sabemos que esas pinturas rigurosamente teñidas de la calidez del gesto humano, tienen una deuda de gratitud con el dibujo. Fue su cultivo incesante a lo largo de toda una vida lo que marcó la distancia entre lo que podía haber sido sólo un buen pintor y ese maestro que fue en verdad Joan Hernández Pijuan.