Image: Giacometti, a vueltas con el fracaso

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Exposiciones

Giacometti, a vueltas con el fracaso

Giacometti. Terrenos de juego

14 junio, 2013 02:00

Mano aprisionada, 1932

Fundación Mapfre. Paseo de Recoletos, 23. Madrid. Hasta el 4 de agosto.

La Fundación Mapfre expone hasta el 4 de agosto 190 trabajos del escultor procedentes de 35 colecciones y reunidos bajo una nueva idea: su búsqueda de la escultura como un campo de juego. Rocío de la Villa recorre la exposición.

Contando con la adhesión popular al capitalismo imperante, el hecho de que una de las versiones de El hombre que camina obtuviera en 2010 el record de la escultura más cara vendida en subastas justificaría la reiterada programación de Giacometti en las agendas de los museos. Tampoco es baladí que el legado del artista cuente con el respaldo de dos fundaciones propias, en París y en Zúrich, más la importancia de sus fondos en la suiza Fondation Beyeler, con el peso específico que tiene esta última en el mercado artístico. Sin embargo, para el público amante del arte (más que de las finanzas) la figura de Alberto Giacometti (1901-1966) va unida a su carisma de vanguardista puro que decantó el sujeto nómada de nuestro tiempo. La mitomanía no será defraudada: de principio a fin, esta exposición está trufada con los retratos que le hicieron sus amigos fotógrafos Man Ray, Brassai, Robert Doisneau...

En cambio, sólo al final y tras recorrer cerca de 200 obras, entre fotografías, dibujos, pinturas, grabados y otras esculturas, encontrará a El hombre que camina, como conclusión de un planteamiento novedoso que hace desear llegar hasta él. Gracias a eso, quizás le parezca que lo ve por primera vez, entendiendo mejor su soledad erguida y decidida sobre la fina y estrecha base en la que se sustenta; y comprendiendo por qué esta figura escuálida ha logrado sobrepasar su estatus de icono del existencialismo de posguerra para convertirse en emblema del sujeto que migra entre ciudades y fronteras: el precario sujeto que, sobre cualquier avatar y espacio, erige su dignidad y su deseo, desafiando el azar, pudiendo, por fin, visualizar su doble espacio: intemporal, junto a los eventuales terrenos de juego, de su estar y errar.

Ningún otro movimiento de las vanguardias históricas se interesó tanto como el Surrealismo por el azar y el deseo, como estrategias artísticas principales para subvertir la realidad. Esta exposición arranca en 1927, cuando Giacometti se está integrando en el grupo surrealista y comienza a cuajar los problemas que le mantendrán ocupado el resto de su trayectoria, conformando su propio lenguaje artístico. Atrás queda su aprendizaje con Bourdelle: el artista destruyó todo lo que había realizado antes de 1925, cuando abraza las vanguardias. Pero todavía en la primera sala se delatan las influencias recibidas: de los pioneros (Zadkine y Lipchitz) y las tendencias (Futurismo, Cubismo) que están renovando la escultura; y tan importantes y más permanentes, de su absorción en los museos de París del arte no occidental (egipcio, sumerio, africano y las culturas cicládica y precolombina) que le conducirá, por una parte, a la abstracción formal de las plaquesy, por otra, al aislamiento de símbolos ancestrales, como los signos que demarcan la virilidad y la feminidad, y que se observan complementarios en La pareja (1927), formando un bloque totémico unitario.

El impacto del Surrealismo se manifiesta como violenta cópula/confrontación en Hombre y mujer (1928-29). Para comprender este giro quizás convenga recordar el protagonismo del sexo y del deseo en el grupo surrealista, que ya había dedicado un especial de la revista La Révolution surréaliste al Marqués de Sade. Al final del año 1928, se celebran en casa de André Breton unas jornadas donde se discuten temas como la masturbación en la mujer y en el hombre, la homosexualidad masculina y femenina, las perversiones, fetichismo, voyeurismo... y cuya traslación aparecerá después en la revista. En 1929, Dalí pinta El gran masturbador, que podría dialogar aquí con La mano aprisionada (1932) y acaso también ¿con los solteros maquinales del Grand Verre de Duchamp?

Con ellos, además de la decantación temática en las figuras del hombre y de la mujer, permanentes hasta el final de su trayectoria, Giacometti se centra en el tema del deseo, que en el lenguaje de la escultura es tanto como decir el problema del movimiento. Y comienza a poner a prueba la estrategia del azar ideando tableros de juego, como si intentara trasladar los juegos de mesa de sus compañeros surrealistas (cadáveres exquisitos, sesiones de médiums, etc.) a la escultura. Con ensayos como la Mujer dormida, que parece desmontable por el espectador o, al revés, piezas que se defienden de la manipulación, como el Objeto desagradable para tirar; o bien, gracias a su deformidad, amenazan con moverse, como la Figura coja andando. Entonces, irrumpe el problema de la disposición de las figuras en el espacio y su interrelación con el espectador (y su movimiento), como la creación de un lugar de encuentro entre el arte y la vida, que es el guión del argumento que nos cuenta esta exposición.

Muy pronto Giacometti transfiere la noción de tablero de juego como pieza a la idea de maqueta donde probar soluciones para grandes proyectos al aire libre, en espacios naturales y urbanos. Aunque los proyectos se frustrarán, el empeño se convertirá en clave para la convergencia entre el espacio físico y el espacio mental que el artista experimentará en su pequeño taller, lo que será decisivo para su replanteamiento de lo monu-mental y su anticipación de la escultura como nuevo arte público. A comienzos de 1930, Charles de Noailles le encarga una escultura para el jardín de su mansión en Hyères, que dará lugar al Proyecto para una plaza (1931-32), de la que aquí podemos ver una versión en madera, resuelta por el ebanista a quien Giacometti encargaba trasladar sus escayolas, cuyo aspecto primitivo, semejante a un artefacto africano, indica, sin embargo, una inversión de la tradicional dimensión vertical antropomorfa por una dimensión primaria horizontal. Si Rodin ya había imaginado a sus Burgueses de Calaisentre los viandantes, en las maquetas de Giacometti los volúmenes se hunden, reptan, se balancean y erigen sobre un espacio enigmático, aprendido de Tanguy.

Un cuarto de siglo después, también se frustrará la instalación en la Chase Manhattan Plaza de lo que el artista consideraba que era el proyecto aplazado de su vida, un conjunto escultórico formado por la figura del caminante, una versión de la estática Mujer de Venecia que presentó con éxito en la Bienal de 1956, y un gran busto, el único que falta en el colofón de esta exposición. Luego, Giacometti iría mostrando este conjunto con distintas disposiciones en varias galerías, hasta llegar a la conclusión de que la mejor y definitiva sería la que establecieran los transportistas, reafirmando otra vez la poética del azar.

Entre ambos proyectos, esta cuidada exposición abunda en la obsesión del artista por la ciudad parisina y la lenta cristalización de sus figuras masculina y femenina, con dibujos, grabados y telas de sus modelos, Annette y su hermano Diego, durante la posguerra. Todo realizado en un pequeño taller de 18 metros cuadrados que se emula aquí en una curiosa recreación, con la terrible pieza la Mujer degollada (1932) en el suelo, tal como siempre estuvo en aquel microcosmos desde el que Giacometti anticipó la escultura expandida, aunque nunca pudiera llegar a materializarla. En el desánimo actual, es meritorio que esta exposición se haya dedicado a desenterrar un episodio de la fértil poética del fracaso como promesa lanzada al porvenir.