Decorados para un país soñado
La Academia de Bellas Artes analiza el decisivo giro que imprime en la producción de Villaamil el encuentro, en 1833, con David Roberts y reúne 120 obras de uno y otro
26 octubre, 2021 02:14“Tú pintarás la montaña/ entre la niebla sombría, / pintarás la lluvia fría / derramada desde allí; / los alcázares morunos, / los pilares bizantinos, / monumentos peregrinos / embellecidos por ti”. Es una de las estrofas de La noche de invierno, el poema que José de Zorrilla dedicó en 1837, en pleno furor romántico, a su amigo Genaro Pérez Villaamil (Ferrol, 1807 - Madrid, 1854) que, a sus treinta años, era ya el más importante paisajista en España, y con cierta fama internacional. Se le sigue considerando hoy uno de los pintores españoles más destacados de la primera mitad del XIX y, sin embargo, no es bien conocido por el público. Su producción es extensa –era un fa presto– pero está en gran parte en manos privadas. Hay pequeños conjuntos de cuadros suyos en el Museo del Romanticismo y en el Museo del Prado, que solo tiene en sala el Díptico con vistas de ciudades españolas, presentado en 2014. Pero, fíjense, después del centenario de su muerte en 1954, y con excepción de un par de selecciones de dibujos y grabados, solo se le han dedicado exposiciones pequeñas en Galicia, en 1996 y 2007, además de otra compartida con Haes y Beruete en el CondeDuque de Madrid, en 1990.
Una muy oportuna exposición que revaloriza la figurade Villaamil y analiza su encuentro con David Roberts
Esta, por tanto, muy oportuna exposición en la Academia –donde fue profesor, marcando a toda una generación de paisajistas– no solo revaloriza su figura sino que explica muy bien la gestación de su exitosa fórmula pictórica. El Centro de Estudios Europa Hispánica ha querido analizar, en profundidad y con las obras a la vista, el decisivo giro que imprime en la producción de Villaamil el encuentro, en 1833, con David Roberts (Stockbridge, 1796 - Londres, 1864), quien le habría orientado sobre los motivos que debía privilegiar y sobre cómo representarlos. El “encuentro” no fue fortuito. Roberts viajaba por nuestro país como se hacía entonces, a la aventura (y ese era uno de los alicientes), pero con un objetivo marcado: la localización de escenarios exóticos y figuras extemporáneas para satisfacer al mercado artístico británico, muy interesado por España desde la Peninsular War contra Napoleón y muy deseoso en general de corroborar / amplificar los tópicos que la imaginación romántica había interiorizado sobre el país. Villaamil, que estaba en Cádiz y tenía algunos contactos con la colonia británica, movió sus hilos para ser presentado a Roberts cuando este se instaló durante unos meses en Sevilla, causando sensación en la escena artística local.
Villaamil había ido dejando atrás su insípido clasicismo inicial añadiendo ingredientes dramáticos inspirados en Claude-Joseph Vernet, el pintor de naufragios, pero Roberts, con una noción más moderna del paisaje, que pasaba ya por William Turner, le mostró cuáles eran las dosis perfectas de lo pintoresco y lo sublime a combinar para crear los escenarios más evocadores y conseguir el efecto emocional. Digo “escenarios” con mucha intención, pues ambos artistas habían frecuentado los ambientes teatrales: Roberts como pintor de decorados en el Teatro Real de Edimburgo y Villaamil como escenógrafo en el Teatro Tapia de San Juan de Puerto Rico, donde vivió tres años.
En la exposición, que reúne 120 obras de uno y otro en diversidad de soportes, se aprecia cómo las figuras son en ambos “figurantes” que humanizan los espacios y subrayan la sobredimensión en la que solían incurrir. Villaamil tenía formación como topógrafo militar pero nunca le interesó demasiado la exactitud; no había en él, como en Roberts, intención documental sino un uso de referencias paisajísticas y arquitectónicas reconocibles para anclar los sueños de lugares inusitados o legendarios que provocarían en el espectador. En ese mismo sentido, la muestra enfatiza también el empleo por parte de los dos artistas de soportes de amplia difusión –la estampa, el libro o, en el caso de Roberts, la cerámica– que contribuyeron a llevar a los hogares burgueses de toda Europa esa imagen romántica de España que ellos apuntalaron.
Roberts, que triunfó en Londres con su arrebatada visión de España, mantuvo contacto con Villaamil en años venideros; este le visitó en una ocasión y le confió algunos cuadros para su venta allí. La fascinación por los monumentos islámicos en Andalucía llevó al escocés a viajar a Egipto y a Tierra Santa, subiéndose a la ola orientalista, y Villaamil siguió su estela sin salir de España, evocando esas otras tierras exóticas en sus obras a través de las de Roberts, copiando un detalle de aquí y otro de allá.
Esa utilización constituye uno de los capítulos más curiosos de la exposición; también lo es el que la cierra, sobre la representación de obras públicas, en el que culminan las fricciones, que tienen un cariz político, entre pasado idealizado y dificultosa modernización. Sepan que Villaamil fue el primer español que pintó un tren. Pero quizá lo más relevante sea ver cómo la similitud que mantuvieron durante años sus estilos –contrastable a lo largo del montaje a través de varios emparejamientos de obras del mismo tema– se va borrando a medida que Villaamil va deshaciendo las formas en el aire, entre destellos, y complementa su visión de una España menos exótica con cierto conservadurismo católico y con el interés que nacía en los años cuarenta por la conservación patrimonial –la Comisión de Monumentos se creó en 1844– y que está en la base del gran proyecto editorial realizado en su exilio europeo, la España artística y monumental, ensanchando así el limitado catálogo de motivos que cautivaron a los artistas viajeros europeos.