A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

El último refugio

8 marzo, 2017 09:53
Fernando Aramburu, escritor de la novela <em>Patria</em>

Fernando Aramburu, escritor de la novela Patria

Termino de leer Patria, la novela de Fernando Aramburu que ha conseguido poner la literatura, tal como soñó en su momento Sealtiel Alatriste, en la conversación de la gente. Es una novela ejemplar, literaria y moralmente hablando, políticamente incorrecta, que demuestra que Aramburu  conoce el terreno del argumento a pie de obra y los materiales de construcción de una novela realista y de nuestro tiempo. Sobre mi mesa de noche tengo siempre un ejemplar del Diccionario del diablo, de Ambrose Bierce, un escritor que fue la bestia negra de intelectuales mediocres, gentes enroladas en el sistema, envidiosos y conformistas. Su vanagloria era, para todos los que acabo de citar, una gloria vana. "Los oigo", dictaba Bierce (el protagonista de la fallida novela de Carlos Fuentes, protagonizaba en el cine por Gregory Peck) "gritar que no soy nadie". Pero "nadie" fue también Odiseo cuando le gritó su nombre a un Polifemo ya ciego.

A este "nadie" nuestro, Ambrose Bierce, a quien suelo leer con frecuencia (me gusta mucho todo lo que escribió y cómo vivió) no le gustaba nada la patria. Lean el texto de la entrada "patriota" en su Diccionario del diablo: "alguien a quien los intereses de una parte le parecen más importantes que los del todo. Bobo que manejan los políticos e instrumento de los conquistadores". La entrada de "patriotismo" es todavía más enjundiosa: "basura combustible siempre a punto para que le aplique una antorcha cualquiera que abrigue la ambición de iluminar su propio nombre". Y añade, para rematar la faena: "En el famoso diccionario del doctor Johnson, el patriotismo se define como el último refugio del sinvergüenza. Con el debido respeto que merece un lexicógrafo tan ilustre, aunque menor, me atrevería a afirmar que es el primero".

Los patriotas, como los nacionalistas (su pareja de baile en un solo cuerpo y alma), creen que la patria lo es todo, lo que resulta un totalitarismo bufo y de cartón piedra que, sin embargo, ha dado y sigue dando tanto juego a la Historia. Los que no somos nacionalistas ni nos consideramos patriotas creemos todo lo contrario: que lo que podría ser un sentimiento más del ser humano se transforma en una peligrosa psicopatía que busca sangre en las calles y muerte a quienes no están tan enfermos como ellos. Hay también quienes piensan que, tras la Revolución Francesa, todo ciudadano es un patriota y viceversa, pero otros no nos vemos así: estamos contentos con la simple condición de ciudadanos, libres -se entiende- de toda pasión enfermiza por nuestra pertenencia y nuestra identidad (que pensamos que está en la sensibilidad personal y no en la colectiva, y en el documento nacional de identidad). Si me preguntan, y no tengo ninguna escapatoria, añadiré que mi patria es mi memoria personal y que más allá de ella todo son convenciones, derechos, deberes y, en muchos casos, patrañas. De modo que hay quienes distinguen entre patriotismo y nacionalismo, pero yo no veo mucho resquicio para la diferencia, salvo los adjetivos que acompañe a cada uno de los dos sustantivos.

Patria, la novela de Aramburu, se ha convertido felizmente en pocos meses en un documento literario indiscutible y en un texto ético y estético para la discusión pública, con una clave central: la diferencia entre la vida, el bien tentado por todo mal, y la muerte, el mal sin mezcla de bien alguno. Cuando acabo de leer Patria, entra por la puerta de mi casa la feliz reedición de un libro que, en su momento, me pareció también excepcional y que suelo citar en muchos de mis artículos: Contra las patrias, de Fernando Savater, otra bestia negra del nacionalismo vasco, en particular, y de los patriotas en general. Contra las patrias es un libro de artículos, cada uno de los cuales es una reflexiva, documentada y argumentada refutación de los canallas (que así tildaba el doctor Johnson a los nacionalistas) que ingresan en su último refugio como quienes entran en un psiquiátrico por orden facultativa: ellos son inocentes, quienes estamos locos (¡y somos unos fascistas!) somos los que decimos que están locos. Así son los canallas en su último refugio, con las manos manchadas de sangre de inocentes por la gloria de la patria y con el escenario lleno de víctimas, y cuyo gran problema (el nuestro) es no seguir al flautista y tirarnos, bajo la hipnosis de su música, al mar por la punta del muelle.

En su Adiós, poeta, el escritor chileno Jorge Edwards, que quedó apestado para siempre por las izquierdas por decir la verdad en uno de sus mejores libros, Persona non grata, recuerda unos versos de Pablo Neruda escritos en su época surrealista: "Patria", escribe el poeta, "palabra triste, como termómetro o ascensor". Los cánticos nacionalistas y patrióticos dirán lo contrario: el amor exclusivo y excluyente es la patria, y la nación el cielo que les tienen prometido. Y así nos va en la Historia, de patria en patria, de nación en nación, de guerra y muerte a muerte y guerra, con las pasiones del futuro ancladas en las demencias del pasado.

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