A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

El nesólogo y yo

28 marzo, 2017 16:41

Hace unos días asistí, en un aula noble de la vieja Facultad de Filosofía y Letras de la Complutense, al homenaje que la sección de Filología Clásica rindió al nesólogo, Marcos Martínez Hernández, catedrático emérito de esa misma facultad. Se presentó al público, profesores y compañeros del nesólogo, un libro-homenaje, Educación y exégesis, con título en griego clásico, donde intervinimos todos aquellos que, en uno u otro tiempo, hemos tenido relación cercana con el nesólogo. Allí, en esa reunión del homenaje, estaban los viejos compañeros de sesudos estudios clásicos, casi todos catedráticos de universidad, encabezados por uno de los pocos sabios que nos quedan en España, Luis Gil Fernández, cuyo libro Censura en el Mundo Antiguo representó para nuestro país y sus intelectuales un texto tan luminoso como atrevido en la España de Franco, un grisáceo universo lleno de incomodidades para ejercer la libertad y los derechos humanos, un mundo pleno de censuras de gestos, pensamientos y hechos. Mala memoria tienen los que hayan olvidado que aquel tiempo fue peor que el peor que hayamos vivido en la democracia. Mala memoria quienes sostienen, aunque a veces es verdad que hay que indignarse, que cualquier tiempo fue mejor que el nuestro de ahora. Uno de nuestros profesores más queridos y honrados, Luis Gil Fernández, estaba, pues, ese día al frente de la buena memoria que el nesólogo ha dejado durante todos sus años de pasión pedagógica e interpretación del mundo clásico en las facultades donde impartió sus clases, esencialmente en Madrid y La Laguna.

Conocí al padre del nesólogo antes que al nesólogo mismo en una taberna clásica de la ciudad de La Laguna, en Tenerife, cuando yo me iniciaba en mis estudios universitarios y creía que mi destino era llegar a ser catedrático de Filología Griega en la Universidad Complutense o, en el otro lado del río, alcanzar la gloria futbolística vistiendo durante una década la camiseta blanca del Real Madrid. Ninguna de esas dos vidas estaba registrada, en realidad, en la lista de mi "cuerda" vital y, de la pobreza a la más absoluta miseria, se cruzó en mi camino la literatura y me salvó de la nada. El padre del nesólogo era un obrero republicano que, tras trabajar duro en la vida, casi todos los días se pasaba por el Maquila, la taberna de referencia lagunera, se echaba sus cositas de vino y ron y, finalmente, gritaba un ¡Viva la República! En la misma barra de esa taberna, nosotros, los estudiantes de segundo de Filosofía que a veces lo acompañamos respondíamos al grito del padre del nesólogo con otros gritos iguales y más altos y con un par de copazos por la felicidad de la juventud.

Después, cuando conocí al nesólogo, nos hicimos amigos cercanos, tuvimos noches de tumbos por las calles interminables de Madrid, hablando de la lengua griega, de los fantásticos jeroglíficos gramaticales de la poesía griega y latina, discutiendo de política, recitando en alta voz algunos poemas significativos de la Antología rota de León Felipe, versos de César Vallejo o de Rubén Darío, y algún poema salvable de Nicolás Guillén. Éramos redomados defensores del castrismo, nos creíamos trostkos de primera línea y combatientes de la vida por los siglos de los siglos, amén. El nesólogo terminó votando el PSOE en tiempos de democracia y llegó a ser uno de los profesores e investigadores de la filología clásica en España. Se hizo experto en islas, que eso es lo que significa nesólogo, e inventó la palabra nesología como una una ciencia filológica. Es el nesólogo, por eso mismo y muchas más, un estudioso contumaz de la cosa clásica y un discutidor exasperante a la hora de hablar de cuánto sabe. Cada vez que nos vemos nos acordamos de nuestros mejores profesores y recordamos algunas de las clases del propio Luis Gil, algunas de las tenidas hasta el amanecer que mantuvimos con unos vasos en nuestra mano en las que aprendíamos tanto como en el aula. Nos acordamos de José Sánchez Lasso de La Vega, de su rigor como profesor, de su exigencia como investigador, de su sintaxis griega y de su Sófocles, imposible de superar al día de hoy. Hablamos de Rodríguez Adrados, otro sabio vivo, y de su incansable construcción de un diccionario griego-español que recoja toda la literatura griega en sus entradas, un diccionario que no se termina nunca. Y agradecemos y nos congratulamos de haber escogido estas lenguas para disciplinarnos en el conocimiento de las literaturas antiguas. Por eso me río cuando alguien habla del Ulises de Joyce sin haber leído antes la Odisea de Homero, aunque  yo soy de los que me adscribo a la escuela inglesa que sostiene que el autor de esa magnífica epopeya griega es autora, una mujer, y no un hombre. En fin, quería darles noticia del nesólogo y espero haberlo conseguido. Ahí sigue el hombre, navegando por las islas como un vagabundo de Conrad, a la búsqueda de un tesoro imposible, la felicidad.

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