A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

Amar un horizonte

12 abril, 2017 10:12
Derek Walcott

Derek Walcott

Compré un ejemplar en inglés de Omeros en la librería de la Universidad de Harvard, en Boston, durante una corta visita a la cumbre académica de USA. Me hubiera gustado, en esas horas en Harvard, conocer a Derek Walcott, de quien en 1990 ya sabía que era uno de los más importantes poetas y dramaturgos del mundo entero. Era un poeta porque, además, era un exégeta de su tierra, un intérprete sagrado que en cada una de sus palabras poéticas nos descubre un secreto antiguo, las letras y las páginas del mar, el viaje, los dioses, el bosque, el animismo como creencia poética, la mitología real o ficticia que procede de África y se encarna en un pequeño territorio que también visité durante unas pocas horas: la isla de Santa Lucía. Pensando en la isla, en su isla, en las islas, pero esencialmente en sus raíces caribeñas, lo escribió Walcott con una claridad  y una plenitud únicas: "amar un horizonte es insularidad". Esa isla ínfima ha dado, sin embargo, algunos premios Nobel de disciplinas no sólo literarias, sino científicas y especulativas. Esa isla mínima es para el poeta Walcott el universo microscópico e infinito del que se alimenta y retroalimenta su poesía y, en general, su creación literaria.

El ejemplar de Omeros que adquirí en Harvard es una edición en inglés de Farrar, Straus and Giroux, de tapa dura, y con una cubierta dibujada por el poeta en la que ve un cayuco en el mar azul lleno de nubes, el mismo trabajo, el mismo dibujo que aprovechará mi inolvidable amigo Julio Vivas para la portada de la edición española de Anagrama, una edición bilingüe, versión de José Luis Rivas. Omeros es un galope de palabras sobre el océano que explica el origen legendario del negro Caribe de Santa Lucía, la esclavitud y la libertad, la historia y el mito, en un sincretismo perfecto entre la leyenda homérica griega y sus personajes, y sus dioses, además, y los de creación caribeña: un canto interminable en una caravana donde no sobra ni falta nada, donde cada palabra es la palabra exacta. El orden de las cosas es en Omeros el orden natural y la creación del mundo. El poeta es un dios que escribe y construye su mundo palabra a palabra: muchos lo han intentado pero pocos lo han conseguido. Walcott es uno de esos poetas que, en comunicación con el Gran Arquitecto, y estoy seguro de que sin saberlo ni proponérselo, consiguió ese orden sobre las palabras que las hace perfectas, pulidas y completas como estatuas de ébano que recuerdan a las esculturas míticas de la Grecia clásica.

Después leí Islas, en español, en la edición de Juan Carlos Llop, y leí El testamento de Arkansas, y sus ensayos fastuosos, y La abundancia, en traducción de Jenaro Talens y Vicente Forés. Y después de leerlo y admirarlo, pude conocer a Walcott en Madrid, en casa de Beatriz García-Menocal, donde estaba acompañado nada menos que por su amigo Arthur Miller. Hablé con el poeta, que me preguntó de dónde era. "De las islas", le contesté sonriendo. "Canarias", añadí. Se puso muy serio, me miró como el que ve a un enemigo repentino y me dijo que había estado allí y que no volvería nunca más. El Nuevo Dante lo había invitado a uno de sus congresos poéticos organizado para mayor gloria personal y lo había engañado. Le había prometido no sé cuánto dinero por un recital de sus poemas en público y, finalmente, le dio sólo la mitad de lo convenido. ¡Cuatreros de la literatura! Hay tantos y tantos, que se podría inaugurar un género literario con la inefable e infame turba de los cuatreros de la literatura.

Ahora Walcott se ha marchado para siempre, pero están, en las bibliotecas de quienes lo admiran, los bellos libros de su poesía y sus dramas, su recuerdo como director de escena y como profesor universitario. Tengo para mí que Walcott, con las resonancias de Whitman y los poetas homéricos saltando sobre el mar, no perdió su tiempo sobre esta tierra. Cuando fui a Santa Lucía busqué su nombre en bibliotecas, en calles, en plazas, en toda la ínfima geografía de aquella isla del Caribe llena de bosque verde. Busqué y encontré sin mucho esfuerzo las huellas de Walcott y el reconocimiento que sus paisanos isleños le dieron al poeta en vida. Un poeta que, si no se hubiera marchado a estudiar fuera de su isla, no habría escrito jamás sobre ella y tal vez no habría escrito ni una de esas líneas fantásticas que nos construyen el mundo único del escritor negro de los ojos azules. No volvió a mis islas, pero volvió a las suyas y allí murió en la plenitud de su propia personalidad, admirado por todos y aplaudido incluso por los dioses y héroes que él creó con el barro de su palabra. Eso es Walcott resumido en un verso: "Amar un horizonte es insularidad".

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