David Lynch junto a parte del elenco de <em>Twin Peaks</em>

David Lynch junto a parte del elenco de Twin Peaks

El regreso de Twin Peaks ha vuelto a poner sobre la mesa una pregunta de los analistas "más profundos": el porqué de nuestra fascinación por la serie de Lynch y Frost. Por regla general, la fascinación que nos provoca una obra de arte se deriva de nuestra identificación con ella. En una serie de televisión, un cuento, una película o una novela, la fascinación no sólo se produce en nuestra mente por el enigma sino porque hacemos nuestro el relato: "intimamos" con él, hasta vernos en la pantalla con su propia existencia. Los personajes: frívolos, mendaces, mediocres, dipsómanos, drogadictos, esquizofrénicos, ladrones, traidores, imbéciles, incultos, paranoicos y delincuentes. Lo queramos ver o no, esa -la de Twin Peaks- es la gente entre la que vivimos, la que se cruza con nosotros en las calles, la gente "normal" que en la oficina no hace más que traicionar al compañero que ayer les hizo un favor impagable. Nos fascinan porque formando parte de nuestra sociedad, nosotros creemos que no existen o, en fin, que no son como nosotros.

Un ejemplo que no es de Twin Peaks, pero que lo parece: aquel llamado Jesús Gil, un delincuente obsesivo, patán de jacuzzi, animal de establo sin redención posible; hombre de mal gusto, cateto y paleto; ladrón, mentiroso y todo lo demás. Diremos, con nuestra natural bondad española, que era un pícaro enloquecido muy propio de nuestro país. No: como Gil hay muchos y llegan a puestos más altos. ¿Acaso no es Donald Trump, el presidente de los Estados Unidos de América, un personaje propio de Twin Peaks? Creado a su imagen y semejanza por lo peor de los Estados Unidos de América, no ha llegado a robar Marbella, sino a destrozar el propio sistema de los Estados Unidos y lo poco que queda de limpieza en nuestro mundo occidental. No es un ejemplo exclusivo. Creemos que las series y las buenas películas americanas son producto de la ficción de geniales guionistas, genuinos directores y excepcionales actores. No es así: la ficción es realidad, se da después de ella o la profetiza. Ahí tienen todas las películas, los cómics, los cuentos, el arte integral de quienes predijeron la caída de las Torres Gemelas. Y esos asesinos son como nosotros. Ya sé: no somos nosotros, pero, hasta que se dan a conocer, se parecen a nosotros. Sólo cuando el atentado, el robo o el delirio es evidente se produce en nosotros un sentimiento encontrado: el rechazo y la fascinación. El rechazo por ética y por miedo, la fascinación por el terror y la estética misma de la destrucción.

Twin Peaks es el sinsentido de nuestras vidas elevado a obra de arte fílmica, llena de incertidumbres y enigmas que consagran aún más la curiosidad intelectual que desarrollamos mientras estamos viendo sus episodios y nos damos cuenta de que a muchos de los personajes que atraviesan el escenario, aunque sea en una única secuencia, ya los hemos visto en otras ocasiones: no en la pantalla, sino en nuestra propia vida. Cada personaje de los que observamos que caminan por la calle como nosotros a una hora clara del día está en nuestras vidas, en nuestras miradas, en nuestra imaginación, en el vértigo mismo de la sordidez que delatan y en la estupidez que recomiendan como conducta cotidiana. Los hombres y las mujeres de Twin Peaks son propios de un microcosmos que, mutatis mutandis y sin hacer mucho esfuerzo mental, también es el nuestro, el de nuestro pueblo o el de nuestro barrio, el de nuestra ciudad. Twin Peaks tiene éxito entre públicos variados porque nosotros somos eso, un público variado, el mismo que hace muchos siglos asistía a la puesta en escena de las tragedias escritas por Sófocles y, otros muchos años después, volvió a escribir Shakespeare. Twin Peaks es la puesta en escena hoy mismo de Faulkner y Galdós, la misma historia repetida mil veces de manera diferente en el mundo entero. No es ficción, son la realidad de la vida, de la vida y de la realidad salen y en la realidad y la vida entran constantemente. La prisa nos hace un favor: no reflexionamos lo suficiente para ver que vivimos inmersos en un terror cotidiano, que cada minuto la sordidez y la maldad ganan un. Pequeño o gran territorio, que el disparate de la vida no es otra cosa que la vida misma de la que no escapamos sino cuando morimos. Entre la gente que vivimos, hay que preguntarse de vez en cuando, exactamente cuando una obra de arte nos hace ir más allá de la estupidez del entretenimiento de la trama, para qué vivimos esa vida y quiénes somos realmente. ¿Es el mundo de hoy un universo distinto al que describe Twin Peaks, aquel que empezó para Lynch en Terciopelo azul o Mulhollan Drive?

Estaríamos verdaderamente locos -y tal vez es así- si creemos que Lynch es un loco que nos cuenta sus locuras y no un artista genial que reproduce en sus películas nuestras tragedias llenas de enigmas.