Pasillos del inmenso recinto de la FIL de Guadalajara

Pasillos del inmenso recinto de la FIL de Guadalajara

Todos los años por estas fechas se produce un milagro en Guadalajara, México: en medio de un país convulso y violento, se celebra la Feria Internacional del Libro. Un gentío inmenso hace colas y paga su boleta para entrar a ver los libros, la enorme cantidad de libros que se exhiben en la FIL. Es un fenómeno único en el ámbito de la lengua, el mundo editorial y la literatura. Más de 800.000 personas visitan la feria en estos días, mientras una jauría de escritores, más de 700 de todo el mundo, hablan, beben, se ríen, se intercambian libros y se pasean por las calles, los hoteles de cinco estrellas y el recinto de la feria. Como si todos fueran consagrados; como si parte del sueño ambicioso que tuvieron cuando eran jóvenes e indocumentados se estuviera celebrando con ellos de protagonistas de su propia película. El sueño dura poco, unos días simplemente, pero pueden reclamar memoria en adelante para decir que estuvieron en la FIL de Guadalajara, en pleno milagro jalisciense.

Hablamos de Rulfo o de Onetti, de la ausencia definitiva de Carlos Fuentes, mientras vemos a Silvia Lemus, su viuda, caminar despacio por el lobby del Hotel Hilton. Esa especie, el lobby del Hilton, tiene una película por hacer. Por ahí, por sus pasillos, restaurantes y bares, los escritores se disparan caminando como si fueran héroes de una patria inalterable. Esa pasarela internacional les incita a seguir creyendo que todos son, somos, grandes escritores internacionales. Sergio Ramírez anda lento, pero glorioso por el Cervantes, que llegó un poco tarde, pero no se nota.

En ese mismo lobby, y en las fiestas que las editoriales celebran todas las noches, los egos de escritores y escritoras exhalan una esencia de triunfo: viven un milagro, presentan sus libros recién editados, ven a sus amigos, huyen de ciertas presencias desagradables, que las hay. Solo, desubicándose y algo triste, un crítico peruano que ayer, hace años, hacía y deshacía en el cogollo de la FIL, anda solo, come solo, mira solo, al vacío en el que se metió cuando criticó el premio concedido a Bryce Echenique. Parece un apestado que se autoinvita para que lo vean. Pero no es el único. Aquí, los egos son multitudinarios y exigentes, en esta convocatoria de escritores de todo género, una suerte de reunión conjunta de jóvenes estrellas y viejos estrellados, entre los cuales –entre estos últimos– me encuentro para mi propia placidez.

Casi se me olvidaba: Madrid es el "país invitado", pero no hay ni una mínima mesa redonda que recuerde a Galdós, ni el Madrid de Galdós; no hay una mesa que recuerde el Madrid de Valle. Las críticas vienen en los periódicos, pero no contra la FIL y su directiva, que lo bordan todos los años y a ellos se debe el milagro, sino a los organizadores del municipio de Madrid; críticas que van desde los sospechosos mecanismos de selección de los escritores invitados para representar a la capital de España hasta la idoneidad de ciertas mesas redondas. La música, bueno, camina, pero nada más. Y, claro, todo el mundo se divierte. Ayer presenté junto a Jorge Hernández, mexicano de Madrid, y Martín Casariego, una antología de autores que hablan y escriben de Madrid, publicado por Alfaguara, que será una de las joyas bibliográficas que recordaremos de esta celebración milagrosa. Claro, hay algún importante periódico que no hace la más ligera crítica de esta organización municipal y espesa de Madrid. Hay que decir que el Pabellón está muy bien, eso sí. Costó lo suyo, pero está bien. Y Carmena, la alcaldesa, tuvo sus minutos de gloria. Sólo faltaba.

En mi caso, ando muy contento estos días porque he conocido a la escritora brasileña Lucrecia Zappi, que vive en Nueva York. Hoy presentaré su novela, Acre, publicada por la editorial La Huerta Grande, de Phil González Camino. Es una novela extraordinaria. Y lo dije: hoy pululan por los barrios altos de la literatura de lengua española muchos escritores sobrevalorados. Una sobrevaloración que a veces causa sonrojo, qué vamos a hacer, así es el envanecimiento que se produce en el alma de los escritores poco maduros cuando algún medio de información lo señala casi como un genio. Y ahora que ando terminando esta crónica de urgencia, o de emergencia, según se mire, veo desde mi habitación del Hilton cruzar la calle a Paul Auster rodeado de guaruras que abren el paso como si fuera el nuevo director de la CIA. Cuando me lo encuentre en el ascensor se lo comentaré siempre en broma: guárdame un lugar cuando estés en tu reino. Alguien me pregunta a qué escritor le daría yo el año que viene el Premio de la FIL. Lo digo sin dudar: a Patrick Deville. Les recomiendo que lo lean. Hasta la semana que viene, ya en Madrid.