A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

Aquellos poetas legendarios

28 febrero, 2018 10:05
Emilio Adolfo Westphalen

Emilio Adolfo Westphalen

Regreso de Lima lleno de recuerdos, memoria de conversaciones y tertulias literarias y políticas con mis amigos Alonso Cueto, Fernando Ampuero, Fernando Carballo y Pedro Cateriano. Cueto contó, en uno de nuestros espléndidos almuerzos limeños, con helado de lúcuma de postre, que una vez acompañó al legendario poeta peruano Emilio Adolfo Westphalen a la casa del no menos legendario poeta Martín Adán, tan hermético en su poesía como lo fuera el propio Westphalen. Martín Adán vivía muy cerca de la Catedral de Lima, en el centro de la Ciudad de los Reyes, y llegaron a verlo a horas de la siesta. Tocaron a la puerta. Nadie contestó. Volvieron a tocar. No obtuvieron sino silencio como respuesta. Cueto se aventuró a abrir la puerta y entraron en la casa, dentro de una oscuridad casi nocturna. Después de varios segundos registrando habitaciones, llegaron al fondo de la casa donde Martín Adán dormía una muy resistente siesta. Lo despertaron. "¡Emilio Adolfo!", saludó el otro poeta un poco asustado. Se incorporó en la cama y, sin levantarse del todo, comenzaron a hablar. Después de una larga conversada, Martín Adán le preguntó de repente si Alan García, presidente peruano, era una persona de verdad o un invento de Luis Alberto Sánchez, aprista, profesor, crítico de suma importancia. "Es que Luis Alberto se ha inventado a muchos escritores peruanos, incluso se ha inventado", reclamó Martín Adán, "toda la literatura peruana. Te lo pregunto para estar seguro de que García no es de verdad, sino un invento más de Luis Alberto", terminó el poeta. César Moro, Eielson, Martín Adán, Westphalen: aquéllos legendarios poetas peruanos, surrealistas y mandados, progresistas, abiertos al universo entero de las letras y sin embargo pegados a la tierra. "En todas partes cuecen habas, pero en el Perú siempre se cuecen habas", sentenció para siempre César Moro, el profesor Fontana en la novela de Vargas Llosa.

Recuerdo a Emilio Adolfo Westphalen llegando al congreso de escritores hispanoamericanos celebrado en Canarias en 1979, con las primeras libertades de la democracia. Los organizadores nos equivocamos con su hospedaje y, en lugar de situarlo en un hotel de la ciudad, lo destinamos por error al hotel de campo, en el pueblo de Santa Brígida, hotel que, por ser mucho más frío ese pueblo (situado a unos 600 metros sobre el nivel del mar), fue llamado por el gran cronista Víctor Márquez Reviriego "Santa Frígida". Por oposición, en su crónica sobre el congreso, al que asistieron 250 escritores del ámbito de nuestras literaturas, Márquez Reviriego llamó desde el principio al Hotel Iberia como "Hotel Siberia", sito en la capital, al nivel del mar. Cuando nos dimos cuenta del error cometido "contra" Westphalen fuimos a verlo al "Santa Frígida" y a pedirle que se viniera con nosotros a hospedarse en el "Hotel Siberia", sobrenombre que ya había corrido mucho, y con mucho éxito, entre los escritores congresistas. Noté que el ya viejo poeta, aunque Fernando Carballo me dijo en Lima que en ese momento no era tan viejo, se asustó, nos puso ojos de miedo y, casi tiritando, nos dijo: "Prefiero quedarme en Santa Frígida que ir a una habitación en Siberia". Era un tipo genial, con una contestaciones fabulosas, un poeta que hablaba muy quedo pero no daba puntada sin hilo. Sus libros están ahí y son un ejemplo de aquella poesía legendaria de los poetas peruanos de la época.

Fuimos a Lima para llevar a cabo, en el Centro Cultural de la Universidad Católica (lleno a reventar en esos dos días de reuniones y mesas redondas), un homenaje al gran artista peruano Fernando de Szyszlo, fallecido en un accidente estúpido junto a su mujer Lila el año pasado: se cayeron por la escalera de su casa, cuando bajaban a desayunar aquella mañana aciaga. Szyszlo contaba de su vida en París, en los tiempos surrealistas, junto a algunos de los poetas citados, la vida sin dinero que llevaban "fumando como murciélagos" y casi muertos de hambre. El peruano era muy amigo de Óscar Domínguez, un pintor extraordinario, vinculado a Gaceta de Arte y a la facción surrealista de Tenerife. Domínguez, era un gran falsificador de cuadros de Picasso (con la aquiescencia del genio), y casi nunca tenía dinero en el bolsillo. Un día, en el París tomado por las tropas nazis de Hitler, Domínguez le vendió a un alto oficial alemán un "cuadro" de Picasso. Llegó entonces de Alemania un experto picassiano y reveló que el cuadro que había vendido Domínguez era falso. Detuvieron al pintor y llamaron a Picasso para que testificara si aquel era un cuadro pintado por él o no. "Sí, señores, es mío", testificó Picasso, "¿quieren que lo firme otra vez?". Domínguez quedó libre, pero pintar un Picasso era la mejor manera que encontraba para salir del hambre. Se llegaba siempre a ver a Picasso con un cuadro bajo el brazo y cuando salía de la casa del gran artista, desplegaba el lienzo y le pedía a Picasso que lo firmara "porque lo tengo vendido en 25.000 francos, una cantidad que me hace falta". Esta última anécdota la conté yo al final de uno de los días de homenaje a Szyszlo, tiempo del que ya siento una rara sensación, entre la añoranza y la melancolía de la ausencia del amigo.

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Jennifer Steinkamp: "El movimiento puede cambiar el espacio"

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