A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

Arias de añoranzas

11 abril, 2018 10:11

Todas las tardes de este último fin de semana, casi al caer el sol, me senté en un banco de piedra de una calle cercana al Zócalo, en Ciudad de México (donde estoy en estos momentos mientras leen ustedes esta nota llena de añoranzas), a escuchar a unos músicos callejeros que tocaban, una tras otra, arias de ópera muy conocidas. Pasé ratos inolvidables durante esas audiciones regaladas por la sincronicidad del instante real y mis recuerdos. A veces me agarró la nostalgia como en un corrido mexicano, de esos que Carlos Fuentes se arrancaba a cantar en las francachelas nacionales e internacionales en las que tanto participó. El paseo de la gente, una multitud interminable, por esa calle peatonal que desemboca en el Zócalo, me angustiaba a veces: me recordó, en algunos momentos extraños, a las multitudes indias de Nueva Delhi en un mercado de fin de semana. Esa multitud era gente humilde casi siempre, gente que lleva a sus hijos a ver el Templo Mayor o a escuchar si no arias, cánticos de los diferentes pueblos de México.

Creo recordar que es la primera vez que me siento en ese banco de piedra, rodeado de esta parte del pueblo mexicano de fin de semana, una mescolanza semejante a la de la ciudad de Lima durante algunas fiestas patronales. Me sentí lo que soy entre esta gente simpática: un extranjero en tierra amiga siempre por descubrir en sus profundidades anímicas, en sus sentimientos renovados en este lugar, la región más transparente del aire (según el poeta) donde la esperanza, como dice Juan Villoro, no está precisamente de moda. Sí, me agarró la nostalgia y sucumbí a la añoranza que me permiten ya mis bastantes años de experiencia en esta tierra que tanto he visitado y que tanto recuerdo cuando no estoy en ella, y que, finalmente, tanto añoro si no la visito, siempre con una excusa literaria, por lo menos una vez al año. A mis espaldas, por ahí viene también la nostalgia cuando sigo sentado en ese mismo banco de piedra y fumo un par de puritos que provocan el humo que me gusta para escuchar música (sea cual sea, pero el jazz mucho más), está la entrada del Gran Hotel Ciudad de México, donde se rodó una parte de la película Missing (Desaparecido) (Costa-Gavras, 1982) y donde yo me hospedé en 1982 durante las siete veces que vine a México acompañado por una infame turba de escritores encabezada siempre por Carlos Barral, del que tampoco me olvido nunca. Cuando entonces, la España nueva de la democracia estaba de moda en lo que fue la Nueva España durante el Imperio en el que no se ponía el sol.

Veníamos a hablar de literatura y de las euforias de las que gozábamos los españoles en España con la recuperación de la libertad en aquellos años, aunque en realidad veníamos siempre a lo mismo: a hablar en público, y en los medios de información (sobre todo en la televisión), de nosotros mismos, los escritores y de nuestros vicios predilectos y confesados: la literatura y el alcohol, y no sé bien si por este orden. Ahí, entre la literatura, esa discusión interminable, y los tragos y los egos y la madrugada también interminable, aparecían como ángeles las mujeres que querían a los escritores; las mujeres a las que les gustaba beber, escuchar y estar con los escritores. Hay por ahí, en algunos de mis archivos hoy perdidos, una fotografía en la que estamos delante de una gran manifestación sindical, camino del Zócalo en la celebración de un Primero de Mayo, José María Vázquez de Soto (el recitador más completo que he oído nunca de los versos de La Divina Comedia en la lengua de Dante) y José Esteban, mi compinche más cómplice de toda mi vida. Recuerdo que después caminamos al lado de la manifestación y asistimos, y escuchamos con atención, el discurso populista (como el de todos los Primero de Mayo de todos los años) de Fidel Velázquez, el jefe de los sindicatos más poderosos de México, que mandaba tanto en el país como el señor Presidente de la República. Desde lejos, el líder sindical mexicano parecía ser un hombre sin edad y, sin embargo, de años ya incontables, cien o muchos más y lo digo sin exageración...

Ahora, mientras escucho las arias reconocibles en la voz de una muchacha hermosa y veo a la gente cómo aplaude al terminar ese milagro de canto, me vuelvo a preguntar cuán deprisa ha pasado el tiempo de estos años, el tiempo de las aventuras, los privilegios, los amigos, los enemigos que se hacían pasar por amigos, la pasión por la escritura, por las mujeres, el trago y las mazurcas verbales con las que nos subíamos al ático de nuestro propio ego juvenil para conquistarnos a nosotros mismos. ¡Sí, qué jóvenes fuimos nosotros y todos un día!, como exclamó aquel gran poeta francés a quien acabó de citar a mi manera. ¡Cómo han pasado los años, distancia!, cómo llega la añoranza, canción, y se pega al alma atenta del hombre viejo que oye la música sentado en un banco de piedra, a su medida, muy cerca del Zócalo, en Ciudad de México, y de sus recuerdos llenos de añoranzas...

Image: Nellie Bly, la periodista que venció a Phileas Fogg

Nellie Bly, la periodista que venció a Phileas Fogg

Anterior
Image: Juan Mayorga, nuevo académico de la RAE

Juan Mayorga, nuevo académico de la RAE

Siguiente