A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

Oyendo llover en Tlaquepaque

5 diciembre, 2018 09:35
Imagen del centro histórico de Tlaquepaque

Imagen del centro histórico de Tlaquepaque

Esa mañana llovió mucho sobre Guadalajara, México. Salí a la explanada que está delante del Hilton donde nos condenan en un rincón desastroso a los fumadores. Estaba sentado allí un hombre mayor a quien desde lejos reconocí: el novelista portugués Lobo Antunes. Le di un grito de salutación que él respondió con gran cercanía y hablamos durante una hora de todo lo que se nos ocurrió. Ni un segundo dejamos de fumar mientras yo repasaba Esplendor de Portugal y le recordaba a Lobo aquella entrevista que le hicimos para "Los Libros" en La 2 de RTVE, en la que el novelista hablaba de su madre y lo que ella le respondía cada vez que el entonces muchacho Lobo Antunes le preguntaba por algo que no comprendía: "Porque es el orden natural de las cosas", contestaba su madre. El orden natural de las cosas llegó a ser el título de una de sus mejores novelas. Lobo, el gran superviviente de la novela en portugués.

Después nos fuimos a Casa Luna, al pueblo de Tlaquepaque, al que el turismo no ha podido quitarle sus tradiciones y leyendas de fantasmas. Comimos en Casa Luna, uno de los restaurantes más deliciosos de la cocina moderna mexicana. Probé el huitlacoche con pasta, camarones y tomates cherry. Una maravilla difícil de olvidar para la memoria del paladar y para un paladar con memoria (así es el mío, felizmente).

En todo ese mediodía y en toda tarde dejó de llover sobre Tlaquepaque, un lugar que siempre visito cuando vengo a la FIL de Guadalajara. Hay algo aquí que te hace lanzarte a sus calles y pasearlas hasta el final del día, pero en esta ocasión el aguacero incesante no permitió ese placer de entretenerse en las cantinas, fumar en las terrazas y oír hablar y ver pasar a la gente de este lugar maravilloso. Durante tres horas y media fuimos felices en Tlaquepaque, en Casa Luna, con manjares, canciones y conversaciones sobre literatura: sin cesar, oíamos llover en Tlaquepaque, mientras las guitarras del Trío de los Fantásticos atacaban una y otra vez, corridos, lloronas, boleros, sones y demás lágrimas poéticas y musicales: otra delicia llena de tradición, de ecos de guitarras y bajos que entonan canciones que ya están casi olvidadas. Durante ese tiempo, noté que no entraba ni salía nadie del restaurante: como si el mundo se hubiera paralizado fuera por efecto del diluvio, del que decían que no era normal en estas fechas. A mí, el ruido de la lluvia cayendo sobre el tejado me parecía un acompañamiento musical a nuestra felicidad de aquellos momentos. Pero fuera estaba ocurriendo el drama sin que nosotros, escritores españoles que habíamos sido invitados a comer en Casa Luna por algunas autoridades mexicanas del lugar, nos diéramos cuenta de nada. Hubo, eso sí, llamadas de entrada y salida, pero personalmente, mientras oía llover y me centraba en la música del Trío de los Fantásticos (a 100 pesos por pieza musical), no noté que ocurriera nada raro.

Cuando salimos del restaurante, ya oscurecido el día y mientras no dejaba de llover sobre Tlaquepaque, un amigo mexicano, Humberto Carrillo Luna, para nosotros "El Licenciado", nos confesó lo que había pasado: en principio, a doscientos metros de nuestro restaurante, mientras escuchábamos la música humana y el llano prodigiosamente divino de la lluvia en Tlaquepaque, durante esas tres horas de nuestra felicidad dentro de la Casa Luna, se había desarrollado una batalla impresionante. La radio había anunciado que habían muerto, en ese enfrentamiento, seis personas, la mitad policías. Sucede con mucha frecuencia, nos dijeron nuestros amigos mexicanos. 26.000 muertos por violencia el año pasado: reporte oficial, desde luego. Una tragedia. Los narcos se crecen a la primera de cambio: no es una broma, son un Estado dentro de otro Estado. Los dos Estados, el que es Estado de verdad, y se supone que bueno, trabaja contra el malo, el Estado del narco, que ha sabido y podido integrarse con su violencia extraña en la vida de los mexicanos. El asunto es, dicen los mexicanos, no tropezarse con ninguno de los dos, y mucho menos en uno de esas terribles guerras parciales como la que vivimos en Tlaquepaque, mientras llovía sin cesar y oíamos salir de las guitarras, los guitarrones y los bajos espléndidas canciones de amor con letras fantásticamente poéticas. ¡Ah, México, lindo y querido! Aunque tenga poco que ver con México, he escogido para el tercer tomo de mis memorias un título por ahora inamovible que tiene que ver con la letra de esa canción: "Si muero lejos de ti". México, su vida fantástica, su violencia terrible y creciente violencia: los dos Estados luchando uno contra otro, y la ciudadanía a lo suyo, sin mezclarse o sin que se note que se dan cuenta. Al final, cuando seguía lloviendo incesantemente sobre Tlaquepaque y regresábamos entrada la noche a nuestro Hilton en Guadalajara, la radio rectificó: en la batalla de la tarde y en los enfrentamientos subsiguientes, sólo hubo dos muertos. México lindo y querido.

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