A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

Todas estas muertes

16 enero, 2019 09:46
Claudio López de Lamadrid

Claudio López de Lamadrid

Claudio. Claudio López de Lamadrid. Lo conocí en una cena, cuando todavía él era casi un niño, un joven adolescente, en un restaurante de Barcelona que visitábamos una noche sí y otra también. Se llamaba La Balsa, y allí estaban casi siempre en la noche Beatriz de Moura y el inolvidable Tony López de Lamadrid, su tío, el hombre que lo ayudó a meterse en los andares editoriales que fueron su pasión hasta su muerte hace unos días. A veces era cáustico, a veces empático, siempre noble y honesto. Quiso ser un editor de los de siempre, escogiendo como modelos secretos a los mejores. Y lo había conseguido. Era una referente en el mundo editorial y literario de toda la lengua española, un hombre aparentemente tranquilo con una sonrisa que aparecía siempre en su rostro cuando veía a algunos de sus muchos amigos. Olfato, intuición, lecturas, mundo, educación, solvencia intelectual, curiosidad cultural. Eso era Claudio: una esponja intelectual que aprendía a la primera lo que muchos no aprenden ni a la décima vez que se presentan las ocasiones de hacerlo. Su muerte repentina es un fracaso para todos nosotros, que no tenemos responsabilidad sobre ella. Es un fracaso porque Lamadrid deja un vacío difícil de llenar; un vacío profesional, desde luego, y un vacío de amistad y bonhomía que pocos mantuvieron como él hasta su muerte. Todas estas muertes repentinas de estos días, y los recuerdos de las muertes imprevistas de amigos de hace muchos años, me tienen entristecido hasta más allá de las médulas sentimentales. Más que entristecido, irritado contra el mundo, de repente otra vez, una vez más, el enemigo que nos arrebata el placer de la presencia de los amigos, de aquellos amigos a los que queremos tanto todavía porque nos ensañaron tantas cocas como golpes de respiración tuvieron junto a nosotros.

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