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A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

Aunque la vida sigue

13 marzo, 2019 07:58

Nada ni nadie avisó de su muerte inminente, porque ella era todo lo contrario: la crónica de una vida plena. La noticia me llegó desde muy lejos: Santiago Gil, su pareja, me anunciaba con palabras de tristeza la muerte de Chiqui Castellano. En su mensaje de voz, que escuché tembloroso dos o tres veces para percatarme de lo que estaba oyendo, las palabras flotaban como pompas llenas de ecos en cada sílaba. Como si el mensaje, teñido de una ansiedad creciente, fuera finalmente a desmentir la mala broma de la muerte.

En donde se encontrara, Chiqui Castellano era la alegría de vivir: la alegría de respirar, la amistad, la empatía, la generosidad, las ganas de que la gente fuera feliz y estuviera contenta; era el afecto, la atención, el respeto; era un asombro discreto de una humanidad necesaria para una sociedad que está poco a poco perdiendo la herencia de la hidalguía, las formas del respeto, la sinceridad; una sociedad llena de hipocresía y mentira, de superficialidad selvática y de crecientes defectos. Por eso Chiqui Castellano era un asombro sin enemigos, una excepción, la pieza clave en un mecanismo que sin ella va a chirriar de aquí en adelante, aunque la vida sigue.

Desde que la conocí, apenas hace seis meses, me di cuenta de que ya formaba parte de los afectos inamovibles de mi alma, esos seres de luz que nos dan todo lo que nos falta, desde la esperanza a la fe en la Humanidad.

Directora del Museo Canario de Las Palmas de Gran Canaria, estaba preparando con Santiago Gil y conmigo la visita que en septiembre giraría a esa casa de la memoria insular el Premio Nobel francés Jean-Marie Gustave Le Clézio, que ya había estado en el museo "de las momias" cuando era muy joven, en una estancia con su padre en Canarias. Chiqui Castellano había abierto a los niños esa casa de "las momias", como decía Le Clézio, y caminaba con pasos muy serios y profesionales porque otra vez el espíritu intelectual del Doctor Chil se aposentara en el museo del que él, Chil, había sido uno de los primeros patrones y fundadores.

Sí, Chiqui Castellano había abierto el museo a los niños para que supieran desde el principio de su razón que allí, en su ciudad, había lugares sagrados que los ilustrados de su isla, Gran Canaria, habían puesto en pie contra la incuria cotidiana y la costumbre terrible del olvido. Y había puesto en pie y modernizado en sus formas una casa-museo que es un emblema de nuestra memoria colectiva, sin añadidos políticos, partidistas o ideológicos.

Aunque la vida sigue, la vamos a echar en falta cada vez que la necesitemos. Santiago Gil es un hombre fuerte, un novelista sobresaliente, un tipo de esos, ya antiguos, que cree en la literatura contra todos los vientos, mareas y mediocridades que se le pongan por delante. Íbamos a hacer una fiesta, con Alonso Cueto, conmigo y con él, una celebración de la literatura viva al salir de imprenta su inminente El gran amor de Galdós, donde, estoy seguro (ya he leído la novela), hay vestigios escondidos del gran amor de Santiago por Chiqui Castellano y de ella por él. Cuando ellos dos estaban con algunos de nosotros, teníamos la impresión de sentir esparcirse en el ambiente de la conversación una suerte de calma, de conciencia de placidez, de cercanía cómplice.

Bajo un laurel de Indias centenario, en Los Llanos de Aridane, isla de La Palma, la sombra del tiempo en septiembre es de un frescor apacible que ayuda a serenar el alma, que hace crecer las ganas de vivir, que alegra la respiración. Y en el centro de esa euforia casi repentina, siempre estuvo la sonrisa clara, franca, abierta, de dientes blanquísimos, la sonrisa convincente y atractiva de Chiqui Castellano, deportista, amante de la vida, envidiable ser humano que iba creciendo en sus días y esparciendo por todos sus ámbitos esa humanidad suya que ahora estoy escribiendo con cierta torpeza pero con todo el corazón.

Aunque la vida sigue, es imposible olvidar a esta mujer entera que era el retrato firme de la resistencia del ser humano contra la desidia y la desmemoria. A los 48 años de edad, entrando en el vuelo de la vida, la Sayona se llevó a un ser necesario que todos los que la conocíamos sentíamos como nuestra. Por eso ahora nos duele. Por eso, aunque la vida siga, no me creo todavía que Chiqui Castellano se haya ido para siempre porque estoy seguro que su ímpetu vital y su espíritu alegre estarán siempre con nosotros. No es fácil escribir a la muerte de una amiga tan firme y necesaria. Esa pieza clave falta ahora en el engranaje y el mecanismo de nuestros afectos del alma, aunque la vida sigue. Y yo, perdonen ustedes mis lectores, la recuerdo y lloro.

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