En plan serie por Enric Albero

Las series y Stan Lee

19 noviembre, 2018 18:09

Hay personas a las que la muerte les sienta bien. Sus necrológicas blanquean una biografía en la que no hay espacio para la oscuridad, como si en el obituario de Hitler figurara que organizó muy bien los Juegos Olímpicos del 36. Valga la hipérbole, lanzada sin ningún afán comparativo, para hablar de Stan Lee, factótum de lo que en tiempos fue la editorial de cómics Marvel, hoy engullida por ese agujero negro de la industria del entretenimiento que es Disney. Si bien es cierto que el guionista de Nueva York ayudó a crear personajes que hoy forman parte del imaginario colectivo de diferentes generaciones, como Spider-Man o Los Vengadores, no lo es menos que la labor de Steve Ditko o Jack Kirby debería ser igualmente reconocida a la hora de valorar el éxito de esta legión superheroica. Ahora bien, la influencia de Lee en términos industriales es incuestionable y, tal vez, sean sus dotes para la mercadotecnia las que le hayan valido el alud de alabanzas que ha colmado la mayoría de los obituarios publicados desde su fallecimiento (a mí me interesa más como ejecutivo multinacional que como escritor).

Para evitar caer en la hagiografía y, al mismo tiempo, vadear el abismo del haterismo, podríamos definir la figura del cocreador de Los 4 fantásticos como una mezcla entre Walt Disney y Steve Jobs, tal y como lo describe Borja Crespo en este minucioso y equilibrado artículo, pero también como alguien que “se quedó con los dividendos y los micrófonos y, en consecuencia, el dominio de la narrativa” en detrimento de otros artistas tan importantes como él en el seno del universo marvelita (la cita procede de esta pieza de Luis Reséndiz). Sea como fuere, la faceta comercial de Stan Lee -revelada por sus habituales apariciones en forma de cameo- está directamente relacionada con la explosión superheroica que hoy vivimos a través del cómic, pero, sobre todo, a través del cine y la televisión.

Orígenes

La adquisición de ‘La casa de las ideas’ por Disney en 2009 tras abonar 4.000 milloncejos de dólares, cambió el panorama del mainstream audiovisual. Pero la presencia de los superhéroes en las pantallas es bastante anterior. Si tenemos en cuenta que los grandes personajes de la Marvel vieron la luz en los años 60, sería atrevido pensar que hasta 50 años después no han dado el salto a las pantallas, por más que a muchos les interese borrar un pasado fílmico y televisivo que no guarda relación, en términos presupuestarios y de calidad, con el glorioso presente de la factoría encabezada por Lee. Sin ánimo de ser exhaustivo -aquí me arriesgo a que los conaisseurs me aticen de lo lindo- podríamos fijar la primera adaptación reconocible para los espectadores españoles en la serie animada sobre Spider-Man que la ABC norteamericana emitió a finales de los sesenta (aunque antes ya existió La hora Marvel). Habría que esperar a 1977 para ver al primer superhéroe de ‘carne y hueso’: Billy Bixby y Lou Ferrigno interpretaron a ‘David’ Banner y Hulk, respectivamente, en la serie difundida por la CBS, El increíble Hulk que, tras su cancelación en 1985, daría pie a tres largometrajes: El regreso del increíble Hulk (Nicholas Corea, 1988), El juicio del increíble Hulk (Billy Bixby, 1989) y La muerte de La Masa (Billy Bixby, 1990). Por aquellas fechas, la CBS también emitió The Amazing Spider-Man, protagonizada por Nicholas Hammond, que fue todo un fracaso.

La fiebre serial de finales de los 70 terminó de golpe, y salvo en algunas series de animación (Capitán América o Las nuevas aventuras de Spider-Man) los superhéroes desaparecieron del universo audiovisual. La nueva hornada de producciones vinculadas con Marvel llegaría a finales de los 80 en forma de películas claramente pertenecientes a la Serie B. Cierto es que, en 1978, el desconocido Philip DeGuere hizo la primera película relacionada con los personajes de la editorial: fue Dr. Extraño y se lanzó directamente en televisión. Después, MCA Home Video la distribuyó en VHS que es el mercado al que fueron a parar la mayoría de las películas de aquella época. Salvo Howard: un nuevo héroe (William Huyck, 1986) a la que por cuestiones infantiles le tengo cariño, pero que costó 34 millones de dólares y fue un fracaso para su productor -nada más y nada menos que George Lucas- el resto de los títulos carecían de presupuesto para reflejar el mundo en el que se ambientaban, además de contar con unos guiones que yo mismo podría haber firmado en uno de esos días de inspiración etílica y grabadora de mano con pilas (que no está uno para escribir después de arrasar el botellero). Ahí están la primera adaptación de The Punisher (Mark Goldblatt, 1989) protagonizada por Dolph Lundgren; la inefable Capitán América (Albert Pyun, 1990) o el Nick Fury (Rod Hardy, 1998) protagonizado por ¡David Hasselhoff! Películas que, junto con Generación X (Jack Sholder, 1996), sirven para echarse unas risas a costa de lo que fueron los inicios cinematográficos de la Marvel.

Fue en 1998 cuando las cosas empezaron a cambiar. Antes, la filial Marvel Films (1993-1996) cambió su nombre por el de Marvel Studios, las dos compañías coproducían películas de sus héroes junto con otros estudios que luego eran distribuidas por otras empresas. Blade (Stephen Norrington, 1998), basada en el cómic de Marv Wolfman y Gene Conlan, fue el primer pelotazo. Dos años después llegaría X-Men que ya contó con un director de pedigrí (Bryan Singer venía de triunfar con Sospechosos habituales y Verano de corrupción) y con la 20th Century Fox detrás. Columbia se encargó del lanzamiento del Spider-Man de Sam Raimi y los sueños de Stan Lee empezaron a cobrar forma. Las tres franquicias (Blade, X-Men y Spider-Man) fueron avanzando a base de secuelas y sus distribuidoras (New Line Cinema, la Fox y Columbia) fueron haciendo caja. A los nombres con caché de Singer y Raimi se unieron Guillermo del Toro (Blade II) o Brett Rattner que venía de afianzarse en la industria con El dragón rojo. Sin embargo, ese primer intento de expansión salió rana. Los fracasos de la pésima Daredevil (Mark Steven Johnson, 2003), la segunda versión de The Punisher (Jonathan Hensleigh, 2004), Elektra (Rob Bowman, 2005), las dos entregas de Los 4 Fantásticos y El motorista fantasma (Mark Steven Johson, 2007), invitaban a pensar en lo peor hasta que Marvel cambió de política y creó sus propios estudios.

Salvo la trilogía de Spider-Man y los diferentes capítulos de X-Men el resto de las producciones que, de algún modo, llevaban el sello Marvel, no satisfacían a sus directivos ni en lo comercial ni en lo artístico (pongan todas las comillas que quieran). Pero con esos personajes poco se podía hacer, puesto que las licencias fueron vendidas a Sony (Spider-Man) y a la Fox (X-Men) que, a día de hoy, siguen haciendo películas con ellos. Sin embargo, el por entonces número dos de la compañía, Kevin Feige, decidió calcar una estrategia propia de los cómics y crear el Marvel Cinematic Universe (MCU) aprovechando que las licencias de los personajes de Los Vengadores todavía les pertenecían. Se trataba de hacer películas sobre cada uno de los miembros de la formación que luego confluyeran en un crossover. Así, se creaba un multiverso en el que héroes y tramas argumentales se cruzaban, los guiños y las referencias garantizaban la complicidad de los fans, y el conjunto ganaba una solidez que por entonces no tenía (eso implicaba contar con una nómina de creativos más o menos estable, pero también de actores).

Todo comenzó con Iron-Man (John Favreau, 2008) y El increíble Hulk (Louis Leterrier, 2008); después llegaron Thor, el Capitán América y Los Vengadores y así sucesivamente hasta crear un catálogo de películas que ya alcanza los 20 estrenos en 3 fases de lanzamiento diferentes que concluirá en 2019 con Captain Marvel (Anna Bolden & Ryan Fleck, 2019) y Los Vengadores 4 (Anthony & Joe Russo, 2019). Para finales del año próximo está previsto el inicio de la cuarta fase que ya incluye seis nuevos títulos. Si ya están cansados de ver a señores y señoras en mallas, necesitarán reiniciar sus vidas en un universo paralelo, me temo.

Pero, ¿y las series?

Creo que era interesante explicar, aunque fuera someramente, el funcionamiento de este engranaje que tan bien supo vender Stan Lee y que ahora halla en Kevin Feige a su continuador. El ya citado MCU no se circunscribe solo al cine, también amplió sus tentáculos a las series de televisión. El desarrollo de teleficciones con sello Marvel estuvo prácticamente parado desde los 80 hasta la segunda década del siglo XXI, a excepción de las intrascendentes Night Man o Mutant X (producidas en Canadá) o Blade: The Series que aguantó una temporada.

El gran cambio para el devenir del estudio en el mundo de las teleseries fue la creación de la filial Marvel Television y el estreno, en 2013, de Agents of SHIELD,  que contaba detrás con Joss Whedon (director de Los Vengadores), un guionista curtido en televisión (Buffy), capaz por una parte, de crear una serie con un ritmo trepidante, que sabía aprovechar sus limitaciones de producción y que, al tiempo, se incardinaba en el MCU haciendo referencia a acontecimientos que sucedían en diversas películas de la franquicia. Agents of SHIELD, que ya va por su sexta temporada, es la serie más longeva y la ABC ya ha emitido seis temporadas (y habrá séptima). La figura de Phil Coulson (Clark Gregg) como pegamento que une las vertientes cinematográfica y serial del MCU y, también, como representante de ese sentido del humor descreído tan presente en las ‘nuevas’ producciones Marvel, lo convierte en una de las figuras más importantes de esta nueva era. La teleserie creada por los hermanos Joss y Jed Whedon y Maurissa Tancharoen peca de un exceso de capítulos (entre 22 y 24 por entrega) que induce a desecharla con facilidad, por más que en su arranque supusiera un antes y un después para la franquicia (su duración la hace, también, muy repetitiva).

El segundo hito -no vamos a citar todas las series, tranquilos- fue su alianza con Netflix que cristalizó con el estreno de Daredevil (que es, en verdad, de lo que yo venía a hablar, aunque haya tardado tres folios en llegar a ello). La estrategia de ‘La casa de las ideas’ consistía en derivar a la ‘tele’ las historias de aquellos superhéroes considerados menores y el aquí conocido como Dan Defensor fue el primero de ellos. Vista la tercera temporada -en la que ahora entraré- sigue siendo la mejor serie de todas. Ese mismo año, 2015, llegaba también el estimulante debut de Jessica Jones (Melissa Rosenberg, 2015-?) y justo un año después la no menos interesante Luke Cage (Cheo Hodari Cocker, 2016-2018). Todas ellas reunían unas características comunes: tenían arcos argumentales largos, una construcción compleja de los héroes protagonistas (atormentados todos ellos), unos altísimos estándares de producción y puntos de unión argumentales, representados por la enfermera Claire Temple (Rosario Dawson) que aparecía en las tres series. Y entonces llegó Iron Fist (Scott Buck, 2017-2018), que debía formar el póker de héroes que daría lugar a Los defensores, una suerte de pequeños vengadores que tendría su propia ‘marca’ en Netflix. Solo que la creación de Scott Buck ya demostró síntomas de agotamiento en su debut y esa sensación de fatiga terminó por contagiar a las segundas temporadas de Jessica Jones y Luke Cage, cuyas tramas ya no sostienen los 13 capítulos de duración, las situaciones se antojan previsibles y la sensación de que existe una hiperinflación superheroica deviene una realidad. De momento, Cage y Iron Fist ya han pasado a mejor vida y no tendrán tercera entrega.

Sin entrar en las series teen (The Runaways, Cloak and Dagger, The Gifted) en las que la figura de Stan Lee nada tiene que ver -salvo figurar como productor ejecutivo- la última gran serie surgida de la unión Marvel-Netflix es The Punisher, a la que ya dedicamos un post, que logró recuperar al personaje de Frank Castle después de quedar destrozado en aquellas dos películas distribuidas por la Lionsgate en la primera década de los 2000 (si pueden, no las vean). Pero, como decíamos, quien mejor soporta el peso del legado de sus creadores -en este caso Stan Lee y Bill Everett- es Daredevil.

Born Again

El pasado audiovisual de Matt Murdock era para echarse a llorar. Debutó, interpretado por Rex Smith en 1989 en una peli que ya hemos citado: El juicio del increíble Hulk. En 2003, Ben Affleck se puso el traje rojo y a los fans se nos puso la cara del mismo color al ver aquella aberración dirigida por Mark Steven Johnson (ojo, porque existe un director’s cut… más largo). Finalmente, la historia del abogado ciego que de día busca justicia en los tribunales y de noche la imparte como el demonio de Hell’s Kitchen halló en la ilustrada mente de Drew Goddard su mejor vehículo de expresión.

La tercera entrega de las aventuras de ‘El hombre sin miedo’ es una adaptación convenientemente actualizada y ensamblada con ese universo global creado por Marvel, de Daredevil: Born Again, historieta escrita en 1986 por el gran Frank Miller y dibujada por el talentoso David Mazzucchelli. (Por cierto, que la figura de Stan Lee ha ido engordando gracias a la labor de autores que han trabajado para la Marvel como el citado Miller, Brian Michael Bendis, Chris Claremont o Roy Thomas, es indiscutible). Partiendo del sustrato católico en el que brota el personaje, la nueva entrega de la serie trabaja los conceptos de la culpa, el sacrificio y la redención a partir de una trama plagada de twists de guion. En este caso, el desarrollo en trece episodios hace que esos giros no parezcan forzados, puesto que ha habido tiempo necesario para describir a los personajes y asumir sus comportamientos. La trama principal consiste en la estrategia de largo alcance diseñada por Wilson Fisk (tremendo Vincent D’Onofrio) para salir de la cárcel al tiempo que convierte al FBI en una herramienta a su servicio para extender su dominio sobre la ciudad. La táctica de Kingpin -asistimos al nacimiento del alias de Fisk- se basa en obtener información de todas las personas sobre las que pretende influir -mediante chantaje, extorsión o asesinato- para generar las condiciones adecuadas que le permitan salir, libre, de su reclusión. Como en el cómic original, hay una crítica nada velada al funcionamiento de los medios y a la posibilidad de hackearlos desde una posición de poder. En ese sentido, las cámaras son cruciales para el desarrollo: desde las que utiliza Fisk para espiar a quién le interesa (y que están en un sótano, como si hubiera un mundo oculto que domina el visible), hasta las cámaras de los móviles que sirven para registrar y difundir el vídeo que le costará la libertad al rey del hampa.

La creación de corrientes de opinión a partir de la creación de fake news es otra constante en la serie. Kingpin busca liberarse condenando a quien lo ha encerrado, y para ello inicia una campaña de desprestigio contra Daredevil que halla su eco en unos medios que no tienen capacidad para verificar o contrarrestar esos flujos informativos. En definitiva, lo que se dirime en esta tercera temporada es si el sistema legal es igual para todos o existe una clase que, en virtud del poder acumulado, puede sortear el código penal cuando le venga en gana. Si así fuera, se haría necesario recurrir a instancias ajena a la judicatura para impartir justicia. La conclusión a la que se llega -no haremos spoilers- es que, quizás en algunos casos, hay que darle un empujón a la ley para que sea justa.

Estamos ante una temporada que se construye en torno al dilema. Matt Murdock (creíble Charlie Cox) quiere a sus amigos, pero sabe que tenerlos cerca supone ponerlos en peligro; el agente Ray Nadeem (Jay Ali) se debate entre obedecer a Kingpin para salvar a su familia o hacer lo correcto; Karen (Deborah Ann Wall) duda entre escapar o enfrentar a Fisk nuevamente… Todos están colocados en situaciones de inferioridad frente un enemigo superior que les obliga a decidir entre dos alternativas igualmente malas: hacer lo moralmente correcto implicará la muerte o el desastre para alguien querido, no hacerlo permitirá que el mal siga escampándose. El sacrificio o la culpa.

El equipo de guionistas también se permite lujos que no están al alcance de cualquiera y que es probable que no fueran tolerados en otras series. Me refiero, por ejemplo, a terminar el capítulo noveno con otro dilema (¿irá Matt a salvar a Karen o esperará a Fisk para matarlo?) y suspender esa decisión dedicando el capítulo 10 a un flashback sobre el pasado de Karen Page, en un ejercicio de suspense tan poco habitual como arriesgado -¿y si dilatamos tanto el tiempo de espera que la tensión se pierde?- que, además, se utiliza para conectar con esa parte del original literario en la que se hablaba de adicciones y oportunidades perdidas, vinculada, también, al personaje de Karen.

A la solidez de los caracteres que ya conocíamos se suma el de Benjamin Poindexter (Wilson Bethel) que, en próximas entregas aparecerá presumiblemente asumiendo el papel que le corresponde, el de Bullseye. Aquí asistimos a su génesis, aunque no aparezca aun como supervillano. Psicópata de nacimiento, reconducido por una terapeuta que canaliza su instinto asesino y convertido en agente federal, ‘Dex’, como todo el mundo le llama, es una suerte de incorporación al mundo de los superhéroes del Dexter Morgan que popularizó Michael C. Hall. Solo que aquí, una vez que Kingpin logra romper el código que hace que ‘Dex’ actúe según las normas delimitadas por su psicóloga, su vena homicida estallará inundándolo todo de sangre. Insisto: que el arco argumental sea largo permite que veamos la evolución de alguien que se nos presenta como un héroe y que termina siendo un desalmado. Además, ese proceso de conversión maligna nos brinda uno de los grandes momentos visuales de esta tercera temporada de Daredevil: Wilson Fisk y ‘Dex’ dialogan; el primero sentado en una silla y el segundo, de pie, frente a él; la cámara traza un travelling hacia atrás, acercando la figura del policía a la del mobster, como si Kingping tuviera una fuerza de gravedad propia que atrajera el cuerpo de su interlocutor al que, al final de la secuencia, habrá ganado para su cruzada criminal.

Si por algo se caracterizó Daredevil desde sus inicios fue por la brillantez de sus secuencias de acción. En esta tercera parte las coreografías alcanzan momentos sublimes, ya sea combinándolas con el plano secuencia -la salida de Murdock de la cárcel- o con un montaje que jamás abusa de la fragmentación y nos permite ‘ver’ la acción: la pelea final a tres bandas es el colofón perfecto. En el apartado formal también destaca el uso del color para identificar a los tres roles principales: Fisk y el blanco, Dex y el rojo (usurpado) y Matt/Daredevil el negro, con esa indumentaria sacada de El hombre sin miedo (el cómic de Frank Miller de 1993). La mezcla de los tres dará lugar a momentos de gran plasticidad, sintetizados en el cuerpo y el rostro de Kingpin vapuleado, un gran lienzo formado por el blanco del traje y la carne del rostro, manchado de rojo sangre y ese agujero oscuro que forma la camisa (casi podría parecer una action painting a lo Pollock).

Por cierto, en el capítulo de guiños cinéfilos podríamos citar Ruta suicida (Clint Eastwood, 1977) o 16 calles (Richard Donner, 2006), títulos a los que remite ese traslado de Nadeem desde el gimnasio hasta los juzgados. Aprovecho este regreso al cine para remarcar un aspecto que me interesa sobremanera. En estos tiempos en los que los defensores de cine y televisión se enzarzan en improductivas batallas que parecen tener como objetivo determinar quién es mejor que el otro, a mí me despierta más la curiosidad ver de qué manera los dos formatos van hibridándose. Como me importan bastante poco las cuestiones supremacistas -surgidas en un contexto de pérdida de poder económico por parte del cine- basadas en determinar que una cosa no es la otra para decir, en definitiva, que una cosa es mejor que la otra; prefiero centrarme en como cine y televisión beben cada vez más el uno del otro. Y eso sucede en las dos direcciones y el MCU es el ejemplo perfecto. La adopción de la serialidad como recurso continuado y no puntual marca el desarrollo del universo: cada nueva entrega exige el conocimiento de la anterior parte no solo ya de la saga sino, para alcanzar una comprensión total, de las aventuras del resto de personajes. Por tanto, los arcos dramáticos y su construcción están más relacionados con la manera en que se trabaja la narrativa en televisión que en cine, puesto que aquí hay que asumir que existirá una continuidad y hay que tenerla en cuenta en previsión de lo que ha de llegar (la serialidad también es la base de los cómics, no lo olvidemos). Que el cliffhanger se haya convertido en una de las imágenes de marca de las películas Marvel no hace sino reforzar esta idea de que los trasvases entre formatos van a seguir produciéndose y adquiriendo nuevas formas: en el cine y en la televisión.

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