En plan serie por Enric Albero

The Little Drummer Girl

7 diciembre, 2018 18:10

“All the world’s a stage; and all the men and women merely players…”. Estos dos versos de Como gustéis bien podrían figurar a modo de advertencia en la primera página del guion de The Little Drummer Girl, la serie de la BBC dirigida por Park Chan-Wook que en breve estrenará Movistar + en nuestro país. Basada en la novela homónima de John Le Carré, jamás un relato de espías fue tan colorista, víctima del magnífico contagio que se produce entre el estilo preciosista del realizador coreano y la inspirada versión del original literario. La cita shakespeariana nos vale como aforismo conceptual para definir una obra en la que todo, absolutamente todo, se conjuga en clave de representación y puesta en escena.

No es cuestión de destramar los argumentos que componen la historia, bastará con esbozar la premisa que dispara la narración y recordar la probada eficacia narradora de Le Carré para demostrar que la adaptación a cargo de Michael Leslie y Claire Wilson rezuma solidez. De modos más convencionales (La casa Rusia; Fred Schepisi, 1990) o empleando lenguajes más depurados (El hombre más buscado; Anton Corbijn, 2014), en forma serial (Tinker, Taylor, Soldier Spy; John Irvin, 1979) o de largometraje (El topo; Thomas Alfredson, 2011), instalándose en el Olimpo del clasicismo (El espía que surgió del frío; Martin Ritt, 1965) o pasando rápidamente al olvido (Un traidor como los nuestros; Susanna White, 2016), las bases dramatúrgicas del autor de El jardinero fiel son tan fiables como el motor de un Rolls Royce.

Sin embargo, Park Chan-Wook lleva a otro nivel la historia de Charlie (Florence Pugh), una joven actriz británica captada por el Mossad para que se infiltre en un grupo de terroristas palestinos y ayude a dar caza a su cabecilla, Khalil (Chariff Ghattas). Estamos en la década de los 70, poco después de los atentados de Múnich, pero más allá de los entresijos políticos que sustentan el desarrollo de los acontecimientos, aquí rigen otros códigos. En el episodio inicial, el director de Old Boy fija las coordenadas que han de servir para descifrar su propuesta, para acceder a un nivel de conocimiento superior que excede los intríngulis propios del cloack and dagger. La conversión de una actriz en agente secreto es el pedestal sobre el que se levanta una grandiosa metáfora del mundo del espectáculo. El piloto puede ser leído como una prueba de casting, el test al que Charlie es sometida por parte de un equipo de producción comandado por Marty Kurtz (Michael Shannon), en el que Gadi (Alexander Skarsgard) ejerce como cazatalentos. En todo momento se nos dice, de manera más o menos explícita, que estamos asistiendo a la construcción de una ficción que tendrá un impacto en el mundo real. Desde la literalidad de algunas líneas de diálogo (“nuestra ficción tiene que coincidir con su realidad”), hasta las más sutiles marcas visuales como las miradas directas a cámara o el saturadísimo uso del color, algo impropio del género en el que se inscribe esta mini-serie, y que proclama a los cuatro vientos el portentoso diseño de producción de Maria Djurkovic que recurre a juegos cromáticos a la contra (ni claroscuros ni neblinas, sino grandes bloques de color) y se fundamenta en la arquitectura modernista (y cuando necesita oscurecerse se va al brutalismo más radical).

La fabulosa secuencia ambientada en la Acrópolis de Atenas es paradigmática. El área monumental está dispuesta como un escenario; Charlie, ataviada con un inolvidable vestido amarillo, y Gadi, proyectan sombras sobre los muros del Partenón (otra referencia inequívoca a la representación). Luego, ellos mismos entran en escena: él es consciente del papel que está jugando, mientras que ella es atraída hacia ese mundo, algo que sabrá al final del episodio, cuando entre a formar parte de la troupe.

Neon-realismo

The Little Drummer Girl asume desde sus primeros compases su condición de constructo y desnuda los mecanismos que articulan la representación, lo que le permite multiplicar su potencial metafórico. La serie puede entenderse, por un lado, como un documental sobre ‘cómo se hace una película/serie/obra de teatro’: existen unos productores (el estado de Israel a través de los responsables políticos y de los servicios secretos) que financian la obra; un director (Marty) que coordina a un equipo formado por directores de casting, guionistas, diseñadores de producción o directores de fotografía y que, al tiempo, se encarga de discutir con sus inversores, para que todo se haga según su criterio, y con sus actores, a los que quiere sacar el máximo rendimiento. El personaje interpretado por Michael Shannon siempre habla en clave teatral (“el teatro de la vida real”) y abundan las secuencias en las que la planificación de Chan-Wook nos induce a pensar que estamos mirando un proscenio en el que un actor se dirige a un público (motivo muy hitchcockiano, como se observa en la famosa secuencia de Vértigo en la que Gavin Elster encarga a Scottie que vigile a su esposa… de nuevo, puro teatro). También veremos multitud de ensayos y se pondrá en juego la estabilidad mental de la interprete principal, que deberá meterse tanto en el papel que se arriesgará a correr la suerte de su personaje (o sea, convertirse en una terrorista).

Se trata de crear un relato verosímil; una ficción que ‘sea’ verdad: el atentado final será la gran demostración del poder de la ficción, de su capacidad para modificar la realidad. De hecho, en el momento clave, el del intercambio de una maleta con explosivos por otra inocua, Marty obliga a Charlie a decir las palabras que hubiera dicho si esa entrega hubiera sido ‘real’, si ella hubiera sido la terrorista que finge ser. Mientras Marty insiste diciéndole “play the scene”, el jefe de los servicios secretos británicos y los artificieros asisten atónitos a la representación, al tiempo que el cronometro del detonador sigue descontando segundos y la explosión se acerca. Estamos, una vez más, ante el juego de espejos que Chan-Wook propone: el montaje de la farsa se lleva tan al límite que hace que el espectador tome conciencia de que lo que ve también es falso.

Ahora bien, hay que trasponer el terreno de lo metalingüístico, superar la clarividente explicación que el autor de Stoker ofrece sobre una de las grandes teorías propugnadas por Cahiers du Cinéma a finales de los 50 (¿qué es la puesta en escena?) y pensar, también, en términos geopolíticos. La cuestión no es tanto recuperar el periodo histórico en el que suceden los hechos y analizarlo desde el presente, como superponer la noción de representación que maneja la serie a la resolución de conflictos internacionales, como el que incumbe a Israel y Palestina, por vías extra diplomáticas. En el fondo, los dos universos se rigen por mecanismos propios de la escenografía: en el ámbito político, el verosímil resultado de esa puesta en escena puede configurarse en forma de noticia de apertura en unos informativos (por ejemplo, invadir un país en busca de armas de destrucción masiva).

La operación que se acomete en The Little Drummer Girl es de una complejidad pocas veces vista en televisión. El relato está extraído de un periodo histórico concreto y se nutre de acontecimientos que, por más que estén dramatizados, tienen una base real. Sin embargo, la puesta en escena de Park Chan-Wook abandona cualquier interés realista, es descaradamente postmoderna y rompe con la transparencia clásica. Se trata, pues, de pasar los hechos históricos por el filtro de la estilización para reflexionar sobre como la ficción puede (re)construir la realidad. En el fondo, estamos ante un constante ejercicio de meditación sobre las imágenes, sobre cómo se fabrican y el poder que tienen sobre nosotros. Y es fascinante.

El placer y la muerte

“Nunca desapruebo el placer, es el único antídoto para la muerte”. Podría ser una de las múltiples autodefiniciones que la propia serie integra dentro de sí misma. Y es que esta producción de la BBC es un goce continuo. A los reveses de una trama perfectamente dosificada hay que sumar la arrolladora presencia de Florence Pugh, cuyo “soy actriz” en el series finale jamás alcanzó tal grado de elocuencia. Su álbum de registros es tal y está tan completo que parece imposible no pensar que estamos ante una gran estrella. Sensual y frágil, arrebatadora y entregada, graciosa y borde, con un talento para viajar con el rostro de un extremo a otro sin dejarse llevar por el exceso y conservando la esencia de un personaje que podría haber sido un histrión y que jamás deja de ser Charlie.

Para el final dejo a Park. A sus coreografías pluscuamperfectas (esas bajadas por las escaleras filmadas como si fueran pas de deux en el capítulo final). A su sentido del equilibrio en la composición de cada plano: simétricos cuando la dramaturgia lo pide (Charlie entre los dos coches rojos al inicio del episodio 3), en desequilibrio si los personajes también lo están (el juego con las escalas en el secuestro que se produce, también, el capítulo tercero: un paso del plano general a un primer plano cuando la víctima se defiende a mordisco limpio: violencia entre los personajes y violencia en el cambio de plano). A su uso del cenital, esa toma tan propia (y casi siempre tan mal empleada) del cine contemporáneo: el plano-dios, puesto que solo responde al punto de vista del altísimo y ya se sabe que el demiurgo de una obra es su director (fíjense en cómo termina la serie, otro gesto inequívoco de que estamos ante un espectáculo orquestado por el señor de ahí arriba). Podríamos seguir hasta fundirles el scroll, pero como coda final e ilustración del magisterio del director de Simpathy for Mr. Vengeance me quedaré con la siguiente secuencia que he decidido bautizar como ‘la de la habitación verde’.

Estamos en el episodio cuarto. Charlie acaba de ser contactada por los terroristas palestinos y dos enlaces la ponen a prueba en la habitación de un motel situado en mitad de un bosque. Hay un plano general que sirve para describir la situación de los personajes. Charlie a la izquierda del encuadre, sentada sobre una cama. Helga, una de sus captoras, frente a ella, con un arma. En medio, en un segundo plano de profundidad, al lado de la puerta, Anton, el otro intermediario. En lo referente al color, el verde, en diferentes tonalidades, lo empapa todo (paredes, ropa, cuadros).

Este stablishing shot es el que ordena la secuencia. Desde ese eje, veremos cómo Helga y Anton tratan de saber si Charlie es quien dice ser o es una espía.  En el momento de máxima tensión, Helga se coloca al lado de Charlie y le apunta a la cabeza. Chan-Wook coloca la cámara en picado: vemos la mano de Helga, la pistola y la cara de Charlie mientras pronuncia las palabras clave que le han de permitir integrarse en el grupo armado (o morir). La cámara se mueve ligeramente, Charlie dice el nombre correcto y la siguiente toma es un plano general tomado desde la otra parte de la habitación (adiós al eje, otra norma de la gramática clásica que Chan-Wook se salta): ya no vemos la puerta al fondo, sino una ventana, Charlie ya no está a la izquierda del encuadre sino a la derecha; su situación ha cambiado, ya está dentro, y la puesta en escena nos señala que ha pasado ‘al otro lado’.

Para no hacer trampas, diré que esta escena se integra en una secuencia mayor, construida mediante un montaje paralelo que combina lo que le sucede a Charlie en el interior de la cabaña con las reacciones del resto del equipo, que aguarda en una furgoneta por si necesita intervenir. El instante en el que la cámara planea sobre el rostro de Charlie y su vida pende de un hilo, en ese punto en el que ella se apropia de un hecho real y lo convierte en ficción -su reacción en uno de los ensayos con Gadi-, justo ahí, un corte nos devuelve a la furgoneta donde una panorámica de izquierda a derecha capta la sonrisa de satisfacción y alivio de Gadi. Ese movimiento, el paso de un lugar a otro, no es más que el motivo visual y dramático que preside una secuencia tan brillante como lo es el resto de The Little Drummer Girl. Viva el placer.

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