'Calígula': ¡lo imposible!, ¡lo imposible!
Los crímenes, las extravagancias y los desenfrenos sexuales de Calígula (12-41), de corta vida y brevísimo reinado, han rehuido la objetividad histórica y han interesado a muchos creadores desde la fabulación legendaria. Las tareas políticas que acometió interesan menos que los rasgos descomunales y excéntricos de su trastornada personalidad.
Albert Camus (1913-1960), que publicó su Calígula en 1944 y la estrenó en París en septiembre del año siguiente, recién acabada la II Guerra Mundial y bajo sus aplastantes efectos, no es que se mostrara equidistante de la historia y la leyenda, sino que –con leves materiales de la una y de la otra- utilizó la figura del emperador como propicia para un discurso personal que diera cuenta de su visión del ser humano, de la vida y del mundo. El déspota y el psicópata, sin dejar de serlo, dejan paso a una especie de filósofo creador pavorosamente lúcido y pavorosamente errado.
El limpio, esencial y potente montaje de Mario Gas, estrenado ahora en el Teatro María Guerrero de Madrid (CDN), invita a la lectura, con lápiz y calma, de los cuatro actos del texto original, cosa que puede hacerse, por ejemplo, en la edición de Alianza y con traducción de Javier Albiñana.
La obra, en el hilo de lo histórico, recoge el recorrido de Calígula desde su depresiva huida de Roma, tras la muerte de su hermana y amante Drusila, hasta, tres años después, su asesinato. Toda la acción transcurre en su palacio. Alusiones a los problemas del tesoro público y de la hambruna en Roma, la relevancia de personajes como Cesonia (en realidad, cuarta esposa del emperador y asesinada después) y Quereas (en realidad, tribuno de su guardia pretoriana) y episodios como su transmutación en la diosa Venus están, entre otros, tomados de la verdad histórica. Pero no importa demasiado.
“Como siempre, nada”, eso es lo primero que se lee en el texto de Camus. Y esa “nada”, que se repite y que en el arranque alude a la ausencia de pistas sobre el paradero de Calígula, lo es todo. Porque todo es nada. El hombre no es nada, la vida no es nada, el amor no es nada, la muerte no es nada. Ni el arte, ni la belleza, ni el poder, ni los dioses, ni la virtud –ni tampoco sus contrarios-, ni nada puede consolarnos de esa nada que somos y de esa nada que nos rodea.
Vivir es una pasión inútil, parece decir Camus, esta vez con Sartre y en plena sintonía con el existencialismo que llegaron a compartir. Vivir es absurdo, la vida es absurda. Lo más terrible del amor, por ejemplo, no es la muerte de la persona amada, sino certificar, al tiempo, que el dolor por la pérdida remite hasta desaparecer.
Los deseos, satisfechos o por satisfacer y de cualquier naturaleza, tampoco sirven para nada. Sólo hay un deseo, comprobada la banalidad de los deseos satisfechos, cuyo cumplimiento pudiera ser satisfactorio: el deseo de lo imposible. Calígula quiere la luna, quiere tener la luna. Pero no la consigue, claro. Se dará cuenta de que la imposibilidad de lo imposible se añade trágicamente a la trivial posibilidad de lo posible. La utopía no está a su alcance (ni al nuestro). Intentará encontrar sentido en la libertad absoluta, en una libertad desligada de la razón y del mandato moral (esas cadenas). Probará con la libertad fundada en la completa arbitrariedad, pero se descubrirá esclavo de lo arbitrario. De sí mismo.
Al final, Calígula es consciente de su pleno fracaso. La libertad arbitraria de destruir, de matar, de ser tanto o más que los dioses, de intentar gozar de la soledad que le procura la aversión de los demás, todo eso y más no le ha procurado la felicidad. Si todos son culpables, él también lo es. Le queda el sentimiento de que, sólo si su anhelo de lo imposible hubiera sido satisfecho, tal vez vería las cosas de otra manera y podría vivir.
Calígula está a punto de ser asesinado por los conjurados (a los que él mismo ha inducido), está a punto –en el texto, no en el montaje- de destruir el espejo que le devuelve su insoportable imagen, está a punto de su tremendo grito final bajo los puñales (“¡Todavía estoy vivo”!”), que indica que ni siquiera la muerte es solución o, mejor, que el mal, su mal, es inmortal, y, entonces, mientras estrangula a Cesonia y visto que su criado y secuaz Helicón no llega con su anhelada luna, culmina Calígula (y culmina Camus) su impresionante discurso, muy bien servido por Pablo Derqui en escena:
“Todo parece tan complicado. Sin embargo, todo es tan sencillo. Si yo hubiera conseguido la luna, si el amor bastara, todo habría cambiado. ¿Pero dónde apagar esta sed? ¿Qué corazón, qué dios tendría para mí la profundidad de un lago? (de rodillas y llorando) Nada, en este mundo ni en el otro, que esté a mi altura. Sin embargo sé, y tú también lo sabes (tiende las manos hacia el espejo llorando), que bastaría que lo imposible fuera. ¡Lo imposible! Lo busqué en los límites del mundo, en los confines de mí mismo. Tendí mis manos (gritando), tiendo mis manos y te encuentro, siempre frente a mí, y por ti estoy lleno de odio. No tomé el camino verdadero, no llego a nada. Mi libertad no es la buena. ¡Nada! Siempre nada. ¡Ah, cómo pesa esta noche! Helicón no ha venido: ¡seremos culpables para siempre! Esta noche pesa como el dolor humano”.
Ahora, aquí, telón (y rápido).