En plan serie por Enric Albero

Series chungas: yo que tú, no lo haría

28 enero, 2019 11:10

[caption id="attachment_987" width="560"]

Verónica Sánchez, Álvaro Morte e Irene Arcos[/caption]

Por norma general autoimpuesta, suelo escribir de aquellas series a las que les encuentro posibilidades de lectura interesantes, incluso más allá del gusto personal (en eso y no en otra cosa creo que debería consistir la crítica). En ocasiones, y dada su amplia repercusión a nivel de recepción, analizo propuestas del estilo de Élite o Stranger Things, por citar los dos ejemplos que con más rapidez acuden a mi memoria de series que me interesan más bien poco y a las que les he dedicado no pocas líneas. De todos modos, evito concederles espacio a aquellas producciones que, bajo mi falible criterio, considero flojas (no diré malas, puesto que esto no es una cuestión de moral, aunque a veces lo sea). Sin embargo, y por esta vez, voy a saltarme mi propio código deontológico para centrarme en cuatro series digamos discutibles. Lo hago casi como medida de contrapeso, vista la agitación mediática (entrevistas, twitter, amplia presencia en medios) que han provocado y las escasas valoraciones de corte analítico que circulan en torno a ellas (no voy a negarles que también encuentro cierto placer en estos ejercicios). Son, ya lo saben, series que solo utilizaría como método de tortura. Si se acercan a ellas, lo harán bajo su propia responsabilidad (de las cuatro, solo he terminado una).

El embarcadero. La telenovela errante

Tras el éxito de La casa de papel, Álex Pina y Esther Martínez-Lobato se han marcado lo que, mastodóntica campaña de promoción mediante, han definido como un thriller emocional. El embarcadero es como una versión torpe de The Affair (Hagai Levi, 2014-1018), una presunta oda al poliamor que termina en bachata recopilada en un grandes éxitos del verano de 2004: de existir los casetes, sería un best-seller de gasolinera. Quemado en sacrílego holocausto en honor a los dioses de la adicción, el guion y su coherencia arden en aras del impacto, del efecto sorpresa, del “esto no os lo esperabais”.

El aparente suicido de Óscar (Álvaro Morte) hará que su mujer, Alejandra, (Verónica Sánchez) descubra que mantenía otra relación estable con Verónica (Irene Arcos), con la que llegó, incluso, a tener una hija. El resto es humo: una arquitecta que se define como un ser racional es incapaz de saber que su marido no solo la engañaba, sino que, además, llevaba cinco años sin trabajo (cosa que no afectó a su nivel de vida). Verónica Sánchez insiste en hacernos saber que está rota de dolor y trata de desenterrar el pasado de su marido bígamo, y finge ser bióloga y se instala en casa de la amante y las incongruencias se van acumulando y tenemos que mandar al limbo a las leyes de la verosimilitud si queremos seguir. Eso sí, casi al final de cada capítulo, cuando ya hemos ido y venido varias veces del entonces al ahora para que todo quede bien explicado, nos enchufan un Katovit (¿os acordáis?) en forma de secuencia para decirnos que, ojo, cuidado, igual la cosa no era como creíais, tendréis que seguir. Y más de uno sigue ahí, enchufado.

Confieso que solo he llegado hasta el capítulo tercero, pero después de ver la secuencia de la recuperación del coche en el episodio segundo, con Irene Arcos en plan estrella del cine quinqui, o ese “la ropa se seca en un momento” que nadie que conozca la humedad de Valencia podría pronunciar jamás (vivo aquí, tengo la ropa tendida desde el lunes, al sol, y no está seca) hacen que no me plantee seguir adelante. Hay más motivos: su estética es tan empalagosa -como si la hubiera diseñado un concejal de turismo que ha cursado primero de Sorolla y es adicto a los filtros de Instagram- que debería estar prohibida para los diabéticos; hay tanta postal y tanto montaje musical que una repentina aparición de Enya no nos sorprendería; la inclusión de escenas presumiblemente cómicas que rebajen el tono del ‘gran’ drama que viven los personajes, lejos de ayudar a descargar la historia de gravedad lo que hace es romper la línea dramática que se había establecido desde el principio -ese encuentro en el hotel entre Big Boss (Antonio Garrido) y Katia (Marta Milans) es una cosa tremenda-. Podríamos seguir, pero baste mencionar que cada vez que un coche se adentra en la Albufera, donde Verónica tiene su particular Edén, sale el rótulo que nos indica que, efectivamente, estamos allí y no en los lagos de Covadonga o en las marismas del Guadalquivir, como si las imágenes -que se repiten como si hubiéremos comido ‘all i pebre’ por encima de las prestaciones de nuestra digestión- no lo indicaran por sí mismas. Tal vez, lo único destacable de este culebrón insostenible (“esto parece una TV movie” reza uno de los diálogos: lo es), sea la identificación entre espacios y personajes: Verónica y la Albufera (paisajes amplios, uso del 2:35:1, sensación de libertad) y Alejandra y Valencia ciudad (estilizada, interiores cerrados, tecnologizada, predominio de la idea de encierro). El resto, lo dejo para los adictos al Katovit, a los filtros de Instagram y a los dramas arrebatados.

You. ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir acoso?

Del piloto de You me interesó el vínculo que se establecía entre el amor romántico y el acoso, ahondando en una tendencia contemporánea que aboga por revisar un concepto equivocado -o mal enseñado- del romanticismo. El protagonista, Joe Goldberg (Penn Badgley) está dispuesto a todo -desde forzar un encuentro casual a cargarse a un novio molesto- con tal de conquistar a la chica. La chica es Guinevre Beck (Elizabeth Lail) y está lejos de ser quien quiere aparentar. Superficial y falsa como esos posgrados de Harvard cursados en Aravaca, esta rubia que por momentos recuerda a la Emily Thorne de Revenge, es una trepa con ínfulas de escritora a la que terminar dos párrafos le cuesta más que ponerle cortinas a su casa (y eso que vive en un entresuelo y las ventanas de su habitación dan a la calle; a veces parece que esté protagonizando una versión individual de Gran Hermano en abierto y para todos los públicos).

No obstante, ese dibujo de personajes esquinados no basta para levantar una serie en la que los guionistas parecen haber dedicado todo su esfuerzo a definir esos caracteres para que luego campen a sus anchas por los interiores de una trama caprichosa e incoherente. Pondré solo dos ejemplos (paré en el capítulo tres, tampoco puedo poner muchos más). Ejemplo 1: Joe secuestra y ejecuta a Benjamin Ashby III (Lou Taylor Pucci), el novio ricachón y descerebrado de Beck. Se pasa capítulo y medio, quizá dos, pensando en cómo sacar el cadáver del sótano de la librería en la que Joe trabaja y que utiliza como matadero. Las complicaciones son numerosas y van en aumento -putrefacción, olores, visitantes inesperados, ya saben- hasta que, de repente, abracadabra, nos marcamos una elipsis y ya está en el maletero del coche. Ejemplo 2: durante su cautiverio, Benjamin tiene un síndrome de abstinencia nivel Pete Doherty y Kate Moss en un naufragio allá por 2007. El tipo lo pasa mal y está encerrado en una especie de jaula de cristal en la que Joe guarda los ejemplares más importantes de la colección que posee la librería (incunables, primeras ediciones, restauraciones, etc.). Con un mono tamaño Rey Louie colgado de la espalda, a Ben le pilla un tabardillo que ni a Bertín Osborne en un concierto de Valtonyc y empieza a ejecutar volúmenes como si a aquello fuera un concurso de desplumar gallinas. Pero, la magia es lo que tiene, un par de secuencias después, con el cautivo convenientemente estabilizado gracias al poder curativo de la cocaína, los libros vuelven a aparecer, intactos, en sus anaqueles, como si el Dios de la biblioteconomía los hubiera resucitado para devolverlos al lugar que les corresponde. Maravilla.

También habrá que valorar cuál es el motivo de que numerosas series producidas por o para Netflix cuenten con una voz en off que sobrevuela todo el relato y que nos ametralla con información que, en pocas ocasiones, desmiente lo que vemos, es más, ese atiborramiento de explicaciones parece producirse por una falta de confianza en las propias imágenes. Una tendencia que pide una reflexión más amplia y más pausada. Algún día la haremos.

Bad Blood. Clichés mafiosos

En el capítulo cuatro, Nicolo Rizzoto Sr. (Paul Sorvino) es asesinado -sorry- mientras contempla los tomates de su huerto. Como estamos en Montreal el huerto es interior, pero la secuencia recuerda tanto, tanto, tanto a la muerte de Marlon Brando en El Padrino que es imposible no pensar en el clásico de Coppola. Sirva este momento como pista para leer Bad Blood, un biopic sobre Vito Rizzuto, capo de la Mafia siciliana en Montreal, fechado en 2017 pero estrenado aquí por Netflix el pasado diciembre. Es curioso como una historia basada en hechos reales, profusamente documentada, se convierte en una sucesión de clichés extraídos de un sinnúmero de películas y series dedicadas al crimen organizado. La presencia del citado Paul Sorvino o ese asesinato a batazos remiten a Uno de los nuestros, la presencia de Kim Coates y de una banda de moteros subsidiaria de los Rizzuto recuerda a Sons of Anarchy y el Vito Rizzuto de Anthony LaPaglia nos hace pensar, en no pocas ocasiones, en Tony Soprano, un papel que, por cierto, el actor australiano estuvo a punto de interpretar.

Todo en Bad Blood es como un déjà vu y, sin embargo, la sucesión de imágenes gastadas no es lo menos molesto de esta creación de Simon Barry (Van Helsing, Ghost Wars) y Michael Konyves (El mundo según Barney), sino la machacona voz en off -y van…- de Declan (Kim Coates haciendo el mismo papel de siempre), la mano derecha de Rizzuto y conductor de la narración. A las explicaciones innecesarias que aporta esa voice over, hay que sumar los continuos flashbacks empeñados en romper el hilo del relato y una estética a la que el adjetivo viejo le ayudaría a rebajar su verdadera edad. Los guionistas se esfuerzan, además, en que sucedan un montón de cosas en el menor tiempo posible y, en apenas cuatro episodios (aquí me he parado), hemos visto intentos frustrados de asesinato, homicidios tramitados correctamente, detenciones, salidas de la cárcel, rebeliones intestinas, conflictos territoriales… Tanta acumulación de eventualidades para, finalmente, resolverlas todas con una charla y un par de gritos en un garaje o con un socorrido tiro en la cabeza. Bad Blood ha tardado en llegar a nuestro país; de no haber cruzado el Atlántico, tampoco hubiera pasado nada.

Ray Donovan. La adicción

Me la he zampado enterita. Como un bocadillo de sobrasada a la plancha y queso fundido de esos que hacen que tus arterias te insulten después de haberlo devorado. Sabes que no es bueno, pero, aun así, le haces los honores. Con la sexta temporada de Ray Donovan -y con casi todas las anteriores- me ha pasado lo mismo. Para seguir las andanzas de los Donovan es imprescindible haber suspendido con un muy deficiente al sentido de la credulidad. Las tramas imposibles que han jalonado la mayoría de las seis temporadas de esta producción de Showtime han provocado que de un tono marcadamente realista hayamos pasado a observar un caleidoscopio alucinado y alucinatorio. Nada en la serie creada por Ann Biderman respeta las leyes de la verosimilitud: los vástagos de Mickey (John Voigt) y el propio Mickey entran y salen de la cárcel como si estuvieran encerrados en un penal de Lego y eso es una minucia si pensamos que, a estas alturas, todos deberían estar muertos y enterrados dada su inutilidad para el crimen solo comparable con su poco tacto para las relaciones sociales.

La sexta entrega se desplaza a Nueva York, con un Ray (Liev Schreiber) al borde del suicidio, Mickey y Bunchy (Dash Mihok) robando 3 millones de dólares, Terry (Eddie Marsan) y su Parkinson metidos en peleas clandestinas y una campaña electoral municipal en ciernes en la que Sam Winslow (Susan Sarandon) quiere que su candidata salga vencedora (para lo que contratará, claro está, los servicios del desfacedor de entuertos Ray Donovan). Podríamos poner mil y un ejemplos de la inconsistencia escritural de la serie: Sam pone en hora el despertador de la ciudad que nunca duerme pero un matón se cuela en su casa como si nada (un millonario sin seguridad privada es como un cura sin sotana… que no te lo crees, vamos); la familia Donovan entierra un par de cadáveres en el patio de Sandy (Sandy Martin), sin que el vecindario se entere de nada aunque desde un punto de la calle se puede ver todo lo que sucede en ese jardín; Mickey, que ha escapado de la cárcel con tácticas aprendidas viendo McGyver, tiene suficiente con ir al chino más cercano y comprarse disfraces en rebajas para que la policía no lo trinque…

Argumentalmente, la serie desafía toda lógica causal y, sin embargo, ahí sigo. ¿Por qué? Principalmente por el carisma de sus protagonistas y por los conflictos emocionales que asolan a una familia disfuncional que parece descompuesta pero que jamás logra separarse del todo, como si los hilos invisibles del destino los ataran. Al hombre roto y lánguido que interpreta brillantemente Liev Schreiber hay que sumar el incuestionable punch que John Voigt le imprime a su Mickey, que en esta sexta temporada encuentra en Sandy a su reverso femenino. La presencia de Susan Sarandon y de secundarios tan solventes como Domenick Lombardozzi (The Wire) y Zach Grenier (The Good Wife), nos ayudan a tragarnos las ruedas de molino y nos hacen más llevadera la comunión.

Sucede que, paradojas de la vida, una serie tan cuestionable como Ray Donovan termina con la que, probablemente, sea una de las mejores secuencias del año (sí, sé que estamos en enero): un homenaje a James Joyce y a John Huston, una réplica de Dublineses (y, por lo tanto, de Los muertos), película y relato que hablan de la decadencia y del paso del tiempo; una cita que se erige como metáfora de una serie que solo admite ya una lectura en clave fantasmal, como si el realismo de aquel The Bag or The Bat inicial se hubiera disuelto en las aguas de una piscina en la que flota un cadáver, como si los Donovan fueran espíritus errantes que deambulan por un mundo decadente y asediado por la podredumbre moral.

Image: Félix J. Palma: Me gusta engañar al lector honestamente, dándole de antemano todas las claves

Félix J. Palma: "Me gusta engañar al lector honestamente, dándole de antemano todas las claves"

Anterior
Image: Lluís Pasqual dirigirá el teatro de Antonio Banderas en Málaga

Lluís Pasqual dirigirá el teatro de Antonio Banderas en Málaga

Siguiente