'Evil': la semilla del diablo
La adictiva teleserie es una ficción política en la que se habla de racismo, de la tecnologización de la vida, de las adicciones y de feminismo
Aventurar, tras el cierre de la segunda temporada de Evil, que en nuestro país se puede ver a través de SyFy, que la penúltima creación de Michelle y Robert King es un tanto irregular debería considerarse un atrevimiento, pues terminado el decimotercer episodio de esta última entrega lo único que queda claro es que todo está por resolver. Hay guionistas que, como por ejemplo David Simon, conciben cada temporada bajo el prisma de la poética aristotélica, con su principio, su nudo y su desenlace, de modo que, si la cadena o la plataforma que ha encargado el proyecto decide cancelarlo, los espectadores tienen un final cerrado (aunque el show ‘debiera’ continuar). Los King operan con la mecánica contraria y Evil es el ejemplo perfecto del bizantino diseño narrativo al que, una y otra vez, se abocan los creadores de The Good Wife, a los que nadie podrá reprocharles falta de audacia.
Por si, a estas alturas, todavía no le han echado un ojo a esta adictiva teleserie, hagamos un pequeño resumen antes de meternos en faena. La psicóloga Kristen Bouchard (Katja Herberts), el seminarista David Acosta (Mike Colter) y esa navaja suiza disfrazada de hombre que es Ben Shakir (Asif Mandavi) forman un estrafalario equipo de trabajo contratado por la iglesia católica para que investigue casos en los que existe la posibilidad de que Satanás o alguno de sus acólitos haya intervenido (también se ocupan de verificar milagros o apariciones angelicales). Así pues, y para que vayan haciéndose una idea de la alambicada narrativa de la serie, tenemos la resolución de un caso por episodio (trama capitular). Punto dos: nuestros tres protagonistas se enfrentan a conflictos de esos que no te pueden resolver ni Adeslas, ni Amancio Ortega, ni el calvo de la lotería (¿o era el gordo?).
La primera temporada terminó con Kristen -psicóloga, método científico a full, el imperio de la razón, la observadora imparcial- colgando un piolet en la cabeza de un asesino en serie que había amenazado con matar a sus cuatro hijas (un inciso a propósito de sus otros problemillas: estamos ante profesional liberal no creyente, con casi tantas niñas en casa como días tiene la semana (laboral), un marido ausente que se dedica al alpinismo y una madre con el mobiliario cerebral ordenado por un anticuario senil). Pese a tener un cuerpo contraindicado para el celibato -estas tú que si a mí me forran con ese envoltorio muscular me estudio los evangelios-, David Acosta sigue decidido a hacerle la guerra al sexo y a la moda y está ya a puntito de encargar una veintena de sotanas y seis casullas para abrazar, definitivamente, el sacerdocio. Eso sí, aquellas visiones que le llevaron a cambiar el fornicio por el rezo han cesado y tiene serias dudas sobre si encomendar su alma (y sus bíceps y sus pectorales) a Dios a cambio de unas cuantas décadas de soledad y abstinencia.
Y por último tenemos a Ben, el tipo que siempre encuentra la explicación científico-técnica para un problema que parecía cosa del diablo. Pero, ¿qué pasa cuando él mismo empieza a experimentar terrores nocturnos? ¿Cómo un tipo cerebral y descreído negocia con un súcubo con ganas de jarana que lo visita casi cada noche?
Si de un lado teníamos las tramas capitulares, del otro tenemos esos arcos dramáticos de los personajes que atraviesan las dos temporadas (esto es, sus conflictos internos). Y después tenemos un sinfín de subtramas que se suceden a lo largo de esta 2T o que, en su defecto, ocupan varios episodios. Si les van los guiones/están aburridos/quieren volverse majaras, escaleten las series de los King. Solo para que se hagan un idea de cómo debe ser el mapa de tramas de Evil (me lo imagino como un grabado de Escher convertido en guion): Leland Townsend (Michel Emerson), el vocero de Satán, infiltrándose en la iglesia católica cual caballo de Troya pidiendo que le hagan un exorcismo; la simpatía por del diablo que manifiesta la abuela Sheryl (Christine Lahti), simpatía que desemboca en veneración (durante toda esta entrega asistimos a la consumación de un ritual), el aumento del protagonismo de la siempre perspicaz hermana Andrea (Andrea Martin), que se erige como verdadera mentora de David; la relación matrimonial de Kristen, que se reactiva con el regreso de su esposo; toda la línea argumental referida a las clínicas de reproducción RSM, etcétera, etcétera, etcétera.
La diversidad dramatúrgica que despliega esta producción para la CBS nos impide formular, de momento, un juicio exacto sobre ella, principalmente porque lo deja todo abierto de cara a una tercera temporada que da la impresión de estar confeccionada de antemano y que debería cerrar todos los interrogantes que, hoy por hoy, carecen de respuestas. Ahora bien, no es menos cierto que esta multiplicidad de pequeñas historias provoca que determinados sucesos se queden en lo anecdótico o nos obliguen a preguntarnos por el desenlace de determinadas situaciones que son dejadas en suspenso cuando, dada su importancia, exigen una resolución más inmediata. En el episodio 2.10 (‘O is for Ovaphobia’) tenemos un par de buenos ejemplos: ¿qué sucede con la ‘cola’ de Lexi (quizá sea solo una visión suya, pero, aun así, habría que explicar porque deja de aparecer/notarse)? ¿Y qué pasa con la pareja de Ben tras la ‘posesión’ por parte de su hermana gemela nonata (absorbió en el útero, pero ahora se manifiesta)?
En ocasiones, la serie recupera algunos personajes de buenas a primeras y en otras deja conflictos irresolutos -Ben y su pareja, de nuevo-, si bien es cierto que eso forma parte de la apuesta de los King por dinamitar las estructuras recurrentes, tanto es así que son capaces de entregar el protagonismo de (casi) un capítulo entero a personajes secundarios - ahí está el 2.05, ‘Z is for Zombies’, con Lila (Skylar Gray), una de las hijas de Kristen, y su vecina, como estrellas.
Pero además de esta complejísima estructura dramática, el otro punto de interés de Evil radica en su hibridación genérica. En el fondo, no deja de ser un drama legal, con tres ‘abogados’ que presentan sus argumentos frente a un juez/cura para ver si desestima una causa/caso. Al mismo tiempo, es una serie de terror (aunque quizá sea más juicioso inscribirla en el fantástico) que samplea indiscriminadamente temáticas propias del género: zombis, casas encantadas, posesiones, presencias extraterrestres, ...
Y por último, y como sucede con todo lo que lleva el sello King, es una ficción política en la que se habla de racismo (policial y en el seno de la iglesia), de la tecnologización de la vida (cómo las apps y los social media han modificado nuestro día a día), de las adicciones (ludopatía, sexo), del feminismo (en todos los ámbitos), de ciencia (la investigación neuronal), de un físico normativo impuesto socialmente, de la influencia política de la iglesia (¡esas fotos de Trump con los obispos!) y hasta de hacienda. Ese melting pot genérico favorece el desarrollo de una realización desacostumbrada para una serie de network. A medida que lo demoníaco toma visos de certeza -pasa de ser una hipótesis descartable a una verdad posible asumida por el trío protagónico, sin excepción- se imponen las angulaciones extremas y la perdida de la frontalidad (foto 2), la cámara adopta posturas oblicuas y nos encontramos con secuencias e incluso con episodios enteros rodados con luz de baja intensidad (buena parte del episodio final, por ejemplo, o del 2.04, ‘E is for Elevator’).
El mejor ejemplo de esa penetración del terror en la puesta en escena lo tenemos en la manera en la que se filma la relación profesional entre Kristen y su terapeuta, el doctor Kurt Boggs (Kurt Fuller). Las sesiones psicoanalíticas están resueltas aplicando la vieja fórmula del plano-contraplano, lo que identifica al personaje con cierta noción de normalidad (de alguien adscrito a las convenciones de la realidad: centralidad en el encuadre, frontalidad, claridad); sin embargo, cuando la madre de Kristen acude -falseando su identidad- a la consulta para sonsacarle información, cambiarán los tonos lumínicos (rojo, negro) y cuando Kristen haga un intento de terapia de pareja con su marido, las angulaciones serán más extremas (sinónimo de tensión, cosa que también sucede en la secuencia en la que ella abandona las sesiones y se emplea el contrapicado en la parte final). La manera en la que se filma el primer encontronazo del doctor Boggs con el Maligno también es significativa: de su iluminado y espacioso salón de consultas a un pasillo estrecho y oscuro, de las tomas frontales y limpias a los escorzos y los tiros de cámara bajos (foto inferior).
La libertad con que los King asumen este proyecto -libertad que, por otra parte, acarrea un listado de riesgos inacabable- encuentra su máxima expresión en ‘S is for Silence’, un episodio que firma el matrimonio y que dirige, cosa infrecuente, el propio Robert King. Kristen, David y Ben han de instalarse en un convento para investigar si se ha producido un milagro: la apertura del ataúd en el que yace el padre Thomas, uno de los monjes del tiempo enterrado un año atrás, revela que su cuerpo permanece incorrupto. El capítulo, con sus sutiles referencias a El nombre de la rosa, apenas cuenta con diálogos, pues en el monasterio está prohibido hablar y, salvo las pequeñas reuniones que el trío de investigadores celebra extramuros, allí no abre la boca ni Dios. 130 años callados porque tienen un demonio encerrado en una urna que puede escaparse si alguno de los internos pronuncia una palabra (cosas de la fe, no intenten buscarles una explicación). De un lado, King aprovecha toda la imaginería religiosa que decora las paredes del convento y su propia arquitectura (esa cripta) para retorcer la puesta en escena y, del otro, la pareja de guionistas le saca punta al planteamiento para hincarle el diente a temas de -perdonen la muletilla- rabiosa actualidad.
Ahora bien, lo más interesante de este 2.07 no está en la validación del milagro, sino en la historia de sororidad en la que se ven envueltas Kristen y la hermana Fenna (Alexandra Socha) y su relación tejida desde el entendimiento (no se pueden comunicar ni con las pizarras, pues la monja es holandesa y no sabe inglés). Esa breve amistad parte de la ayuda mutua: Kristen carga con parte del peso de una carretilla con la que Fenna no puede; colabora en el enjuagado con whisky de las grandes barricas que luego contendrán el vino que vende el convento, se emborracharán juntas, Kristen la ayudará en sus peores momentos, ambas confraternizarán pese a las miradas severas de frailes y monjas y, en un emotivo gesto final, Fenna le regalará a Kristen una botella de whisky -pero no dejará que esta la abrace porque sabe que su amistad está condenada a acabar ahí y ese contacto le dolerá demasiado- mientras que Kristen le habrá dejado como presente la camiseta que utiliza como pijama y que le vemos llevar en el último tercio del capítulo. Camiseta que lleva inscrito el lema: “boy, do i hate being right all the time”. Todos estos apuntes no se reducen a lo temático, puesto que Robert King, con su punzante malicia habitual, aplica toda la iconografía cristiana al cuerpo femenino: el lavado de pies a Kristen o los estigmas en el cuerpo de Fenna idénticos a las heridas de Jesucristo crucificado (las palmas de las manos, los empeines, el costado en el que Longinos le clavo la lanza), para señalar que aquí las que sufren, son ellas.
Como correlato a la temática anterior, el episodio aborda el machismo imperante en el seno de la iglesia. No hace falta recapitular las múltiples situaciones en las que Kristen se ve desplazada a lo largo de estos entretenidísimos 48 minutos porque hay una imagen que lo resume a la perfección: cuando el demonio parece haberse liberado de la caja que lo contenía (ojo al plano subjetivo que emplea King para ilustrarlo) y los cuerpos de algunos monjes empiezan a llenarse de llagas, cunde el pánico; en un momento dado, Kristen quiere advertirles de que Fenna necesita un médico, y vemos un corrillo de frailes dispuesto en forma circular, como un coro impenetrable al que la psicóloga no puede acceder… hasta que se cuela para dar (escribir) su opinión. De eso va, también, este ‘S is for Silence’, de mujeres que están dispuestas a acceder por las bravas a los espacios que les son negados, porque a veces es mejor pedir perdón que pedir permiso.
Atendiendo al look visual de Evil y a una entrevista concedida a ECartelera con motivo del estreno de la primera temporada en la que Robert King afirmaba que el proyecto no hubiera sido posible sin la existencia de Hannibal (Bryan Fuller, 2013-2015) -otra teleficción emitida en abierto que arriesgó como pocas en lo que a tono y forma se refiere y que, para quien suscribe, es una de las mejores series de la última década- no es de extrañar que en esta temporada se sucedan los homenajes directos a maestros del género de escuelas muy distintas. La serie toma préstamos del William Friedkin de El exorcista (1973) como se observa claramente en ‘I is for IRS’ (2.11); replica los efectos creados por Ray Harryhausen para Jason y los argonautas (Don Chaffey, 1963) en el ‘S is for Silence’ (2.07); con la introducción de la figura de Eddie bucea en el terror muñequil (¿el terrorñeco?) en la línea de Annabelle (John R. Leonetti, 2014); flirtea en varias ocasiones con el motivo de la casa encantada; se pone moderna jugueteando con la mecánica de una escape room en ‘E is for Elevator’ y, por último, remata toda la subtrama protagonizada por Leland y Sheryl con una cita directa a La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968) e incluso remite al ‘huevo’ que Ridley Scott instaló en el imaginario colectivo en la seminal Alien (1979), película a la que se alude directamente en el 2.07.
Al fin y al cabo, ese cruce referencial entre el hijo de Rosemary (Mia Farrow) y el xenomorfo que se produce en el season finale no es tan descabellado, pues de eso parece ir el rompecabezas que han montado los King, de la gestación del hijo de Lucifer (recuerden que si en la primera temporada el título de cada episodio llevaba un número, en esta segunda llevan una letra, ¿cuál será la solución al enigma?). Detengámonos aquí un segundo y veamos si nuestra hipótesis se sostiene: la red de clínicas de fertilidad que se dedicaba a engendrar niños psicópatas ha robado uno de los óvulos donados por Kristen; además, ella carga con el estigma del asesinato (y de la culpa) y de su cuerpo, como le sucedía a la bestia diseñada por H.R. Giger, sale un líquido que perfora hasta el cemento armado (¿poseerá el gen del mal?). Si a todo ello se suman la liturgia satánica en la que están envueltos Leland, Sheryl y el mefistofélico Edward Tragoren (Tim Matheson) … ¿no estarán acaso fabricando al donante conveniente para que, junto a Kristen, engendre al nuevo príncipe de las tinieblas?
A todas estas salidas rebosantes de ingenio -y rompedoras para un show emitido en abierto- hay que sumar el humor cáustico que sobrevuela toda la serie (se utiliza el mismo tema, ‘Kumbaya, my lord’, tanto para ilustrar la ordenación de Acosta como para acompañar el ritual satánico), los punzantes diálogos en los que no faltan las pullas continuas contra la iglesia y sus representantes, un puñado de ideas de inusitada brillantez (la existencia de un servicio secreto vaticano, que el representante del mal en la tierra sea un influencer o que se equipare a Amazon con una factoría de zombis) y una química actoral entre Katja Herberts y Mike Colter que nos entrega el final de temporada que algunos llevábamos más de veinte episodios esperando. Si nuestra hipótesis anterior es correcta (la del plan maestro para engendrar al hijo de Lucifer), este cierre plantea una lucha entre Dios y el Diablo que se librará en el terreno del amor, del amor prohibido, pues ella deberá traicionar el sacramento del matrimonio y él sus votos. De no ser así, quien espere a Kristen con los brazos abiertos será el diablo, probablemente.