Empecemos con Perogrullo. Una de las grandes diferencias entre el cine y la televisión es la duración. El formato serial alcanza unas longitudes casi siempre imposibles para el cine –a no ser que te llames Lav Diaz- y eso le permite, entre otras cosas, desarrollar un mayor número de tramas, ampliar los puntos de vista, estudiar el background de los personajes o aproximarse a ellos desde distintos ángulos.
Ahora bien, eso no siempre es necesario. No son pocas las series de televisión que pecan de un alargamiento excesivo, que desprecian la economía narrativa y confunden profundidad con minutaje (eso sucede incluso ahora, en la época de las plataformas en la que, en teoría, las producciones ya no están ligadas a unos estándares fijos de duración ni en lo referente a temporadas ni en lo que concierne a cada episodio).
Así que cuando uno se enfrenta a la versión que David E. Kelley ha hecho de Presunto inocente, el best-seller que el escritor Scott Turow firmó en 1987, no le queda otra que preguntarse en qué se diferencia (y si mejora) aquello que Alan J. Pakula nos ofreció en su adaptación cinematográfica de 1990.
Porque convendremos que para que nos cuenten lo mismo (o nos lo cuenten peor) es mejor invertir 120 minutos que 640 y ahorrarnos unas onzas de tiempo, algo que nunca viene mal.
Esto no quiere decir que uno esté en contra de las revisiones, ahí están, por ejemplo, Watchmen (Damon Lindelof, 2019) o Inseparables (Alice Birch, 2023) para demostrar que, con un mismo material de base, se pueden proponer nuevas visiones cargadas de enriquecedores matices.
A nivel argumental, la historia es la misma. Rusty Sabich (aquí Jake Gyllenhaal), jefe de ayudantes del fiscal del distrito Raymond Horgan (Bill Camp), es el encargado de investigar el brutal asesinato de Carolyn Polhemus (Reinate Reinsve), compañera de trabajo con la que mantuvo un affaire tiempo atrás.
El homicidio se produce en plena campaña electoral por la fiscalía y el principal rival de Horgan, Nico Della Guardia (O-T Fagbenle), apoyado por el ayudante Tommy Molto (Peter Sarsgaard), reúne un buen puñado de pruebas circunstanciales que hacen de Sabich el principal sospechoso. La investigación de la defensa para tratar de exonerarle y el posterior juicio constituirán el grueso del relato.
Antes que nada, destierren cualquier temor a convertirse en víctimas de un inmisericorde spoiler que les revele el desenlace del asunto, pues Apple TV + no ha facilitado el visionado del último episodio (que se emitirá el 24 de julio), de manera que quien esto firma no tiene manera de saber si la serie termina o no como la película (¿recuerdan su fabuloso plot twist final?). En este caso, y sin que sirva de precedente, la resolución del caso es lo menos importante.
Aunque el nudo gordiano del argumento se mantenga, la adaptación incluye variaciones con respecto a la que firmaron Frank Pierson y el propio Pakula en 1990. En lo superficial, aquella era una historia eminentemente blanca, mientras que aquí la presencia de Ruth Negga como Barbara Sabich -en sustitución de Bonnie Bedelia- y la de sus dos hijos mestizos (en el largometraje solo tenían uno) o el hecho de que el juez Lyttle sea jueza, da una idea del intento por reflejar la diversidad de la sociedad norteamericana.
Sin embargo, el cambio más sustancial lo incorpora la figura de Raymond Horgan. En la película, el fiscal interpretado por Brian Dennehy pasa de ser el mayor aliado de Rusty (Harrison Ford) a convertirse en uno de sus acusadores (él también había sido amante de Caroline).
En la teleficción de Kelley, y tras perder las elecciones, Horgan se encargará de la defensa de su amigo (y de protagonizar un par de efectivos giros de guion), lo que equivale a eliminar de la ecuación al personaje de Sandy Stern (Raul Julia), el letrado calculador que defendía al acusado en el filme de 1990.
Por cierto, la Carolyn Polhemus encarnada por Greta Scacchi era descrita como “guapa y sexy, y además buena abogada” y una arribista de manual que se valía de su promiscuidad para ascender en la pirámide laboral. En la nueva versión se indaga más en la obsesión que Rusty siente por ella. Y la Carolyn de Renate Reinsve es más objeto de deseo y víctima que mujer fatal.
Hay, lógicamente, un mayor desarrollo de los personajes. Conocemos a Lorraine (Elizabeth Marvel), la esposa de Horgan, amiga de Barbara y poco confiada en la inocencia del marido de esta. La propia Barbara Sabich posee su trama de venganza emancipadora, que consiste en flirtear con el apuesto barman de una coctelería. Asistiremos, también, a las (tediosas) sesiones de terapia de la pareja. Veremos cómo tanto el hijo de los Sabich como el de Caroline Polhemus (inexistente en la película) juegan papeles decisivos durante el proceso judicial.
Toda esta rama de secundarios -que se amplía con el intento de Sabich por proporcionar un sospechoso alternativo, lo que le lleva a investigar un antiguo caso de Caroline (en la película, el llamado caso B, remitía a una trama de sobornos en la que estaba implicado hasta el taquígrafo del juzgado)- complica el desarrollo de la historia trufándolo de elementos accesorios que apenas aportan nada.
El problema añadido es que ese incremento de tramas obliga al equipo de guionistas comandado por Kelley (aquí secundado por Miki Johnson y Sharr White) a romper con la lógica del punto de vista que dominaba el libreto de Pierson (guionista, no lo olvidemos, de La leyenda del indomable o Tarde de perros).
En el largometraje todo se cuenta desde el punto de vista de Rusty Sabich de manera que el espectador va conociendo las evoluciones del caso al mismo tiempo que el acusado. De hecho, la película se abre y se cierra con una confesión del ayudante del fiscal, mientras observamos el estrado vacío en el que se sienta el jurado, en la que Rusty transmite sus preocupaciones más íntimas únicamente a aquellos que han sufrido su mismo calvario; esto es, los espectadores.
En la versión de 2024 esa focalización fragmentaria le resta fuerza al relato, al tiempo que nos invita a preguntarnos, toda vez que se apuesta por la omnisciencia, porqué se nos escatima la verdad hasta el final. Es decir, cuando Pierson y Pakula determinan que la historia que se cuenta es la de Rusty Sabich, nos obligan a mantenernos en todo momento a su lado y, por lo tanto, a descubrir la verdad cuando él lo haga.
Roto ese pacto dramático, la disposición de la información se antoja siempre conveniente y artera, buscando el impacto por el impacto, como revela el plot twist con el que se cierra el capítulo séptimo cuyo protagonismo recae en Tommy Molto.
Otro de los problemas de la serie es que el banquillo de la acusación es más antipático que el de los Detroit Pistons de la década de los 80. El hecho de darle el papel de Tommy Molto a alguien como Peter Sarsgaard te obliga a brindarle muchos minutos en pantalla -en el filme es un personaje lateral- y otro tanto sucede con su superior, el nuevo fiscal Della Guardia, dos tipos altaneros, retorcidos y engolados cuya unión los convierte en candidatos al Premio Cianuro de la ficción 2024: asesinables desde que aparecen y tremendamente cargantes porque tienen menos matices que la puerta de una nevera.
La serie resulta efectista y tramposa, algo que también se observa en la dirección, quizá una de las menos logradas de cuantas ha firmado el casi siempre solvente Greg Yaitanes (comparte tareas de realización con Anne Sewitsky).
Si la Presunto inocente de 1990 se basaba en la contención de los actores –pocas veces Harrison Ford ha estado mejor, mientras que Bonnie Bedelia necesita de esa normalidad de señora corriente para que su personaje coja vuelo en el clímax- aquí reina el desafuero: el Rusty Sabich de Gyllenhaal es agresivo y violento, su obsesión por Carolyn se nos reitera una y otra vez (algo que ya vemos en esos mínimos flashbacks que se abren como heridas en su recuerdo) y se cargan innecesariamente las tintas para que su imputación resulte aún más contundente (lo que permite que haya sorpresas durante el juicio). Ni que decir tiene que las novedades en la relación entre Rusty y Carolyn parecen entresacadas de cualquier soap opera.
Pero ya no es solo eso, allí donde Pakula, con la inestimable ayuda del director de fotografía Gordon Willis, utilizaba la luz para narrar (la transformación de Bonnie Bedelia en la secuencia clave) o desplazaba a Ford a las esquinas del encuadre para mostrar la situación de acoso que experimentaba; Yaitanes y Sewitsky se entregan a una realización rutinaria, estropeada por un montaje fragmentario agotador e inmotivado (hay mil ejemplos, pero la reunión en el despacho de la juez en el séptimo episodio, momento en el que Rusty decide representarse a sí mismo, es muy ilustrativa).
Hay algún pasaje llamativo, como el plano secuencia marca de la casa con el que Yaitanes filma el alegato inicial de Molto, pero son escasos. Reina, sobre todo, cierto desconcierto.
Pensemos en la comparecencia de Rusty en el séptimo capítulo. Yaitanes utiliza picados, contrapicados y primerísimos primeros planos –además del crescendo musical, nada ver con el uso suave que Pakula le da a la partitura de John Williams- para enfatizar el acoso que Rusty sufre en el estrado a manos de Molto, filmado siempre de frente, con la cámara a la altura de sus ojos.
Hasta ahí, pese a la sobrecarga de estímulos, todo parece bastante lógico. No lo es, a tenor de la situación dramática que se nos plantea, que la secuencia termine con un contrapicado de Della Guardia, alguien que en tanto miembro de la parte que va imponiéndose debería formar parte una composición menos opresiva, pues de ese modo se establece una equivalencia imposible entre quien está contra las cuerdas y quien lleva las de ganar.
La luz mortecina (entre los amarillos apagados y los grises cenicientos), la cámara en movimiento, los flashbacks sexuales, las escenas oníricas o Rusty corriendo en la cinta (como si Gyllenhaal necesitará demostrar que, a sus casi 44, ese cuerpo no se tiene así como así), son toppings para decorar una serie que ya nos habían contado, mucho mejor, en 500 minutos menos.