‘Un escándalo muy real’: la caída de la casa Windsor
- La serie recrea la entrevista a la que tuvo que enfrentarse el Duque de York, a raíz de las escandalosas acusaciones sobre su relación con Jeffrey Epstein y Virginia Giuffre.
- Más información: Un escándalo muy británico: los coleccionistas
Es imposible no mirar con envidia a los británicos. No hablamos ni de su clima ni de su comida, hablamos de televisión. De sus estándares medios de calidad, al parecer solo al alcance de sus vecinos escandinavos y prohibitivo para el resto de los países europeos. Y también, y sobre todo, de la voluntad manifiesta por contarse como nación, lo que implica que sus ficciones, ya estén producidas bien por cadenas públicas o privadas, bien por las nuevas plataformas, miren de frente a la Historia sin necesidad de un mullido cojín que ablande las imágenes y conforte al espectador.
Las series británicas que se nutren de la realidad lo mismo abordan tragedias nacionales (Justicia) que conflictos obreros (Sherwood), casos espeluznantes (El quinto mandamiento) que quijotescas cruzadas judiciales (Mr. Bates contra correos), el auge del fascismo (The Walk-In) que crisis políticas (This England). Nótese que hemos citado series recientes, pero podríamos extraer títulos y títulos pertenecientes a décadas anteriores.
Sirva esta introducción para reflexionar sobre Un escándalo muy real (2024), tercera entrega de una fructífera saga que uno juzga improvisada, prolongada en función de los excelentes resultados de las entregas anteriores. En cualquier caso, la productora Blueprint está detrás de este, de momento, tríptico que se dedica a dramatizar casos peliagudos que afectan tanto a la clase política como a la aristocracia como, ahora, a la familia real.
Todo arrancó con Un escándalo muy inglés (2018), miniserie escrita por el totémico guionista Russell T. Davies y dirigida por el no menos prestigioso (de hecho, quizá más) Stephen Frears. En ella se nos contaba cómo un parlamentario prometedor, Jeremy Thorpe (Hugh Grant) intentaba deshacerse de su amante, Norman Scott (Ben Whishaw), con tal de preservar su carrera.
Tres años después, siguiendo el mismo esquema de producción y también para la BBC, llegó Un escándalo muy británico (2021). Aquí los guiones los firmaba una de las más prolíficas adaptadoras de Agatha Christie como Sarah Phelps y los dirigía la noruega Anne Sewitski.
¿El argumento? El estrepitoso y picante divorcio de los duques de Argyll, encarnados por Claire Foy y Paul Bettany, pareja aristócrata que fue carne de tabloide gracias a un caso al que no le faltó de nada: falsificación de documentos, robo, violencia, consumo de drogas, fotografías de alto voltaje, grabaciones secretas y sobornos.
Escrutada la clase política y aireadas las vergüenzas de una nobleza apolillada, solo quedaban, ay, los Windsor. La misma productora, esta vez en colaboración con Amazon MGM Studios, se mantiene fiel a su infalible estrategia (por cierto, en España la serie la pueden ver en Max, no me pregunten por qué). Detrás del proyecto figuran un guionista curtido como Jeremy Brock (El último rey de Escocia), un realizador no menos experimentado como Julian Jarrold (Appropriate Adult) y dos estrellas como Michael Sheen y Ruth Wilson.
¿Y cuál es el objeto de este nuevo episodio del lado oscuro de la historia británica? Pues ni más ni menos que la entrevista que el príncipe Andrew (Michael Sheen) le concedió a la periodista de la BBC y conductora del programa Newsnight, Emily Maitlis (Ruth Wilson) para salir al paso de las acusaciones vertidas por Virginia Giuffre, quien afirmó que el Duque de York mantuvo relaciones con ella cuando esta era menor de edad. Un abuso que se produjo gracias a la mediación del magnate financiero y amigo personal del príncipe, Jeffrey Epstein, condenado por numerosos delitos, entre ellos el de haber diseñado una red de tráfico de menores.
A lo largo de sus tres capítulos se narran los antecedentes y las consecuencias que rodearon la entrevista, verdadero nudo gordiano del relato, que terminó por costarle sus privilegios al tercero de los cuatro hijos de la Reina Isabel II. Más allá del interés que reviste lo que se cuenta, hechos que también han sido abordados por el largometraje La gran exclusiva (Philip Martin, 2024), lo importante está en algunas decisiones de escritura y de puesta en escena.
Una entrevista que se nos ofrece fraccionada en tres partes —la grabación, la posterior edición y su emisión— en un perfecto ejemplo tanto de dosificación de la información como del uso de la elipsis, sin olvidarnos de algunas decisiones formales como un llamativo y bien empleado salto de eje que señala un cambio en la base dramática de la secuencia en cuestión.
En una historia claramente desnivelada, en la que el príncipe Andrew se le otorga el papel de torpe villano, Jeremy Brock se preocupa por no hacer de Emily Maitlis una heroína inmaculada, aun cuando la miniserie esté basada en un libro suyo. Hay, primero, un tema fondo en Un escándalo muy real que tiene que ver con las relaciones maternofiliales y el abandono.
Mientras que Isabel II es un fantasma que solo aparece una vez (y fuera de foco, nunca llegamos a verla) y le pide a su hijo que rinda cuentas de sus desmanes; Maitlis vive para su carrera y descuida totalmente la crianza de su único retoño.
Su decisión final, una vez pasada la tormenta Windsor, tendrá que ver con reparar ese desapego, muy similar al que experimenta el Duque de York. De hecho, en la serie queda claro que su empeño profesional tiene como único objetivo el éxito personal: nada importa, mucho menos la víctima, salvo la obtención de reconocimiento.
Nótese también que si, por un parte, los puntuales y fugaces flashbacks certifican la culpabilidad de un príncipe que no fue condenado puesto que hubo acuerdo previo con la denunciante —la serie asume que lo que Verónica Giuffre contó es verdad—, también se esfuerza por no retratar a Andrew de una pieza. Hablamos de un tipo naif y testarudo, pagado de sí mismo (para algo luchó en las Malvinas) y, al mismo tiempo, campechano, devoto de sus hijas y de su exmujer.
Fíjense, por ejemplo, en cómo Julian Jarrold filma, en el arranque del segundo episodio, la ruptura familiar. Un plano general en el que el Duque y Sara Ferguson (Claire Rushbrook) aparecen situados uno a cada extremo, separados por la línea vertical que constituye el cuerpo de su hija Beatriz (Honor Swinton Byrne), que acaba de entrar en la estancia (foto inferior).
A partir de ahí, una sucesión de abigarrados primeros planos de los tres personajes certifica que, como dice el propio Andrew parafraseando a su bisabuelo Jorge VI, "la familia real no es una familia". El príncipe está desamparado porque su hermano Carlos le retira su apoyo y su madre, a la que adora, se ve limitada por su cargo (o eso cree él).
Fergie ve cómo su ex nombra a todas las personas que quiere. Ella no está en esa lista. Beatriz se aproxima a él, intentado mostrarle su apoyo, diciéndole que haga caso a los suyos. Jarrold insiste con los cortantes planos-contraplanos. Andrew obedecerá. El resultado final no servirá, precisamente, para reunir a la familia, algo que ya anticipaba esta secuencia.
Es esta una miniserie en la que todo está muy medido, tanto que los relojes, protagonistas del arranque de todos y cada uno de los episodios, se convierten en un objeto polisémico que ayuda a explicar y a entender la propuesta desde distintos ángulos. Se nos habla de una lucha contra el reloj, de la necesidad de efectuar la entrevista cuanto antes para evitar que los custodios de la Casa Real, representados por dos severos e industriosos funcionarios, anulen el compromiso.
No es casual, pues, que un allegro vivace domine el montaje y nos transmita esa premura con la que Maitlis y el resto de los miembros del equipo de la BBC tuvieron que preparar el encuentro. Sí, la serie también funciona como estupenda descripción de las interioridades periodístico-televisivas.
Con todo, no es esa la cuestión más relevante con respecto al tiempo. Lo más curioso aquí tiene que ver con su percepción. Cuando en el arranque de la serie, la reportera, que llega a Buckingham Palace con prisas y hecha un manojo de nervios, se topa con el bedel que ha de recibirla, el t(i)empo se fractura. Ella teme llegar tarde, se conduce con torpeza y se muestra inquieta. El conserje, a la velocidad de un perezoso con reuma, le indica cómo debe proceder, le requisa el móvil y tarda una eternidad en permitirle pasar.
Ese incidente inicial sirve como puerta a de entrada a otra dimensión. De hecho, la llegada de Maitlis a palacio se nos muestra dos veces. Una desde el punto de vista de ella, y otra, en el capítulo segundo, desde la óptica de la 'institución'. El montaje es distinto, acelerado en el primer caso, mucho más calmado en el segundo.
Esa plasmación de la manera casi opuesta de percibir el tiempo que tienen el ciudadano de a pie y la realeza nos habla, también, de cómo Andrew se enfrenta al mundo de un modo que nada tiene que ver con la cosmovisión de cualquiera de sus conciudadanos, excepción hecha de sus familiares, un puñado de milmillonarios y una docena de aristócratas que, de poder, reinstaurarían el derecho de pernada.
El descalabro público del príncipe se produce porque, precisamente, tiene una visión del mundo distorsionada, deformada por todos aquellos que le protegen de la verdad, como si fuese un director de cine endiosado al que ninguno de sus colaboradores le dice que lo que está rodando es un desastre. Cuando esa burbuja de impunidad, hinchada por el entorno, recibe un aguijonazo de realidad estalla como una bomba de excrementos cuyo rastro ya no puede limpiarse.
Y eso, que se muestra de muchas maneras a lo largo de los tres episodios, se observa, muy claramente, en la manera de percibir el tiempo. Al igual que le sucedía a la condesa viuda de Grantham (reverencia aquí para la gran Maggie Smith), quien desconocía qué cosa era un fin de semana, el Duque de York forma parte de esa élite que ha vivido en domingo toda su vida. Y eso marca.