Constantino Cavafis: el espíritu y la carne
Estoico, irónico, sincero, y admirado por Cernuda, Aleixandre y Gil de Biedma, es el poeta de la vida y el arte, el equilibrio y el desorden, lo griego y lo bárbaro
Constantino Cavafis murió sin haber publicado la mayor parte de su obra. Fumador empedernido, un cáncer de laringe acabó con su vida en 1933. Pasó sus últimos días en el Hospital Griego de Alejandría, acompañado por una maleta adquirida hacía treinta años para viajar a El Cairo. “Entonces tenía salud y era joven”, comentó al abandonar su casa para agonizar en un sanatorio. Había pasado los últimos años en el barrio de Massalia, cerca de un hospital y una iglesia. Debajo de su vivienda, había un burdel que cada noche se llenaba de música, voces e improperios. “¿Dónde podría vivir mejor?”, se preguntaba. “El burdel proporciona carne a la carne, la iglesia perdona los pecados y el hospital te ayuda a morir”. Abatido por la traqueotomía que apenas le permitía hablar, es probable que, tras su resistencia inicial a aceptar el diagnóstico de cáncer, Cavafis ya hubiera asimilado la inminencia de su muerte. “Yo soy el espíritu, aquí debajo está la carne”, solía bromear, refiriéndose al lupanar de la planta baja, pero ahora le esperaba la carne y no para celebrar una vez más los placeres de los sentidos, sino para recordarle la servidumbre de vivir en un cuerpo mortal. Más por agotamiento que por convicción, aceptó que el patriarca de Alejandría le administrara el sacramento de la comunión. La noche del 28 de abril no pudo superar una violenta congestión pulmonar. Murió antes del alba. El azar dispuso que el día y el mes de su muerte coincidieran con los de su nacimiento. No merece la pena empañar esta simetría, abonando la polémica que cuestiona la fecha exacta de ambos sucesos.
Su desaparición no atenuó la hostilidad de sus detractores. El reputado crítico P. Vlastos, que le acusaba de haber alumbrado una “antipoesía” lastrada por la gratuidad de dato histórico, o el consagrado Kostis Palamás, que rebajaba sus poemas a meros “bosquejos”, no comprendían la notoriedad de un autor que en el momento de su muerte solo había publicado dos pequeñas antologías y algunos poemas dispersos. Esta parvedad (que era el producto de una rigurosa selección, donde —al cabo de un año— apenas sobrevivían seis o siete de cada setenta poemas) no impidió que obtuviera en vida el reconocimiento de escritores tan laureados como Forster, T. S. Eliot o Marinetti. Toynbee y T. E. Lawrence también se interesaron por su poesía. Cuando, ya al final de su vida, se desplazó a Atenas por última vez, los periódicos le agasajaron y celebraron su presencia. No puede decirse, pues, que Cavafis fuera un maldito o un incomprendido. Su caso no es el de Emily Dickinson, que sólo llegó a publicar siete de los 1.775 poemas que compuso. Más bien se aproxima al de Kafka, aunque esta vez el amigo que hereda el legado, Alexander Sengópulos, no salva los inéditos del fuego, incumpliendo una promesa, sino que los publica de acuerdo con el orden fijado por el propio autor. En 1968, Savvidis rescata y entrega a la imprenta 75 inéditos más. Se completaba de este modo el corpus de una de las obras más influyentes de la poesía contemporánea.
La vida de Cavafis está desprovista de sucesos relevantes. Salvo la muerte prematura de todos sus hermanos y la pérdida del patrimonio familiar, no hay grandes cosas que destacar. Empleado en el Ministerio de Riegos de la Administración inglesa y corredor de comercio, aborrecía su trabajo. Ahorró durante mucho tiempo para comprar su libertad. Al cabo de treinta y cuatro años, logró reunir dinero suficiente para renunciar a sus incursiones en la Bolsa y a su puesto de funcionario. Dedicaría el tiempo de vida que le quedaba a su obra literaria, escribiendo a la luz de las velas, pues su apartamento carecía de electricidad. Los informes que se conservan de sus superiores le describen como un empleado concienzudo y eficaz. Es sorprendente que su antipatía hacia el trabajo no le impidiera cumplir puntualmente con sus obligaciones. No es difícil advertir la analogía con Kafka, que también se mostraba escrupuloso en la realización de un trabajo anodino. Es probable que la insatisfacción explique en cierta medida la perseverancia de Cavafis en su deseo de escapar de la mediocridad. No es un secreto que amaba Alejandría. Su desorden, su hibridez, su promiscuidad. Su decadencia no había borrado el esplendor de antaño. Ruinas y escombros evocaban la edad de oro del helenismo. Durante mucho tiempo, se atribuyó a Cavafis una persistente fascinación por lo decadente, pero Marguerite Yourcenar ya advirtió que, para el poeta, Alejandría era el lugar “donde el patriotismo de la cultura releva al de la raza”. Es decir, el espacio donde la cultura griega sale de sus muros y se funde con otras tradiciones, cumpliéndose la observación de Isócrates, según la cual es griego todo aquel que vive conforme a unas costumbres. Cavafis no se complace en la desintegración de un modelo cultural. No es el decadentismo, sino el sentimiento de pérdida lo que le empuja una y otra vez hacia el pasado. Sin embargo, no se limita a expresar su nostalgia. Si hubiera procedido así sería uno de los tantos poetas neorrománticos de la época. Cavafis se propone reformar la tradición, pero sin renunciar a ella. Por eso, prescinde del metro, la rima, el epíteto. Su intención es depurar el verso, hasta alcanzar esa palabra sencilla, elemental, desnuda.
Atrapado por una rutina embrutecedora, Cavafis no esperaba nada del porvenir. Sus esperanzas se habían depositado en el tiempo de los Ptolomeos y del Templo de las Musas. Su interés por la historia no es casual. Su desinterés por la política, tampoco. Salvo alguna alusión puntual (como el ahorcamiento de un joven de diecisiete años acusado de rebelión por los ingleses), su poesía se mantiene alejada del compromiso. Esa postura, que algunos críticos han intentado matizar, procede de su escepticismo ante el progreso material y científico. En su opinión, no era en la utopía, sino en la ucronía donde había que buscar la posibilidad de un mundo diferente. Esa alternativa, que cuestiona la concepción lineal del tiempo, solo podrá realizarse en el dominio de la poesía. La evocación del mundo helenístico forma parte de una rebeldía donde no se cuestiona ya un orden político, sino la misma realidad. Ese descontento va inevitablemente unido a la voluntad de ser otro. No cabe otra opción ante la impotencia de un destino no elegido: “Qué desgracia, cuando estabas hecho / para hermosas y grandes obras, / ese destino tuyo injusto siempre...”.
Frente al tedio de la existencia, se perfila el poder emancipador de la poesía o la fuerza del deseo, capaz de abolir el tiempo y encender la carne. En un poema de 1930, contrapone la belleza del mundo y del placer físico a la sórdida rutina de su escritorio. El roce de unas manos y la proximidad de unos labios pueden arrojar al olvido “la ingrata jornada / que lo había esclavizado en una mesa”. Cavafis cultivó el griego con esmero y lo escogió como vehículo de expresión literaria, lo cual no carece de importancia, pues sus continuos desplazamientos durante su infancia le obligaron a aprender de nuevo el idioma. Su elección no fue aleatoria, sino que obedeció al deseo de asimilar una cultura y una tradición. Su apuesta por el demótico cuestionaría su aparente neutralidad en temas políticos, pero en ningún caso justificaría su inclusión en la nómina de los autores que no perciben ninguna incompatibilidad entre poesía e ideario político.
Cavafis pasó la mayor parte de su vida en Alejandría y solo visitó Grecia en tres ocasiones. Sus estancias fueron breves y, en cualquier caso, insuficientes para proporcionarle algo más que un conocimiento superficial del país, pero eso no impidió que se sintiera por encima de todo griego. En su epitafio a Antioco, rey de Komagene, no encuentra un epíteto más elevado para cantar las excelencias del monarca muerto: “Fue justo y sabio en su gobierno. / Prudente y de noble corazón. / Pero aún fue más que todo eso, fue griego. / La humanidad no tiene cualidad más honrosa; / si más alta la hay será entre los dioses”. Esta exaltación de Grecia no responde, sin embargo, a un nacionalismo de inspiración romántica ni al orgullo provinciano. Cavafis no se identifica con un país real, sino con un ideal imaginario. En su poesía, Grecia no es una nación con límites geográficos o intereses políticos definidos. Ajena a estas contingencias, Grecia es una cultura, un símbolo o, si se prefiere, una idea y Cavafis sitúa esa idea en un pasado mítico en una supuesta edad de oro donde reinaban la belleza y la armonía. La cultura griega adquiere de este modo el carácter de arquetipo. Es un modelo que no se corresponde con nada real, pero que designa la existencia de un espacio ideal al que solo es posible regresar mediante la poesía. La alabanza de la cultura clásica implica el repudio de los valores cristianos. Por lo menos, así lo entiende Cavafis, que no oculta su aversión hacia el cristianismo. Las razones son múltiples. Desde su punto de vista, los cristianos odian el cuerpo, desprecian lo mundano e identifican la virtud con la renuncia. A pesar de su anticristianismo, Cavafis no logró librarse de la conciencia de pecado. De ahí que a la realización de sus deseos siempre le acompañe una sombra de pesar y la nostalgia del mundo clásico, donde la inocencia del devenir aún no había sido cuestionada por el dogma del pecado original: “Oh maravilla de las noches de Jonia / en donde sin temor, como un auténtico griego, / la plenitud del placer tuvo”.
El rechazo del cristianismo no va acompañado en Cavafis de una actitud escéptica ante el hecho religioso. Por el contrario, se percibe una suave nostalgia de los dioses paganos: “Aunque hayan derribado sus estatuas, / y estén proscritos sus templos / los dioses viven siempre...”. Cavafis se rebela contra la moral cristiana, pero no niega el valor de la experiencia religiosa. Eso no significa que postule la existencia de un orden sobrenatural. Cavafis contempla con resignación “la obra oscura de la muerte”. La muerte nos devuelve “al gran seno de la Nada, lo cual no significa que debamos prescindir de las intuiciones religiosas. La pluralidad de dioses del paganismo expresaba la rica complejidad del ser humano y, lo que es más importante, mantenía la unidad esencial del orden natural y la vida consciente. El mito del pecado original abre una trágica escisión entre el hombre y la naturaleza que no existía en el mundo antiguo. El monoteísmo cristiano transforma la realidad en un entorno hostil donde predomina un sentimiento de extrañeza. El Dios único es incompatible con los dioses múltiples e imperfectos del politeísmo. Cavafis cree en la inocencia del hombre y del devenir. La muerte nos aguarda y hasta los inmortales se afligen ante la dura imagen de lo efímero, pero ese destino no menoscaba ni un ápice el valor de la vida. Hay que salir al encuentro de la felicidad y no postergar jamás los placeres que se nos brindan como fruta madura. “Nada me retuvo -escribe Cavafis-. Me liberé y fui. / Hacia placeres que estaban / tanto en la realidad como en mi ser, / a través de la noche iluminada. / Y bebí un vino fuerte, como / solo los audaces beben el placer”. Toda la ira del poeta se dirige contra el monoteísmo cristiano. Ignoro si Cavafis leyó a Nietzsche, pero cuando escribe: “los grandes dioses de la ilustre Hélade... se han disgustado / y se han ido en señal de desprecio”, todo sugiere una secreta afinidad con el espíritu que asegura que “los dioses han muerto de risa al oír decir a uno de ellos que él era el único dios”.
La poesía de Cavafis incurre en la melancolía e incluso en la desolación, pero rehúye el pesimismo ontológico. La brevedad de la existencia no rebaja el valor de las cosas: “Corta fue la hermosa vida. / Pero qué poderosos los perfumes...”. Al igual que los estoicos, Cavafis desarrolla una teoría ética orientada hacia la felicidad. Todos los placeres son dignos de estimación y sólo ellos pueden proporcionarnos la dicha. Cada uno de nuestros sentidos es una vía a través de la cual el mundo se pone en contacto con nosotros. El tacto de los cuerpos, la contemplación del mar o el olor de la noche, son algo más que sensaciones. Para Cavafis, son auténticas revelaciones, una teofanía jubilosa donde se manifiesta la bondad del universo. Nada más ajeno a la virtud que el lamento o la execración de la vida: “Escucha con emoción, mas nunca / con lamentos y quejas de cobarde, / goza por vez final los sones, / la música exquisita de esa tropa divina, / y despide, despide a Alejandría que así pierdes.” Alejandría transciende nuestra existencia individual y conserva su belleza inalterable, aunque ya no podamos verla. Por eso hay que seguir la lección del estoicismo, que entiende la finitud como la ley que regula el orden de las cosas. De nada sirve rebelarse contra este principio.
Al igual que la obra de Gide o Cernuda, la poesía de Cavafis es un canto al amor homosexual. El poeta no oculta su fascinación por “la imagen de un efebo, / inasible como una sombra alada...” y se lamenta de los prejuicios, que le obligan a ocultar la naturaleza de sus inclinaciones. “De mi amor no puedo hablar”, confiesa, y en un poema titulado “Desesperación” reconoce que desearía “liberarse / de la marca del placer enfermizo; / de la marca del vergonzoso placer.” En otro lugar elogia el cuerpo de un joven cuyos labios parecían “hechos para camas / que llama infame la moral ordinaria” y dirige duras palabras contra “esos enlutados moralistas” que condenan los placeres prohibidos. Todo parece indicar que Cavafis no consiguió aceptar fácilmente sus tendencias. En “Días de 1896”, un poema escrito en las postrimerías de su vida, nos habla de un hombre repudiado por la sociedad. No es difícil ver sus propios rasgos en ese retrato: “Su degradación era total. / Su tendencia amorosa, / prohibida y severamente despreciada... / Llegó a ser un sujeto tal que solo con tratarlo / podía uno quedar en entredicho.” La homosexualidad de Cavafis no agota su poesía, pero lo cierto es que sin ella su obra hubiera sido distinta. La forma de encarar su diferencia no es semejante a la de Gide, que de un modo algo pueril convierte sus inclinaciones en uno de los estigmas del genio artístico, ni tampoco se aproxima a la actitud de Cernuda, que transforma sus tendencias en un desafío subversivo. Cavafis nos recuerda más bien a Proust, que se considera miembro de una “raza maldita” o a Genet, atormentado por las ideas de culpa y redención. Su impugnación de la moral cristiana no logró espantar la sombra del pecado.
La poesía de Cavafis no elude la pasión carnal ni el erotismo explícito. El poeta no intenta ocultar sus deseos ni utiliza circunloquios para mencionar el contacto físico: “Y allí sobre un lecho barato, miserable, / el cuerpo tuve del amor, los labios / voluptuosos y robados de la embriaguez...”. La idea de pecado que sobrevuela estos poemas no impide que Cavafis entone amargos lamentos por las oportunidades perdidas. Los años le han enseñado que nunca debe demorarse el placer. Por eso contempla la vejez con cierta piedad, pero el sentimiento de repulsión es más intenso. La imagen de un anciano bujarrón deambulando por los cafés en busca de jóvenes hermosos le inspira repugnancia.
Si lo biográfico es una de las constantes de la poesía de Cavafis, no es menos importante –pero sí menos evidente- su tendencia a teorizar sobre el acto de escribir. En ese sentido, su obra es una obra plenamente moderna, pues incluye una meditación sobre el lenguaje y sus formas de expresión. La poesía abandonó hace mucho tiempo su antigua función de vínculo. La comunidad ahora prospera de espaldas a ella y no da ninguna muestra de necesitarla. Ya no es una experiencia colectiva, sino un fenómeno estrictamente individual.
La transformación de la poesía en una experiencia subjetiva ha empujado a la mayoría de los poetas hacia el lenguaje coloquial. El prosaísmo de la lengua se ha convertido en el cauce de un mundo marcado por la disgregación y la anomia. Se ha hablado mucho sobre el origen de este fenómeno. Algunos atribuyen este giro a la poesía romántica inglesa. También se ha apuntado que el verdadero precursor de esta tendencia fue el simbolismo francés. La literatura española no se hizo eco de esta inflexión hasta las postrimerías del modernismo. La confusión que llevó a identificar el lenguaje popular con el idioma hablado ya ha sido superada. Parece indiscutible la fuerza de la poesía como elemento de cohesión, pero tras la experiencia de los totalitarismos se impone la meditación y el cambio. La poesía ha abandonado el énfasis que la caracterizó durante siglos. Tal vez porque ya no es música ni canto popular, sino ensimismamiento y reflexión interior. La imagen de un hombre explorando su conciencia ha sustituido a la vieja estampa del juglar.
A pesar de su nostalgia del mundo clásico, Cavafis no es ajeno a esta transformación. Su poesía emplea los recursos del lenguaje hablado e incurre deliberadamente en el prosaísmo y el giro coloquial. A veces, incluso es vulgar y descarnada. El encuentro de los amantes suele acaecer en lugares sórdidos y herrumbrosos. El escenario puede ser un callejón repleto de basura o la mugrienta habitación de una pensión. Los protagonistas de estas historias furtivas muchas veces son jóvenes pobres e ignorantes que comercian con su cuerpo y que conservan una extraña dignidad a pesar de su degradación. Cavafis no elude el tema del amor venal. Aquellos a los que la edad les ha obligado a comprar lo que otros obtienen sin regalos ni zalemas, negocian con “dos trajes y algún / fulard” o con alguna modesta cantidad de dinero para conseguir esos cuerpos y esos “labios / voluptuosos y rosados” que testimonian la inexistencia de otro paraíso que no sea el de la carne.
La fascinación por el viaje siempre acompañó a Cavafis. El viaje es una experiencia física, pero lo más esencial no está en los paisajes y ciudades que se atraviesan, sino en los cambios y transformaciones que se operan en nuestro interior. Por eso no hay que ceder a la impaciencia (“Pide que tu camino sea largo, / ...no apresures el viaje./ Mejor que se extienda largos años; / y en tu vejez arribes a la isla / con cuanto hayas ganado en el camino”), ni exigir a nuestro punto de destino algo más que el mero hecho de habernos empujado a viajar. La aventura de Odiseo finaliza cuando regresa a Ítaca. Poco importa lo que le espera a su llegada. “Ítaca te regaló un hermoso viaje. / Sin ella el camino no hubieras emprendido. / Mas ninguna otra cosa puede darte.” El viaje nos descubre cosas nuevas y hace emerger de lo más profundo aspectos que ni siquiera sospechábamos o que se hallaban adormecidos. Sin embargo, jamás encontraremos lo que nunca habitó en nuestro interior. “A Lestrigones ni a Cíclopes, / ni al fiero Poseidón hallarás nunca, / si no los llevas dentro de tu alma, / si no es tu alma quien ante ti los pone.” El pesimismo existencial de Cavafis se acentúa en el célebre poema titulado “La ciudad”: “No hallarás otra tierra ni otra mar. / [...] La vida que aquí perdiste / la has destruido en toda la tierra.” La conciencia se revela como una angosta cárcel donde discurre toda nuestra vida. El viaje alumbra mundos nuevos que yacían aletargados en algún oscuro pliegue de nuestro espíritu, pero nunca podrá liberarnos de nosotros mismos. Ni siquiera podemos estar seguros de que exista algo más allá de nuestra existencia individual. Tal vez el mundo sea como lo describió Tennesse Williams: un conjunto de celdas habitadas por hombres que confunden el eco de su voz con las palabras de una conversación.
Cavafis pertenece a la estirpe de los poetas que conciben la poesía como un diálogo. La palabra es un puente que une a los hombres y que transciende el tiempo. Un hombre contempla un apunte hecho a lápiz de un amigo muerto y el retrato ilumina su rostro abatido: “A mi memoria vuelve más hermoso / ahora que mi alma lo evoca fuera del tiempo”. La poesía permite que los muertos “regresen / y permanezcan en el poema.” La obra de Cavafis no es una meditación sobre el lenguaje o el ser, sino sobre el humano existir. Sus poemas evocan el placer, la emoción y la alegría. Cavafis, que no es ajeno a la seducción de las ciudades, tampoco se muestra insensible ante la poderosa sugestión del mundo natural. Su fascinación por la antigua civilización griega explica perfectamente que todo su entusiasmo se vuelque sobre el paisaje mediterráneo: “Que me detenga aquí. Que también yo contemple por un momento la naturaleza. / Del mar en la mañana y del cielo sin límites / el luminoso azul, la amarilla ribera: estancia / hermosa y grande de luz.” Al contrario que los poetas románticos, Cavafis no busca en la naturaleza el espectáculo grandioso y sobrecogedor, sino el lugar apacible y sereno, donde reinan el equilibrio y la armonía. Dicho de otro modo: busca un espacio a la medida del hombre.
“Esperando a los bárbaros” es acaso el más célebre de los poemas de Cavafis. Al igual que el superhombre de Nietzsche, no es fácil determinar el verdadero significado de los “bárbaros” de los que habla el poeta. Su inminente llegada tal vez sea lo único que mantiene en pie a un imperio en descomposición. La historia nos ha enseñado que una cultura en crisis necesita una amenaza para sobrevivir. Sin el odio antisemita, quizás habrían desaparecido las señas de identidad del pueblo judío. La fantasmagórica fortaleza de El desierto de los tártaros no existiría sin el peligro de invasión que se agita más allá de sus muros. Sin embargo, los “bárbaros” son algo más que una amenaza. Son una fuerza renovadora destinada a vivificar el viejo mundo. Pero “la noche cae y no llegan los bárbaros. / Y gente venida desde la frontera / afirma que ya no hay bárbaros. / ¿Y qué será de nosotros sin bárbaros?” Hay cierto eco nietzscheano en esta lamentación. Sólo los bárbaros podrán liquidar un mundo enfermo y caduco para abrir un nuevo horizonte. Los datos de que disponemos apuntan que los bárbaros del poema aluden a la revuelta sudanesa contra el imperio británico. Los egipcios esperaban que el éxito de la rebelión contribuyera de alguna manera a la causa de la independencia. En realidad, el poema trasciende su coyuntura histórica. Su valor no reside en su función denotativa, sino en su carácter mítico y metafórico. La poesía de Cavafis no desprecia lo inmediato y, en más de una ocasión, yuxtapone planos, fundiendo épocas y estableciendo paralelismos que ignoran los límites físicos y cronológicos. Su espacio no es lo real, sino el mito. No es necesario ser un nacionalista egipcio para comprender el sentido de un poema que, con cada lectura, abre nuevos campos semánticos. Los bárbaros pueden ser los otros, pero también nosotros mismos o lo que de nosotros mismos desconocemos: el instinto, las fantasías oníricas, la complacencia con el dolor y la muerte. Indistintamente, pueden ser los “persas” (que es la expresión utilizada por Cavafis para referirse a los ingleses), el grosero materialismo del mundo moderno o el nacionalismo agresivo de los poetas griegos neorrománticos. Y la polisemia del término no se agota con estas posibilidades, pues en el futuro surgirán nuevos significados, cuando las circunstancias sean otras. En cualquier caso, el texto desborda al autor y a la época. Siempre dice algo nuevo, nunca cesa de hablar. Y lo cierto es que ya no podemos leerlo con la inmediatez del que ignora su historia efectual (esto es, el conjunto de interpretaciones que ha ido generando). Eso explica que, de alguna manera, nunca termine de decir lo que quiere decir. En definitiva, no es algo clausurado, sino un proceso abierto. Sin dejar de ser él mismo, cambia con cada ejercicio de comprensión. “Esperando a los bárbaros” es historia (Cavafis se consideraba un “poeta-historiador”), pero también literatura dramática o, más exactamente, tragedia ática elevada al más alto grado de condensación. Se ajusta a los principios de la poética moderna, que exige concentración e intensidad, pero sin elocuencia.
Cavafis se lamenta en uno de sus poemas del esfuerzo agotador que acompaña a la creación literaria: “Dos años hace que escribo / y sólo un idilio he compuesto. / Es mi única obra terminada. / Qué alta es, puedo verlo / la escala de la Poesía.” Al igual que otros poetas, dedicó su vida al empeño de encontrar la forma que le expresara. No escribió mucho, pero nunca renunció a ese propósito esencial. Esa tensión se refleja en sus poemas, que -a pesar de su dispersión- recrean las diferentes etapas de su biografía espiritual. Relato, confesión o desahogo, la poesía de Cavafis nos revela la proximidad entre lo sublime y lo miserable, lo abyecto y lo lírico, lo perfecto y lo desaliñado. Poesía viva que nos muestra las dos caras de la realidad, afirmando que no hay otro paraíso que la tierra, ni prodigio más alto que la belleza. Estoico, irónico, sincero, Cavafis es el poeta de la vida y el arte, el equilibrio y el desorden, lo griego y lo bárbaro. Admirado por Cernuda, Aleixandre y Gil de Biedma, renovó el lenguaje poético, abriendo el camino hacia una palabra volcada en la celebración del instante y en la serena aceptación de la muerte. Poeta del Mediterráneo, sus versos nos hacen sentir el júbilo y la nostalgia del que ha crecido a orillas del mar, sabiendo que la brisa y la espuma son el mejor regalo para el espíritu y la carne.