Cristóbal Serra: payaso metafísico, funámbulo vacilante
Raro, marginal, insólito... para el escritor la imaginación no es una facultad de la mente, sino una acción creadora
Los poetas, los santos y los dementes suelen ser confundidos con idiotas, pero en realidad son hombres que desdeñan el poder y han escogido el camino de la paradoja. No anhelan convertirse en objeto de adoración. Se conforman con deambular por el mundo bajo el signo de la contradicción, soportando la befa y la incomprensión de los demás. Cristóbal Serra pertenece a esa pléyade de “idiotas” que prefirieron los márgenes al centro, los arrabales a las tribunas, la periferia a los templos y palacios. Su obra es un florilegio de rarezas, una miscelánea que acredita el valor de lo heteróclito y minúsculo, una anomalía que cuestiona nuestra pobre racionalidad.
Su programa estético y filosófico es una guía para perplejos. Su hondura nace de su sencillez, que escarnece las filigranas góticas y las solemnidades del Romanticismo. Sus libros son ejercicios de introspección, moradas interiores que no han podido resistir la tentación de romper su clausura, volcando en palabras esa vida espiritual que discurre en sentido opuesto a las creencias del siglo. Cristóbal Serra fue un místico, un rebelde, un ermitaño y un profeta. Se declaró católico y taoísta. Siempre pensó que alguien guiaba su mano: “Los pocos textos que he dado en conocer, que escribí porque tenía que escribirlos, no sé quién me los dictó. Sólo sé que, cuando los escribía, era como un pájaro sobre las aguas, volaba sobre el papel como una mariposa”. Los moralistas le inspiraban desconfianza. Prefería la ternura de Jonás, según el cual la salvación no era un privilegio restringido a unos pocos, sino un don al alcance de todos los hombres: “La moral se opone a la ternura; la moral es pétrea, es la piedra, es la tabla, la ley. La ternura de mis libros es la que tiene Jonás”.
Amante de lo breve, Cristóbal Serra nunca disimuló su reticencia hacia la novela, un exceso del ego y quizás una consecuencia de la Caída, pues una trama novelesca siempre es una torre de Babel. Preciso y nítido, entendió que la oscuridad poética no era gratuita, sino necesaria y clarificadora, pues nos acerca a nuestros orígenes, cuando nombrar y crear eran actividades similares. Para Serra, la imaginación no es una facultad de la mente, sino una acción creadora, demiúrgica: “La imaginación es omnipotente y sostiene la realidad. Para mí la imaginación es el todo. Y, efectivamente, basta imaginar una cosa para que ésta exista. Es mi firme convicción”. Somos la imagen de Dios porque somos la única criatura con una imaginación creadora. En el terreno de las letras, la imaginación no debe ser volcánica y superlativa, sino escueta y exacta. No debe parecerse a una colada de lava, sino a un hilo de agua fresca. En una gota cabe el infinito.
Serra afirmaba que desde niño le perseguía “un dómine ceñudo” que le decía: “poda, poda”. Esta nota, que no quiere incurrir en la prolijidad que tanto desagradaba al escritor balear, se limitará a comentar su primera obra, Péndulo y otros papeles, que apareció en 1957. Se trata de una pieza breve. En el volumen que contiene su obra completa, Ars quimérica, apenas ocupa setenta y cinco páginas. No es un libro de cuentos. No es un dietario. No es prosa poética, sino poesía en prosa que elude la efusión lírica. Inclasificable, apuesta por lo disperso y vago con notas levemente autobiográficas.
Serra inventa un heterónimo para explicar su filosofía. Se llama Péndulo y es un “payaso metafísico” y un “funámbulo vacilante”. Al igual que San José de Cupertino, carece de carácter novelesco, mágico y legendario. En el mejor de los sentidos, es un asno, una criatura pacífica, inocente y sencilla. Encarna ese analfabetismo espiritual que exalta el Evangelio. Es un idiota, como el príncipe Mishkin, o Alonso Quijano en sus momentos más grotescos. Péndulo es un héroe cristiano, un pobre de espíritu, un desarraigado, que cultiva la espontaneidad y la humildad. No se plantea ser virtuoso, sino poético. Desprecia la ambición fáustica de saberlo todo. Péndulo es “un extraño, un refractario, un insumiso”. No es amoral, pero tampoco moralista. Vaga por la costa “para encontrar a los otros –el Otro- y vivir con ellos experiencias absurdas”. Su único crimen es la poesía. Es un poeta, pero no un académico laureado, sino una versión de Charlot, un inadaptado que no encaja en la civilización mecánica. Atolondrado, soñador, generoso, su estilo es oriental y se basa en la repetición: “pensamiento que avanza en lugar de concluir, amontona en lugar de analizar, incompleto, irregular, y abierto como la vida”. Péndulo es melancólico y disparatado. Aspira a ocupar una hendidura, un espacio intermedio entre “la literatura y la filosofía, el sentimiento y la meditación, la impresión y el pensamiento”. No le importa reconocer su parentesco con la literatura religiosa y su convicción de que la poesía de hoy ha adoptado la forma de la prosa: “estamos ante el ocaso del verso”. A Péndulo le gusta la niebla, que no puede comprarse, el magnetismo de la tierra balear, tan espiritual, “la tristeza atávica del crepúsculo”, los asnos, tan injustamente vilipendiados, el silencio de los claustros y la soledad del pensamiento.
Cristóbal Serra describe minuciosamente a Péndulo, pero enseguida lo saca de escena. No vuelve a mencionarlo, pero sabemos que sigue ahí, impulsando la escritura. Serra incluye en su primera obra un diálogo con los muertos, aprovechando la finta para expresar sus opiniones literarias. No le agrada la fecundidad de Chesterton, pero admira su humor, que en sus mejores momentos evoca el timbre de Cervantes o Shakespeare, su juicio sano, su “grave cordura poética” y su “dialéctica paradójica”. De François Mauriac destaca su dominio del idioma: “Su palabra es canto”. Bernard Shaw no despierta su fervor: “Su ingenio pellizca el cerebro. Nada más”. Léon Bloy le parece un profeta, solo apto para “quien ha sido tocado por el fuego de la fe y se ha quedado doloridamente chamuscado”. Bloy fue “hombre de honduras espirituales”. Tosco y sincero, “novio del dolor, tomó el sendero espinoso y no la fácil vereda”. No era un teólogo, sino un espíritu que buscaba la luz entre las sombras y los rastrojos. No pensaba con conceptos, sino con imágenes, como los profetas bíblicos. Consideraba que el universo era un jeroglífico. Todo son signos, símbolos, arcanos, misterios cifrados.
Serra creía en el Demonio, pero diferenciaba entre Satán, rey del mundo subterráneo, artífice de las pasiones inmundas, y Lucifer, una inteligencia mecánica que ha inspirado el mundo moderno, con su imparable progreso tecnológico, donde ocupan un lugar destacado las bombas atómicas. “Ya sé que muchos modernos –escribe– consideran flojera de la mente creer en esa ingenuidad del diablo. Pero tampoco estoy muy seguro de que quienes no creen en él sean portentos de agudeza y lucidez. Simplemente, no ven lo que otros vieron”. Serra cita La Importancia del Demonio, el ensayo de José Bergamín, según el cual “todo punto de vista exclusivamente materialista es el punto de vista propio del demonio”. Lo específico del demonio, puntualiza el escritor balear, es la negación. Es “el negador máximo [que] lo convierte todo en erial y no hay flor que no diseque”. Escritor vanguardista, Serra apreciaba el surrealismo, con su pensar intuitivo, visual, esencial y primigenio. Aficionado a la pintura, admiraba a Paul Klee, con su “sosiego creador” y su “mirada alerta”.
Péndulo y otros papeles finaliza con una serie de aforismos. Serra describe la muerte como “la hiedra de los huesos”. Afirma que le gusta escribir “con lápiz y con látigo”. Admira la tradición, pero admite que es un “estanque” donde “croan muchas ranas perezosas”. Se mofa del conformismo, reposo de “los pájaros muertos”. Reconoce que digiere mejor un huevo frito que la prosa de Aristóteles. Asegura que no le preocupa la censura “ni el ser censurable”. Define las frases felices como “monedas de cuño indeleble”. Apunta que la cordura no está exenta de tontería y que el valor de una obra no se mide por los epítetos dispensados, sino por los méritos.
En el primer libro de Cristóbal Serra ya están todos sus méritos: prosa precisa e incisiva, parquedad, ingenio, humor, una crítica feroz de la modernidad, una apología del asno como símbolo de un saber alejado de la razón científica y un estilo a medio camino entre las vanguardias históricas y el Antiguo Testamento. Nunca se desviaría de ese rumbo, abogando por el regreso de los profetas como única alternativa para derrocar la hegemonía de la ciencia, inagotable fuente de deshumanización. En ciertos aspectos, nos recuerda a Joseph de Maistre, pero sin su crueldad.
Solitario, visionario, ascético, católico, consideraba a Jesús un maestro incomprendido: “Me sedujo siempre el Evangelio, porque Jesús predica, pero no nos da nunca una conferencia para agotar el tema. Queda todo un poco péndulo. Usa la paradoja, el proverbio, la hipérbole; esgrime la ironía, dejando caer más de una pulla. Si calibramos su enseñanza, vemos que esta no va dirigida solo al intelecto, no puede ser explotada dialécticamente. Como maestro, es el más huidizo de los docentes”. Raro, marginal, insólito, excéntrico, Serra siempre dijo que “quien se aferra a la fama, suele morir infame”. No fue su caso. Imagino que ahora se pasea por la eternidad acompañado por un asno. Quizás se ha encontrado con Juan Ramón Jiménez y ambos han comprobado que Dios sigue escondiéndose. No por malicia, sino porque es más grande incluso que la imaginación.