'Apocalypse Now': viaje al corazón de las tinieblas
La perspectiva de Coppola no es totalmente ecuánime, pero eso no malogra su filme, pues el relato, el ritmo, la música, las imágenes y los diálogos trascienden cualquier prejuicio.
El sonido de las aspas de un helicóptero marca el inicio de Apocalypse Now, la ambiciosa y ya clásica película de Francis Ford Coppola basada en El corazón de las tinieblas, la novela de Joseph Conrad. La obra de Conrad se publicó en 1902. En esas fechas, ya se había puesto de manifiesto que el proceso de colonización impulsado por Europa en distintos continentes no respondía a propósitos filantrópicos, sino a la voluntad de saquear y esclavizar.
A pesar de su admiración por el Imperio Británico, Conrad no esconde el espanto que le produce la colonización europea. Ambientada en el Congo, su novela recrea la brutalidad de la compañías comerciales que explotan la colonia. Hoy sabemos que Leopoldo II de Bélgica promovió un horrible genocidio para enriquecerse con las plantaciones de caucho. Se calcula que unos quince millones de nativos murieron a consecuencia del trabajo extenuante o las represalias adoptadas contra las aldeas rebeldes. El exterminio incluyó castigos inhumanos, como mutilaciones, flagelaciones y violaciones.
Conrad no minimiza la crueldad de los europeos, pero al mismo tiempo construye una fábula que narra la degradación moral del hombre blanco al entrar en contacto con la selva. Frente a la civilización, sinónimo de progreso material y moral, la selva simboliza la pervivencia de la barbarie.
Kurtz, un carismático agente comercial, se convierte en un despiadado reyezuelo al sumergirse en un mundo ajeno a los valores occidentales. Conrad describe a los nativos como seres primitivos y amorales. Kurtz acaba cortando cabezas, contagiado por su salvajismo. Esta visión deforma obscenamente la realidad, pues fueron los europeos los que mutilaron a miles de nativos para propagar el terror.
Apocalypse Now incurre en una perspectiva similar. Afortunadamente, la grandeza del arte reside en que desborda las intenciones de sus creadores y de ahí que Conrad y Coppola corroboren sin proponérselo la célebre reflexión de Walter Benjamin: “No hay documento de cultura que no lo sea al tiempo de barbarie”.
La crueldad de Kurtz quizás se activa al sumergirse en las tinieblas de la guerra, pero la semilla de la violencia ya viajaba en su interior y se había gestado en su lugar de origen. No es algo sobrevenido, sino un aspecto esencial de su cultura. La verdadera identidad de Occidente no es la democracia y la libertad, sino una insaciable voluntad de poder.
Apocalypse Now se estrenó en 1979, cuatro años después del fin de la guerra de Vietnam. En esas fechas, ya se sabía que Estados Unidos había cometido gravísimos crímenes en su lucha contra el Vietcong. De hecho, había justificado su implicación en el conflicto con una operación de bandera falsa, el famoso incidente de Tonkín, supuestamente acontecido el 2 de agosto de 1964.
El gobierno de Lyndon B. Johnson utilizó fotografías falsas para acusar a Vietnam del Norte de atacar a la Armada de Estados Unidos. De ese modo fraudulento, logró que el Congreso incrementara notablemente el presupuesto militar y enviara a 440.000 soldados más al país asiático. En plena Guerra Fría, Washington consideraba prioritario frenar la expansión del comunismo por el mundo, incluso con métodos tan inhumanos como el napalm y las armas químicas.
La brutalidad del ejército estadounidense, simbolizada por la fotografía de la niña Phan Thi Kim Phuc huyendo desnuda y con el cuerpo totalmente abrasado por el napalm, despertó la indignación de la opinión pública. La masacre de My Lai, un pueblo donde los americanos asesinaron a sangre fría a 504 civiles desarmados, incluidos mujeres, niños y ancianos, incrementó aún más la impopularidad de la guerra.
Años más tarde, el periodista Nick Turse documentaría infinidad de matanzas similares en su obra de investigación Dispara a todo lo que se mueva, evidenciando que el gobierno de Washington alentó una política de extermino. Hubo muchos My Lai, pues se aplicó una estrategia de tierra quemada. Se arrasaron centenares de aldeas para evitar que continuaran aportando hombres y alimentos a la guerrilla. Se calcula que un millón de civiles murieron a causa de esa estrategia criminal.
[El cine de ayer: el prodigioso 1939]
Jean-Paul Sartre y Bertrand Russell crearon un tribunal de opinión internacional e independiente para juzgar la actuación de Estados Unidos durante la guerra de Vietnam. Integrado por intelectuales como Günther Anders, Simone de Beauvoir, James Baldwin, Julio Cortázar y Peter Weiss, el tribunal llegó a la conclusión de que la Administración estadounidense había planeado y cometido un genocidio.
Coppola no oculta la violencia de las tropas al mando de Lyndon B. Johnson y Nixon, pero atribuye a la guerrilla comunista el detalle más espantoso de la película: cortar y apilar los brazos de los niños vietnamitas vacunados por los americanos. No hay ninguna prueba de que haya sucedido algo así, como tampoco hay testimonios o evidencias sobre que el Vietcong obligara a los soldados americanos capturados a jugar a la ruleta rusa, tal como se muestra en El cazador (Michael Cimino, 1978).
La perspectiva de Coppola no es totalmente ecuánime, pero eso no malogra su filme, pues el relato, el ritmo, la música, las imágenes y los diálogos trascienden cualquier prejuicio. La barbarie de USA se hace visible desde los primeros fotogramas, cuando se escucha la voz de Jim Morrison anunciando: “This is the end”. Mientras, el napalm calcina la selva con grandes globos de fuego.
Occidente alardea de ser el instrumento del progreso, pero siembra la muerte. De hecho, la guerra de Vietnam parece el signo de un inminente apocalipsis. La inocencia y el bien se desmoronan, arrojando al ser humano a la desesperación más implacable. El rostro del capitán Willard (Martin Sheen) se sobrepone al fuego y la selva. Su expresión transmite hastío, angustia, desesperanza. Es uno de esos “hombres huecos” de los que habla T. S. Eliot, un alma rota y perdida cuya única esperanza es la muerte.
El coronel Kurtz leerá el poema de Eliot durante su encuentro con Willard. No es una elección casual, sino el eco de una conciencia colectiva de fracaso. El progreso no ha restaurado el paraíso. Solo nos ha alejado más de él. El reino de la muerte se expande sin cesar y los campos se han vuelto estériles. Kurtz es un rey, casi un dios, pero vive entre ruinas y sabe que su fin se aproxima. El río turbio que circunda su palacio semiderruido es la mortaja tejida por la podredumbre de una civilización que rinde culto a Tánatos.
Entre los libros que acompañan a Kurtz, se encuentran la Sagrada Biblia y La rama dorada, el clásico estudio de religión y mitología comparada del antropólogo George Frazer. Frazer sostiene que el núcleo de todas las religiones es el sacrificio periódico de un dios-rey. Su inmolación es necesaria para garantizar la fertilidad y el equilibrio del cosmos. La vida se marchita en invierno y renace en primavera. Si la semilla no muere, no da fruto. La Pasión de Cristo es una versión más de ese mito.
El capitán Willard es el sacerdote que ejecuta ese rito ancestral, pero lo cierto es que el sacrificio de Kurtz no renueva el ciclo de la vida. Por el contrario, solo añade más destrucción, más dolor, más sinsentido. Willard es un héroe existencialista. Todo le parece absurdo. Solo el ejercicio de la violencia le acarrea una efímera satisfacción. Matar es una manera de olvidar que ya está muerto, que no significa nada para nadie y que no sabe adónde ir. Matar y morir es lo único real, consistente, en una vida hueca e irreal.
Apocalypse Now es un viaje. Un viaje al corazón de las tinieblas. O, si se prefiere, un descenso a los infiernos. El infierno, que no es un lugar físico, ya está en la habitación del hotel de Saigón donde Willard suspira por una misión. Desnudo, ebrio y enloquecido, el capitán no soporta contemplar su imagen en un espejo y expresa su malestar rompiendo el cristal, lo cual le provoca una herida que hace correr la sangre por su cuerpo.
Su apariencia de “ecce homo” es engañosa, pues no es un inocente martirizado, sino un hombre deshumanizado. Aunque ha intentado situarse más allá del bien y el mal, conserva un recuerdo muy nítido de sus crímenes. Quizás eso explica que pregunte de qué se le acusa cuando dos soldados acuden a su hotel con la orden de escoltarle hasta la residencia de un general. La culpabilidad flota en su mente como una mancha de petróleo que se resiste a desaparecer en el fondo del océano.
El infierno sigue presente durante la conversación entre Willard y el general Corman (Gervase Duan Spradlin). Aunque Corman evoca el “ángel bueno” que según Lincoln habita en cada ser humano, ha convocado a Willard para ordenarle que asesine al coronel Kurtz. No es una misión oficial, sino una operación secreta que jamás saldrá a la luz. La residencia de Corman es luminosa y hay viandas en abundancia sobre una mesa, pero las tinieblas lo impregnan todo. En nombre de la moralidad, se organizan actos inmorales. El “ángel bueno” de Lincoln ha quedado oculto bajo la espesa oscuridad de la guerra.
[Vivien Leigh, Hedy Lamarr y Gene Tierney: el esplendor del Hollywood clásico]
Willard remonta el río Nung en compañía de una patrulla de soldados que fuma porros, escuchan rock en la radio o hace surf. Tyrone «Mr. Clean» Miller (Laurence Fishburne) solo tiene diecisiete años. Ha crecido en el Bronx y no está acostumbrado a la luminosidad y los grandes espacios de Vietnam. Aún no es un adulto, pero maneja una potente y letal ametralladora. Cuando escucha (I Can't Get No) Satisfaction, el famoso tema de los Rolling Stones, comienza a bailar sobre la cubierta, lanzando gritos de euforia.
Al mismo tiempo, Lance B. Johnson (Sam Bottoms), un joven soldado que ha adquirido fama como surfista, se desliza por el agua con su tabla, y Jay «Chef» Hicks (Frederic Forrest) repite el estribillo de la canción. Hasta Phillips (Albert Hall), comandante de la embarcación y bastante circunspecto, sonríe desinhibido y bromea con Tyrone. Solo Willard permanece en silencio, serio y retraído, pues sabe que viajan hacia la oscuridad más impenetrable.
El encuentro con el teniente coronel William «Bill» Kilgore (Robert Duvall) despeja cualquier duda sobre la naturaleza del viaje. Kilgore se pasea entre cadáveres, arrojando cartas de una baraja con el escudo de su compañía. Es su forma de indicar a “Charlie” (la guerrilla comunista) quién ha cometido la matanza. Kilgore no esconde el placer que le produce el olor del napalm. En su opinión, la gasolina huele a victoria. Para Kilgore, la guerra es una fiesta.
Cuando ataca una aldea controlada por el Vietcong, sus helicópteros hacen sonar la Cabalgata de las Valquirias. La cultura y la barbarie se alían una vez más en una escena a medio camino entre lo grotesco y lo terrible. En cambio, en la fiesta organizada poco después para entretener a las tropas no se escucha a Wagner, sino una melodía pop mientras tres playmates bailan sensualmente ante unos jóvenes suspendidos entre el deseo, las drogas y la muerte.
Todo parece tan delirante como ese buque de guerra que dispara contra la selva en El corazón de las tinieblas. No apunta a un blanco. Solo expresa la locura inherente a cualquier empresa basada en el desprecio de la vida y la libertad.
El puente de Do-Lung parece la línea donde se acaba la civilización, pero en ese puesto fronterizo controlado por los estadounidenses la barbarie ya es una evidencia incontestable: los soldados están bajo el efecto de las drogas, la radio suena a un volumen insoportable, los oficiales han desaparecido, las bengalas dibujan estelas espectrales en el cielo. Más allá, comienza el reino de Kurtz, pero no es un nuevo dominio, sino la prolongación del infierno importado por Occidente.
Cuando Willard y los supervivientes de la patrulla (por el camino, han caído “Mr. Clean” y el comandante Phillips) alcanzan las ruinas donde se ha instalado Kurtz, se topan con un espectáculo dantesco: cabezas cortadas, cadáveres colgados de los árboles, hombres crucificados. Un periodista estadounidense (Dennis Hopper) los recibe con los brazos extendidos. A sus espaldas, hay una inscripción sobre un muro semiderruido: “Apocalypse Now”.
Mitad bufón, mitad apóstol, el periodista describe a Kurtz como un visionario que impulsa una revolución moral. Aunque no hay referencias explícitas a Nietzsche, se advierte la influencia de su pensamiento. De hecho, Kurtz confiesa a Willard su admiración por los soldados del Vietcong que cortaron los brazos de los niños vacunados. Su gesto no debe interpretarse como crueldad, sino como un acto de clarividencia. Se situaron más allá del bien y el mal, se libraron de la moral decadente que reclama compasión hacia los débiles, no permitieron que la conciencia les torturara con inútiles remordimientos.
En la novela de Conrad, Kurtz se limita a exclamar: “¡El horror, el horror!”. Coppola prefirió otorgar un papel más destacado al personaje y, con su brillantez habitual, Marlon Brando exteriorizó el tormento interior de un hombre que aparentemente le ha dado la vuelta a su escala de valores, pero que en realidad ha descubierto la verdad más recóndita del mundo al que pertenece.
Conrad y Coppola narran el naufragio moral de Kurtz, atribuyendo su caída al contacto con un entorno violento y primitivo. Sin embargo, la novela y la película muestran otra cosa. Movida por la ambición y la codicia, la civilización occidental ha aniquilado millones de vidas y ha saqueado las riquezas de los territorios ocupados. El progreso no se ha limitado a liquidar culturas y sociedades. Además, ha esquilmado y contaminado la naturaleza, poniendo en peligro el porvenir del planeta. Una filosofía que identifica la virtud con el poder y la acumulación ha engendrado violencia y desigualdad. Se vitupera y cosifica a los pueblos colonizados para justificar su inmolación.
El Kurtz enloquecido es el verdadero rostro de Occidente, la máscara que no soportamos contemplar. El sueño de la razón, como advirtió Goya, produce monstruos como Kurtz, monstruos como nosotros.