
Miguel de Unamuno (izquierda) y Jorge Luis Borges (derecha)
Ser o no ser: la inmortalidad según Unamuno y Borges
El escritor argentino anhelaba la desaparición total en cuerpo y alma. El español, sin embargo, aspiraba a la eternidad.
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Para William James, la inmortalidad es un problema menor en la historia de la filosofía. En una conferencia sobre la inmortalidad recogida en Borges oral, el escritor argentino rescata esa tesis y manifiesta que le produce perplejidad el deseo de inmortalidad personal de don Miguel de Unamuno, cuyo mayor anhelo es gozar de una eternidad que preserve hasta el más pequeño rasgo de su identidad. “Yo no quiero seguir siendo Jorge Luis Borges —replica el autor de El Aleph—, yo quiero ser otra persona. Espero que mi muerte sea total, espero morir en cuerpo y alma”.
Las palabras de Borges me causan estupor. Anhelar la “muerte total” significa exaltar la nada, ese vacío que algún día devorará todo lo que ha existido, destruyendo los grandes logros del ser humano y el valor intrínseco de cada peripecia individual, con su constelación de recuerdos, emociones y anhelos.
En “El inmortal”, uno de los relatos de Ficciones, Borges afirma: “La muerte (o su alusión) vuelve a los hombres preciosos y patéticos. Estos se mueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecuten puede ser el último; no hay rostro que no esté a punto de desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y lo accidental”.
¿Vivir al filo del abismo otorga un valor especial al ser que soporta esa tensión? Pienso que el ser humano no es precioso por su fragilidad, sino por su capacidad de crear, innovar, amar y anticipar. La esperanza, una de los hallazgos más prodigiosos, presupone que no somos fantasmas, sino semillas sepultadas en los surcos del tiempo.
La muerte solo es el umbral de una desconocida plenitud. Unamuno consideraba que resignarse a la mortalidad era “el colmo de la aberración y de la insinceridad”. Si el destino del ser humano es anonadarse en lo indiferenciado, su vida carece de esa dignidad que postulamos, pues desemboca en la putrefacción y el olvido. Elogiar la finitud significa abrazar el abismo de la insignificancia.
Creo que Unamuno no se equivoca al asegurar que el ateísmo nunca es sincero. Como se aprecia en La cinta blanca, la bella y trágica película de Michael Haneke, la conciencia percibe la muerte como algo muy lejano hasta que llega a la vejez e, incluso en ese momento, siempre piensa que es un acontecimiento situado en un porvenir indefinidamente pospuesto por la inmediatez del presente.
El ansia de inmortalidad no es el simple deseo de perdurar de una conciencia narcisista, como insinúa Borges, sino una expresión de amor al mundo que habitamos y a su pasado. Borges escribió un poema sobre la nostalgia de Jesús. El joven rabí recuerda con melancolía la lluvia de Galilea, el aroma del taller de carpintería de su padre y el fulgor de la estrellas al caer la noche.
La eternidad no es solo una proyección de futuro, sino la utopía de un estado que conlleve la salvación del tiempo en todo su despliegue. Cuando muere una persona, desaparecen todos los recuerdos que albergaba su memoria. Por ejemplo, se pierden las imágenes que una madre ha acumulado de la niñez de sus hijos o el recuerdo del primer beso que intercambiaron unos amantes. El cosmos se empobrece. El Ser sufre una dolorosa mutilación.
Es como si se desprendieran decenas de piezas o teselas de un mosaico y ya no hubiera forma de reemplazarlas por otras. El vacío que dejan no se rellena con nuevas teselas, pues todo en los hombres tiene, como apunta Borges, el valor de lo irrecuperable.
La vieja idea de que el cuerpo es la cárcel del alma desconcierta al autor de Historia universal de la infamia. La pérdida de algún miembro corporal no constituye un beneficio para el alma. ¿Por qué la destrucción de su totalidad debería interpretarse entonces como una liberación? José Lezama Lima reivindicaba la esperanza paulina, según la cual resucitarán el cuerpo y el alma. La inmortalidad es una triste perspectiva si prescindimos de nuestra dimensión corporal.
No poder oír, no poder contemplar, no poder palpar, acariciar o abrazar. Es una posibilidad aterradora. Con muy buen criterio, el cristianismo repudió el horror socrático hacia la carne. Eso sí, nunca planteó la resurrección como un regreso a esta vida, sino como una prolongación de la existencia mediante un cuerpo glorificado, es decir, exento de los estragos del tiempo y las limitaciones temporales.
La desaparición de Borges
Borges no lamenta morir: “Estoy harto de mí mismo, de mi nombre y de mi fama y quiero liberarme de todo eso”. No le preocupa perder el futuro, no saber lo qué sucederá, no ser testigo de los grandes eventos del mañana. Al igual que Lucrecio en De la naturaleza de las cosas, considera absurdo sufrir por lo que no veremos cuando no nos afecta no haber presenciado los grandes hechos del ayer, como el sitio de Troya o la rivalidad entre Roma y Cartago.
Borges solo aprecia la inmortalidad impersonal. Nuestro yo es lo menos importante. Lo esencial es que cada vez que repetimos un verso de Dante o Shakespeare revivimos su obra. Dante y Shakespeare vuelven a vivir gracias a nuestro gesto. Por eso, “cada uno de nosotros es, de algún modo, todos los hombres que han muerto antes”.
Borges concluye la conferencia titulada “La inmortalidad” con un afirmación paradójica, casi un dogma: “No [creo] en la inmortalidad personal, pero sí en la cósmica. Seguiremos siendo inmortales; más allá de nuestra muerte corporal queda nuestra memoria, y más allá de nuestra memoria quedan nuestros actos, nuestros hechos, nuestras actitudes, toda esa maravillosa parte de la historia universal, aunque no lo sepamos y es mejor que no lo sepamos”.
Las palabras de Borges solo son verdaderas a una pequeña escala. En el vasto océano del tiempo, la memoria de nuestros actos se borrará sin remedio. Algún día se dejarán de escuchar los versos de Dante y Shakespeare. Sin la expectativa de la eternidad, el destino de nuestra especie es desaparecer. La evolución no es un proceso acumulativo, sino un devenir excluyente que elimina a una especie tras otra. Las extinciones masivas conviven con las novedades, pero estas siempre son efímeras.
Si hubiera existido una civilización en la Tierra hace 250 millones de años, ya no quedaría ningún registro fósil de su tecnología. La actividad geológica, incluida la subducción, el agua, impactos de meteoritos y la erosión, habría destruido cualquier infraestructura.
Las civilizaciones desaparecen sin dejar huella y el universo avanza hacia la muerte térmica. Antes o después, el tejido del espacio-tiempo se “rasgará” y los planetas y las estrellas se desintegrarán. La posibilidad de fluctuaciones térmicas que generen nuevos universos es remotísima. Sin energía, el reloj del tiempo se parará y se desvanecerá cualquier forma de vida. La inmortalidad de la que habla Borges es irreal. Unamuno comprende mucho mejor lo que representa la muerte.
Unamuno infinito
Desde su punto de vista, lo que no es eterno no es real. La existencia finita se parece a las sombras ocasionales formadas sobre una superficie por cualquier objeto. Después de unos instantes, se disipan y se hunden en el olvido. Unamuno no ignora que la razón se opone a la creencia en la inmortalidad del cuerpo y el alma, pero coincide con Pascal en que el corazón, con sus intuiciones y anhelos, quizás se aproxima más a la verdad.
A diferencia de Borges, harto de ser Borges, Miguel de Unamuno desea vivir eternamente como Miguel de Unamuno. En Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, declara: “No quiero morirme, no; no quiero, ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia”.
A Unamuno le parece insuficiente perdurar en la memoria colectiva mediante sus obras. Sabe que es un efecto con fecha de caducidad que no incluye la supervivencia del yo. Unamuno se aferra a la promesa de vida del Evangelio, que arroja luz sobre un devenir ensombrecido por el efecto destructor del tiempo.
No debemos hacer caso a las objeciones de la razón, pues “la razón es enemiga de la vida”. El hombre “mera y exclusivamente racional” es “una aberración”, pues ignora que “el fin de la vida es vivir, no comprender”. La historia de la humanidad es la historia de la lucha entre la razón y la vida. “La razón está empeñada en que nos resignemos a lo inevitable, la mortalidad, y la vida intenta que la razón sea un apoyo y no un obstáculo a nuestros anhelos vitales”.
"En una palabra: que con razón, sin razón o contra ella, no me da la gana morirme". Miguel de Unamuno
Unamuno especula que la inmortalidad representará “un eterno acrecentarnos e ir hacia Dios, hacia la Conciencia Universal, sin alcanzarle nunca”. Una vez rota la cadena de la razón, podemos utilizar la imaginación para aventurar algo que no podemos conocer, pero sí pensar.
Unamuno sabe que la muerte es un poderoso adversario, pero no está dispuesto a rendirse sin oponer resistencia: “En una palabra: que con razón, sin razón o contra ella, no me da la gana morirme. Y cuando al fin me muera, si es del todo, no me habré muerto yo, esto es, no me habré dejado morir, sino que me habría matado el destino humano. Como no llegue a perder la cabeza o mejor aún que la cabeza el corazón, yo no dimito de la vida; se me destituirá de ella”.
Podemos concebir el mundo como una serie de sistemas donde la actividad cada vez más compleja de las partículas ha conducido por azar y necesidad a la conciencia o, por el contrario, como la obra de un Logos que se objetiva por su carácter intrínsecamente creador. Si suscribimos la primera hipótesis, solo cabe concluir que habitamos en un universo carente de sentido y que saberlo constituye una maldición.
Si preferimos acogernos a la segunda posibilidad, tendremos que admitir que un universo provisto de sentido solo puede proceder de una realidad personal, pues la noción de significado solo es inherente a un ser dotado de voluntad y razón. La ciencia no puede explicar el origen del cosmos. Afirmar que todo procede de la actividad de fluctuaciones cuánticas en el vacío constituye una petición de principio, pues esa teoría no explica de dónde proceden las partículas subatómicas ni el vacío cuántico.
El ateísmo es tan dogmático que está dispuesto a postular que las nociones de principio y fin no pueden aplicarse al universo, pese a que todos los fenómenos naturales poseen un inicio y un desenlace. En nombre de la razón, se destruye la razón para negar la existencia de Dios. Conviene recordar que la existencia de Dios no puede demostrarse empíricamente. No es un objeto del mundo. Solo podemos deducir racionalmente su necesidad y aceptar que con el cristianismo la idea de Dios adquiere un rostro. Un rostro que no se corresponde con el de un poder terrible y lejano, sino con el de un amor menesteroso, humilde y sencillo.
Cada uno debe elegir, sin ignorar que el ateísmo solo es una hipótesis, no una evidencia. Personalmente, prefiero la fe de Unamuno, Pascal o Kierkegaard, que salvan al mundo y al ser humano de la irrelevancia. La opción contraria nos arroja a un abismo insondable y banal.