El verano correspondido
decidido a emprender un largo viaje por Rusia, el país al que en buena medida ha
entregado su espíritu. La casualidad le lleva a encontrarse en la estación de trenes con
un viejo amigo: el pintor L.O. Pasternak, quien parte junto a su familia hacia Odesa
al mismo tiempo que Rilke y Lou van camino de Yásnaia Poliana. Junto al pintor
viaja su hijo, Borís Pasternak, quien en una futura prosa autobiográfica titulada El
salvoconducto recordará ese fugaz encuentro, tan banal en apariencia como lleno de
secretos presagios.
Veinticinco años después, corre el rumor de la muerte de Rainer Maria
Rilke y su viejo amigo L.O. Pasternak le escribe para que una respuesta
desmienta la noticia o un silencio la confirme. Rilke, enfermo, contesta sin
embargo desde el sanatorio de Val-Mont, en Suiza; está vivo. No puede ya escribir
en ruso, aunque puede leerlo y garabatear algunas palabras. Está vivo y alegre de recibir
esa carta de un viejo amigo. Es más: le da noticia de conocer los poemas de su hijo
Borís, noticia que el padre no tarda en darle a su hijo, si bien por referencias y sin
copiarle las palabras exactas de Rilke, lo que desata en Borís Pasternak un estado de
zozobra por saberse leído por quien es para él el líder espiritual de la poesía de su
tiempo. Además, una confusión de su padre lleva a Borís a entender que ha sido Paul
Valéry quien ha traducido sus versos al francés en que Rilke los ha leído. Esa galerna
interior de Pasternak provocada por el ansia de conocer las palabras exactas que Rilke
escribe de sus poemas tiene algo ingenuo, como lo tiene también el hecho de que, en
contacto por fin con Rilke, no le pide ningún libro suyo para sí mismo, sino que le da la
dirección de Marina Tsvietáieva para que le remita a ella lo que pueda. El envío
consistirá, ni más ni menos, que en los Sonetos a Orfeo y las Elegías de Duino. Esa
ingenuidad que rezuman las cartas de todos ellos (de Pasternak y Tsvietáieva, sobre
todo) convierte su correspondencia a tres bandas en el testimonio de un elevado
amor platónico y sin embargo correspondido, el rastro de tres almas singulares
entregadas al amor de la poesía. Una poesía que había aceptado entonces el encargo
de reconstruir al hombre, de crear una realidad paralela y más alta que sirviera de modelo a un siglo perdido en sus propias contradicciones.
Este libro hermosísimo, Cartas del verano de 1926 (Minúscula) que la edición
de Konstantín Azadovski, Evgueni Pasternak y Elena Pasternak, atenta a rellenar
los huecos entre carta y carta, convierte en una novela a varias voces, tiene algo de
antídoto contra el exceso de ironía (el colesterol, tal vez, de la literatura hodierna),
de alegato en favor del entusiasmo, la altura de miras y la poesía. Traducido por
Selma Ancia y Adan Kovacsics, es una lectura apasionante para cualquiera interesado
en la intensidad de la vida, y un tratado de generosidad y hermosura. Un libro que
nos alerta: la pose de sentirse de vuelta de todo puede cegar los mejores caminos de
ida, esos por los que sólo nos llevan el feliz entusiasmo, la consciente ingenuidad y la
vitalidad desbordada, digan lo que digan los alrededores de la vida.