La vida en ámbar según Esther Muntañola
En la nota final a Flores que esperan el frío (Trea), su segundo libro de poemas,
escribe Esther Muntañola (Madrid, 1973) que “Mi proceso de trabajo implica sólo
publicar si considero que lo que he escrito supera la lectura en el tiempo”. Tal vez una
justificación por los nueve años que han transcurrido desde que diera a la imprenta su
primera entrega, titulada En favor del aire. Innecesaria, en cualquier caso; cada poeta
tiene su ritmo y el tiempo que, es cierto, acaba por juzgar si un poema merece o no la
pena, suele tomarse unos cuantos años más para decidirse... En cualquier caso, se
agradece la cortesía, que no todos los poetas tienen con sus lectores (algunos, por el
contrario, somos bastante pesados).
Una tensión fundamental atraviesa estos nuevos poemas de Muntañola,
enmarcada certeramente por las citas que ha elegido como pórtico a su libro (de
Auden y Bachmann): la necesidad de vivir el día de hoy, con sus virutas de tedio y
sus ráfagas de alegría, usando como linterna el oro guardado de los instantes
felices pasados. Y en medio de todo eso, el corazón de duda que late siempre en la
poesía auténtica. El libro dura lo que dura una historia de amor:
Al amanecer crece luz blanca
entre los edificios, luz en ámbar,
luz tendida
sobre el cielo abarcable de los amantes.
En tanto,
en todo este vacío despiadado,
llevamos a solas el cuerpo a casa.
La obstinación de la vida cada mañana.
El poema que he citado se titula “Yo ya no sé si tengo tu boca”,
especialmente significativo: no hay prácticamente ningún poema de este libro que no
sea, de forma más o menos disimulada, un poema de amor. “Todo el universo obedece
al amor”, decía La Fontaine, y esa certeza, entre presencias y ausencias, atraviesa todos
estos poemas.
“Éramos hermosos. Nuestra piel olía a vida escandalosamente”,
termina el poema que da título al libro, uno de los varios poemas en prosa que
contiene. Esther Muntañola busca en sus poemas lo esencial, decir mucho con
pocas palabras. Eso tiene algunos problemas: uno de ellos es caer en la obviedad (tal
vez peque de ella el último verso del poema que he citado; quizás desarrollando algo
más el poema podría haberse comunicado eso mismo sin necesidad de dárnoslo tan
masticado en el último verso, a modo casi de moraleja); el otro, el chiste fácil (como el
final de “Advirtiendo una grave enfermedad”). La economía de recursos evita la
brillantez, busca hablar en voz baja, susurrar unas pocas conjeturas, sensaciones.
Muntañola habla de la luz ámbar que acecha en el semáforo del mundo, recuerda que
siempre, siempre hace un momento que estaba para nosotros en verde y siempre,
siempre está a punto de ponerse en rojo.
Dice Berta Piñán en el prólogo a este libro que los mejores momentos
del libro “nos emocionan desde el detalle mínimo, los que logran sorprendernos y
también esos otros que no renuncian a comprometernos, a interrogarnos”.
Ciertamente, Flores que esperan el frío es un libro que probablemente no diga nada al
lector acelerado, pero que dará a aquel que sepa acostumbrarse a su ritmo, acunarse en
su cadencia, puertas que dan a muy a dentro en forma de sutiles detalles. Como esa piel
que olía a vida escandalosamente y que según Berta Piñán (y comparto su opinión)
basta para justificar el frío. El semáforo está en ámbar, y Muntañola lo ha detenido
ahí. A otra cosa no aspira la poesía.