Dos poemas de Ivan V. Lalic
17 junio, 2013
02:00
La poesía del siglo XX abunda en secretos bien guardados. Uno de los más abundantes y desconocidos es el de la poesía serbia, bastante accesible, con todo, en inglés, gracias a las traducciones de Charles Simic quien, además de abundantes libros exentos de muchos autores, es autor de la antología The Horse Has Six Legs, en la que encontramos nombres fundamentales como Vasko Popa, Ivan V. Lalic, Aleksandar Ristovic, Radmila Lazic, Novica Tadic, Milan Djordjevic o Nina Zivancevic, entre muchos otros. De todos ellos, Lalic es tal vez el menos conectado con la tradición serbia y el más cercano a lo que podríamos llamar una tradición europea hecha un poco de Auden, Eliot y los acentos de cada tradición local. Lalic, quien tradujo al serbio a Hölderlin, Whitman, Dickinson y muchos otros poetas norteamericanos, nació en 1931 y murió en 1996. Hay abundantes muestras de su poesía en inglés e italiano. Dejo aquí las versiones de un par de poemas suyos, como muestra.
Lugares que amamos
Los lugares que una vez amamos existen sólo por nosotros.
¿Espacios destruidos? Sólo una ilusión en la constancia del tiempo:
los lugares que amamos no podemos abandonarlos,
los lugares que amamos juntos, juntos, juntos…
Y esa habitación ¿es realmente una habitación o un abrazo?
Tras la ventana ¿hay una calle o años?
Y la ventana no es más que la huella dejada por
la primera lluvia que entendimos, en uno de los innumerables retornos;
y este muro no define la habitación, tal vez la noche
en que tu hijo comenzó a moverse en tu sangre dormida,
un hijo como una mariposa de fuego en tu pasillo de espejos
aquella noche en que tu propia luz te amedrentó…
Y esta puerta se abre a cualquier tarde
que la sobreviva, habitada por siempre
por tus movimientos casuales, mientras caminabas,
como fuego en el cobre, cada vez más hondo en mi memoria;
cuando marchas, el espacio se derrama como el agua tras de ti.
No mires atrás: nada existe fuera de ti.
El espacio no es sino tiempo que adopta una forma nueva.
Habitamos, superpuestos, todos los lugares que una vez amamos.
Palazzo Te
El tiempo de los gigantes no puede contarse
con un reloj de sol, con la lengua seca de las crónicas;
el pilar del templo cae al suelo, pero su caída
sobrevive a esa visión,
y antes de eso
algunas generaciones felices, infelices,
entretenidas por la historia,
y sus muecas
que saludan con miedo en el relámpago
y en la caída estruendosa de una cúpula
durarán más que el recuerdo que debería guardarlas
-inciertamente, como una fotografía borrosa,
un movimiento no sostenido hasta el fin.
Lo que nos amenaza impasible desde el muro,
lo que puede salir derrotado en esta escena que se desvanece
hacia las fronteras del daño,
no es de este mundo
en el que el miedo penetra en nosotros
como un dios penetró una vez a una criatura
por amor.
Lugares que amamos
Los lugares que una vez amamos existen sólo por nosotros.
¿Espacios destruidos? Sólo una ilusión en la constancia del tiempo:
los lugares que amamos no podemos abandonarlos,
los lugares que amamos juntos, juntos, juntos…
Y esa habitación ¿es realmente una habitación o un abrazo?
Tras la ventana ¿hay una calle o años?
Y la ventana no es más que la huella dejada por
la primera lluvia que entendimos, en uno de los innumerables retornos;
y este muro no define la habitación, tal vez la noche
en que tu hijo comenzó a moverse en tu sangre dormida,
un hijo como una mariposa de fuego en tu pasillo de espejos
aquella noche en que tu propia luz te amedrentó…
Y esta puerta se abre a cualquier tarde
que la sobreviva, habitada por siempre
por tus movimientos casuales, mientras caminabas,
como fuego en el cobre, cada vez más hondo en mi memoria;
cuando marchas, el espacio se derrama como el agua tras de ti.
No mires atrás: nada existe fuera de ti.
El espacio no es sino tiempo que adopta una forma nueva.
Habitamos, superpuestos, todos los lugares que una vez amamos.
Palazzo Te
El tiempo de los gigantes no puede contarse
con un reloj de sol, con la lengua seca de las crónicas;
el pilar del templo cae al suelo, pero su caída
sobrevive a esa visión,
y antes de eso
algunas generaciones felices, infelices,
entretenidas por la historia,
y sus muecas
que saludan con miedo en el relámpago
y en la caída estruendosa de una cúpula
durarán más que el recuerdo que debería guardarlas
-inciertamente, como una fotografía borrosa,
un movimiento no sostenido hasta el fin.
Lo que nos amenaza impasible desde el muro,
lo que puede salir derrotado en esta escena que se desvanece
hacia las fronteras del daño,
no es de este mundo
en el que el miedo penetra en nosotros
como un dios penetró una vez a una criatura
por amor.