Tales mimbres me animaron a verla para principiar la nueva temporada teatral. Lamentable elección, hacía tiempo que no veía una representación supuestamente cómica tan falta de gracia.

Lo habitual en los escenarios madrileños es encontrarse con comedias de un humor facilón y obvio con algún chiste efectivo, pero saludables porque tratan de contradecir la realidad para evadirnos de ella y nos procuran risas y pasar un buen rato.

Lo difícil es dar con una brillante y depurada comedia y cuando la encontramos la elevamos merecidamente y sin ambages a los altares, pues sabemos el ingenio que exige. Afortunadamente, todavía encontramos en activo a comediógrafos capaces de
lograrlo.

Hay sin embargo algunas obras, mal llamadas comedias, que pisotean el sacrosanto género con pretensiones éticas o morales y para darnos lecciones de buen rollo. Y eso es lo que le ocurre a Conspiranoia.

Me confunde que la haya perpetrado Angelet, que también la dirige, y del que he visto y reseñado dos estupendos títulos que siguen en la cartelera desde hace varias temporadas (Laponia y Una terapia integral); así como que haya logrado exportarla de Barcelona, donde la estrenó la temporada anterior, a Madrid, aquí con distinto elenco.

Conspiranoia anticipa en su título que la cosa va de teorías o ideas descabelladas en las que la gente cree, lo que de entrada puede ser argumento de interés.

Aparecen en escena un locutor de un matinal radiofónico de éxito (Luis Merlo) muy inquieto porque su mujer (Natalia Millán), estilosa y juiciosa interiorista, abraza teorías conspirativas; un profesor y escritor homosexual cincuentón (Juanan Lumbreras) que acostumbra a seducir a sus alumnos de 19 años; y una geóloga (Clara Sanchis) que presume de racionalista, pero es incapaz de superar su divorcio, y de docta medioambientalista, lo que le llevó a ligarse las trompas para corregir el exceso demográfico.

Los amigos coinciden en la residencia de la pareja invitados por el periodista, que quiere extirpar de la cabecita de su esposa esas ideas de que la tierra es plana.

Para ello pide ayuda a los amigos para someter a su esposa a una “intervención”, o sea, a una discusión presuntamente dialéctica con argumentos de Wikipedia que se repiten cansinamente, gracietas más antiguas que la tos (lo de los cojines es de parvulario), y unos patéticos diálogos dirigidos a poner de manifiesto que todos tenemos algunas ideas desviadas o insatisfacciones que necesitamos afianzar conforme el dogma prevalente.

Y para eso están los amigos que nos echan una mano, como ocurre en la obra para que el locutor acepte la homosexualidad de su hijo; el profesor deje de ligar con sus jóvenes alumnos; a la geóloga comprenda de una vez que su exmarido es un gilipollas.

“Un texto que engancha lleno de giros de guion”, dice la promoción. Yo lo encontré plano y fofo como una alpargata, sin sorpresas y, lo peor, sin ninguna intencionalidad de fustigar con ingenio el sentido común o las convenciones como se espera de toda comedia que se precie.

Un trágala político de hora y media dirigido a armonizar la conciencia del público con el llamado bando del wokismo.