Tengo una cita por Manuel Hidalgo

El predicador y el mecánico

25 febrero, 2016 11:05

[caption id="attachment_1019" width="183"] Selva Almada[/caption]

A veces se extravían libros en el desorden de los montones, y uno se lleva una buena sorpresa cuando reaparece una buena historia perdida. Me ha sucedido con El viento que arrasa, de Selva Almada (Entre Ríos, Argentina, 1973), editado, creo, en la segunda mitad del pasado año y del que leí elogiosos comentarios. Muy fundados. La novela, primera de la autora, está viva –espero- en las librerías.

No sé si se habrá rodado ya una versión cinematográfica prevista, pero muy torpe tendría que ser el director que malograra este texto en la pantalla. No es un texto escrito bajo las pautas del cine –si es que tal cosa existe más allá de un puñado de tópicos-, pero, desde luego, y siendo muy literario, El viento que arrasa ofrece esa atmósfera, esos personajes y esa estrategia narrativa –basada en una tensión cadenciosa y creciente camino de la explosión- que, indistintamente, y en fusión definitiva, son propias de ciertas novelas y de ciertas películas norteamericanas de clima sureño, que cada vez se retroalimentan más.

Calor y sudor, un paisaje desolado, una carretera no frecuentada, una estación de servicio ampliada a cementerio de automóviles. Allí llegan, con su coche averiado, un fanático pastor evangelista y Leni, su hija adolescente. Allí encuentran al propietario del marginal negocio, el Gringo Brauer, y a un muchacho, el Tapioca, también adolescente. Y a sus perros. La problemática reparación del vehículo les llevará a convivir durante unas largas horas, que enseguida intuimos amenazadas no sólo por una tormenta que se avecina, sino por los previsibles forcejeos y choques, en toda dirección, que presagian los caracteres de unos personajes dispares forzados a relacionarse en un agobiante encierro, no desmentido por la inmensidad de la llanura.

En capítulos cortos, y sin perder pie en el complejo y tenso juego a cuatro que ha quedado planteado, Almada acierta a dosificar los necesarios antecedentes de los reunidos. Sin decir más aquí, los hombres adultos están tocados por rupturas problemáticas con sus respectivas mujeres y el chico y la chica están igualmente marcados por la ausencia de sus respectivas madres.

El Gringo Brauer, bebedor, promete la aspereza y la tosquedad de un hombre aislado en un duro paraje, pero eso es poca cosa –salvo que apunta a la colisión- si se compara con el iluminado dogmatismo religioso del predicador, dispuesto a la intervención redentora sin permiso, del que Almada ofrece, sin perder comba –al contrario, añadiendo leña al fuego-, la transcripción de sus más encendidos e inspirados sermones. Y vaya si lo son. Asustan.

Mardulce ha editado en España esta novela, que ya publicó tres años antes en Argentina. En 2014 nos llegó Ladrilleros (Lumen). El lector queda abducido de inmediato por la palabra rica y precisa de Almada, excelente retratista de ambientes y personajes, y es simultánea su adhesión a un relato en el que cualquier estallido se intuye posible: violencia, sexo, muerte… Está por ver si lo presentido y sugerido acabará por suceder o quedará –todo o en parte- en un acecho que se cierne al unísono sobre los personajes y sobre un lector que tampoco puede escapar ya de la encerrona.

El Gringo tiene un perro, el Bayo –una especie de galgo-, que toma especial protagonismo en un pasaje, cuando olfatea el aire y es capaz de distinguir los olores que en él se mezclan: “Estaba el olor de la profundidad del monte. No del corazón del monte, sino de mucho más adentro, de las entrañas, podría decirse. El olor de la humedad del suelo debajo de los excrementos de los animales, del microcosmos que palpita debajo de las bostas: semillitas, insectos diminutos y los escorpiones azules, dueños y señores de ese pedazo de suelo umbrío.

El olor de las plumas que quedan en los nidos y se van pudriendo por las lluvias y el abandono, junto con las ramitas y hojas y pelos de animales usados para su construcción.

El olor de la madera de un árbol tocado por un rayo, incinerado hasta la médula, usurpado por gusanos y por termitas que cavan túneles y por los pájaros carpinteros que agujerean la corteza muerta para comerse todo lo vivo que encuentran.

El olor de los mamíferos más grandes: los osos mieleros, los zorritos, los gatos de los pajonales; de sus celos, sus pariciones y, por fin, su osamenta”.

La enumeración de los olores continúa en este magistral pasaje. Es obvio que hay una intención dramática en la selección de los elementos. Casi todo tiene precedentes, sin duda, pero ahora mismo no recuerdo haber leído antes la descripción de un paisaje, de una tierra, a través de un perro que olfatea. ¿Fusión de cine y literatura? Aquí están, desde luego, las imágenes que un cineasta puede aprovechar, que son imágenes que un lector también necesita para situarse en el relato y que aprecia por las palabras con las que están forjadas.

Image: Irene Grau

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