Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Otra apasionante novela de Dominick Dunne

7 diciembre, 2016 10:21

[caption id="attachment_1294" width="560"] Dominick Dunne[/caption]

No sé qué relevancia otorga la crítica norteamericana a Dominick Dunne (1925-2009), ni me interesa demasiado. No se tome esto como una declaración arrogante. Sencillamente, leí hace un año y pico Las dos señoras Grenville (1985) y me entusiasmó. Acabo de leer, también editada por Libros del Asteroide, Una temporada en el purgatorio (1993) -que parece querer convocar a Rimbaud y en la que hay alusiones a la novela anterior-, y también he disfrutado de lo lindo, y eso pese -imagino, sí, que a pesar de- la negrura moral que impregna todo el relato y la sordidez de algunos pasajes.

Supongo que Dunne no tiene asignado un lugar relevante en las letras americanas. Debe de estar considerado un buen escritor de oficio, tal vez cercano al “best-seller” de calidad. Como él ha habido y hay bastantes escritores en Estados Unidos, con aura afeada por sus éxitos de público y, en el caso de Dunne, por sus previas actividades como productor de cine y por su destacado lugar en el periodismo de sucesos y en la crónica de la alta sociedad de “Vanity Fair”. Dunne fue un tipo capaz de cubrir informativamente para la revista las sesiones del juicio seguido contra el asesino de su hija Dominique, prometedora actriz estrangulada por su violento marido a los 22 años.

Dunne cayó en su particular infierno de alcohol y drogas. Hay mucho alcohol -y nunca para bien- en Una temporada en el purgatorio, que igualmente transparenta otras obsesiones personales de Dunne: el crimen, la formación católica, la culpa, la familia, el sexo, la homosexualidad -Dunne fue bisexual, según reconoció otro de sus hijos, el actor y director Griffin Dunne-, las diferencias y conflictos de clase, el dinero, el poder político, el turbio mundo de los ricos... Todo un menú, en efecto.

El guapo, brillante, muy rico y muy sinvergüenza Constant Bradley y el inteligente, de más modesto origen, retraído y escritor en ciernes -llegará a ser muy famoso- Harrison Burns son amigos desde el colegio. Constant manipula a Harrison a su antojo, y éste siente cierta fascinación por su manipulador. Toda la numerosa y muy católica familia Bradley, comandada por el implacable patriarca Gerald -¡qué personaje!- maneja a Harrison, mientras le obsequia y le compra derramando sobre él sus dones económicos. Los Bradley son condenadamente ricos, aunque provienen de una familia de carniceros, por lo que son despreciados por los ricos de toda la vida y no tienen fácil, en principio, codearse con sus multimillonarios vecinos de las mansiones de Scarborough Hill. Tampoco tienen fácil destacar en la política, hasta lo más alto, como es el deseo de Gerald para alguno de sus hijos, empezando por Constant. Las chicas son otra cosa. Han de fingir virtud -si no a Grace, su ultracatólica madre, le daría algo- y buscarse un marido rico y católico. Pero casi todo es fingimiento, hipocresía, doble vida y tapadera tras tapadera en la familia Bradley, gran productora de comportamientos impropios y borrascosos, que Gerald oculta -como a sus amantes- a golpe de talonario. O de lo que haga falta.

Y aquí lo dejo, no sin antes decir que, nada más empezar a leer -dos páginas-, nos enteramos de que Constant, el mirlo blanco de los Bradley, está ante un tribunal acusado de haber apaleado hasta la muerte, veinte años atrás, a una adolescente de su distinguido vecindario, y de que Harrison, el narrador de la historia, hoy novelista célebre, odiado ahora por los Bradley, ha callado mucho y tiene, por tanto, mucho que contar. Lo que Harrison cuenta, con todo detalle y sin que las más escabrosas revelaciones dejen de encadenarse una tras otra, es Una temporada en el purgatorio, que suena de maravilla en la traducción de Eva Millet.

La novela tiene tres partes, que corresponden a tres fechas sucesivas: 1972, 1989 y 1993. La habilidad de Dunne para estructurar el relato, urdir la trama, dosificar la información y la intriga, esconder y desvelar es deslumbrante. Es un técnico consumado de los procedimientos narrativos, lo que incluye -destacaré tres cosas- el manejo de los tiempos, unos diálogos breves, abundantes y extraordinarios y una formidable caracterización de todos y cada uno de los numerosísimos personajes que, principales o secundarios, forman el tupido bosque humano de esta novela.

Y a través de los personajes –y de sus asuntos- es por donde aparece un Dunne que es mucho más que un gran técnico o un eficiente artesano. Aparece una desoladora visión de la alta sociedad americana, de -como he dicho- el dinero, el poder, la doble moral y la familia unida por la ambición y los intereses.

O me lo ha parecido a mí o Una temporada en el purgatorio contiene algunos ecos de la familia Kennedy. Y lo que resulta evidente es que esta novela quiere encontrar una parte de sus raíces en El gran Gatsby (1925). Es tan evidente, el lector es tan consciente de ello que, a mi juicio, Dunne hace mal en citar expresamente en el texto la novela de Francis Scott Fitzgerald. No hacía falta, ya nos habíamos percatado del parentesco. ¿Homenaje?, ¿humildad? o, por el contrario, ¿pretenciosa ambición? Personalmente, se lo perdono a Dunne, como también es perdonable que varias peligrosas coincidencias y casualidades nos hagan temer en algún momento por la verosimilitud del relato, nos hagan temer que haya sido forzado en exceso.

En la novela aparece un personaje primordialmente episódico e instrumental -aunque todos cuentan en el amplio mural-, llamado Rupert du Pithon, un viejo homosexual culto y resentido por su decadencia en los salones finos, que le suelta todo seguido a Harrison: “Hoy en día hay tanta gente que escribe que es difícil seguirle la pista a todos. Hay tantas revistas. Hay tantos libros. No se puede estar al día. Siempre me salto el primer tercio de todas las biografías. No me interesa la vida de la gente antes de que se hiciera rica o famosa. No me importan demasiado los orígenes humildes. ¿No cree que tengo razón? No quiero volver a leer jamás una sola palabra sobre ninguna de las hermanas Mitford, muchas gracias. O sobre Silvia Plath; ahórrenmelo, por favor. Y estoy harto, harto, hartísimo, de Vita Sackville-West y de ese desagradable asunto con Violet Trefusis”.

Poco tienen que ver estas líneas con lo esencial de la novela, pero la perorata del señor Du Pithon me ha hecho gracia por su provocadora incorrección y por estar todas las escritoras mencionadas de una gran actualidad editorial ahora mismo en España. ¿Son divertidos aguijones de Du Pithon o son opiniones propias de Dominick Dunne? Poco importa, el caso es que, ahora que lo pienso, tal vez Dunne se quisiera parodiar un poco a sí mismo y a las “vidas excesivas” que pone en juego.

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