Konrad Lorenz y el pasado que somos
Konrad Lorenz nadando con tres crías de ganso en 1964
Miguel Delibes de Castro, Darwin, Nikolaas Tinbergen y Gerald Durrell son algunos de los nombres que el académico Sánchez Ron evoca para hablar del etólogo austríaco Konrad Lorenz, autor de libros como Hablaba con las bestias, los peces y los pájaros y La acción de la naturaleza y el destino del hombre.
Somos presente, seremos futuro y finalmente olvido, pero también somos pasado. Y lo somos de diversas maneras. Hoy quiero detenerme en una de ellas, en la que tiene que ver con las lecturas que hicimos y cuya memoria permanece y nos influye, independientemente de que hayamos olvidado los detalles de las mismas. Me ha venido esto a la cabeza con ocasión de la reedición de uno de los libros del etólogo -la etología es la ciencia del comportamiento animal- austriaco Konrad Lorenz (1903-1989), Hablaba con las bestias, los peces y los pájaros (Tusquets). Publicado por primera vez en alemán en 1949, la edición definitiva apareció en 1952 y la versión española se debió a Ramón Margalef (1919-2004), el principal responsable del establecimiento de la ecología en España.
Acompaña a esta reedición un prólogo del biólogo Miguel Delibes de Castro, quien durante doce años fue director de la Estación Biológica de Doñana. Titulado "Queríamos ser Konrad Lorenz", Delibes de Castro cuenta ahí que a finales de la década de 1960, cuando estudiaba Biológicas, descubrió el libro de Lorenz, del que nadie le había hablado, como tampoco de la etología, "ni siquiera" - y esto es mucho más tremendo- "de la teoría de la evolución". El libro le maravilló y explica que intentase seguir el ejemplo de Lorenz con diversos animales, uno de ellos un pollo de grajilla que crió en su casa, y que dio origen a la inolvidable "Milana bonita" que su padre, el gran Miguel Delibes, incluyó en Los santos inocentes. "Ni mis amigos ni yo", escribe Delibes Castro, "fuimos Konrad Lorenz, por más que releyendo hoy este libro, casi medio siglo después, me dé cuenta de hasta qué punto facilitó nuestro camino y ha influido en que seamos lo que hemos llegado a ser". El pasado, en efecto, explica en mayor o menor medida lo que somos. Pero en el caso de Lorenz hay más. Las deliciosas y tiernas historias que narra en este libro, responden a un cuidadoso y riguroso programa de investigación (no por casualidad recibió el premio Nobel de Fisiología o Medicina de 1973, compartido con Karl von Frisch y Nikolaas Tinbergen, "por sus descubrimientos relativos a la organización y origen de modos de comportamiento sociales e individuales"), que, además de entretenernos y ayudar a que comprendamos a los animales, sirven para que entendamos cuánto tenemos en común con ellos; por ejemplo, en el uso de señales mímicas que traducen y transmiten estados de ánimo, si bien es cierto que los humanos, al poder hablar, tenemos claras ventajas sobre otros animales.
Es precisamente para superar tal limitación que la mayoría de los animales sociales poseen grados de sensibilidad que les permiten reaccionar ante movimientos expresivos mínimos, "como la que manifiesta un perro que -escribe Lorenz- nota los sentimientos amistosos o inamistosos que su dueño experimenta hacia otras personas". Mientras que Darwin se centró en los procesos evolutivos que condujeron a la aparición de las diferentes especies, Lorenz se dedicó a estudiar la aparición y evolución de las formas de conducta de animales, una tarea a la que el propio Darwin no fue completamente ajeno, como se puede comprobar en el libro que publicó en 1872, La expresión de las emociones en el hombre y en los animales, donde ofrecía una explicación para esas emociones, refutando la idea de que los músculos faciales expresivos fuesen un atributo único de los humanos.
En 1988, Alianza Editorial publicó otro libro de Lorenz, La acción de la naturaleza y el destino del hombre, en el que se recogían una serie de trabajos suyos que permitían hacerse una idea bastante aproximada de sus contribuciones a la ciencia del comportamiento animal. Hablaba con las bestias, los peces y los pájaros es mucho menos "académico" que aquélla obra, aunque no menos ilustrativo. Posee la inmensa virtud de explicar comportamientos animales tal y como él mismo los descubría en su vida más familiar. Porque Lorenz compartió su vida no sólo con su familia "humana", sino también con, entre otros, gatos, perros, cornejas, pinzones, grajillas, tortugas, peces, cuervos, hámsteres, águilas, monos y, por supuesto, gansos, a los que muchos le asociamos: recuerden, o busquen, esas fotografías en las que se le ve seguido por una hilera de ellos. "Habría enternecido a una piedra", escribe recordando cuando descubrió lo que significa que un gansito te vea, a ti y a nadie más, cuando sale del huevo, "ver al pollito, con su desentonada vocecilla, acudir llorando detrás de mí, tropezando y dando tumbos, pero a una velocidad sorprendente y con una decisión que sólo se podía interpretar de una manera: ¡su madre era yo!".
La lectura de este libro recuerda la maravillosa trilogía de Gerald Durrell (1925-1995), Mi familia y otros animales, Bichos y demás parientes y El jardín de los dioses, sólo que Durrell no fue, ni pretendió ser, un científico. Fue, nada más pero también nada menos, únicamente un enamorado de los animales, que dedicó lo mejor de su vida a conocer el mundo animal y a ayudar a su conservación. Si no han leído aún a Lorenz y a Durrell, háganlo enseguida. No les defraudarán. Y después serán mejores personas.