Cine

Cuerpo de baile

Fred Astaire cien años

9 mayo, 1999 02:00

Bailaba para cortejar a una mujer; bailaba feliz, bailaba triste, bailaba enfermo... Sí, enfermo también bailaba. Bailar, siempre. Un bailar perfecto, liviano, alas en los pies, y en la cabeza, una coqueta chistera. Dicen que, para el rodaje de un número musical ensayó durante cinco semanas. Con todos sus días y sus noches. Así era Fred Astaire, para casi todos, el más grande. Mañana se cumplen cien años de su nacimiento. Y hoy, el director José Luis Cuerda recuerda al extraordinario artista, el único capaz de ser "cuerpo de música hasta en las fotos".

Yo peso ciento veintisiete kilos. Es decir, admiro sin límites a Fred Astaire.
Nacer en Omaha, Nebraska, hijo de inmigrantes austríacos, y tener por verdadero nombre el de Fred Austerlitz parecen cosas de suficiente peso como para que, quien las posea todas juntas, encuentre serias dificultades, no ya a la hora de hacer volatines con mediana gracia, sino simplemente para desplazarse por el suelo con agilidad. Astaire, sin embargo, no sufrió con ello lastre ni impedimento perceptibles y cumpliría este 10 de mayo cien años, si no se hubiera muerto. Ahí, en ese tránsito que tanta pérdida de sustancia implica, es donde podría radicar la única razón para que él me envidiase a mí, aunque tenga yo tendinitis en las dos piernas y un abdomen extenso y fatigante. Estoy vivo, claro. Sigo aquí y él no. Y, consiguientemente, puedo comer jamón de cerdo ibérico alimentado con bellotas, oír música y acariciar cuerpos. Además, lo de las piernas me lo está tratando con friegas de aceite un hombre de Pontevedra que llaman "O Bruxo", y noto mejoría.
El baile en general es una imprudencia de justificación imposible, como el entusiasmo. Pero tiene la belleza de la mentira bien compuesta y bien medida. Cualquiera que no sea un cínico sabe que el amor es un chapoteo circunstancial de olores ácidos e hiperbólicamente ponderado, lo que no debe impedir que uno sepa ver en un "pas a deux" la expresión más acabada en su mera sugerencia del hecho de amor. Los de Astaire y Ginger Rogers o los de Cyd Charisse y Astaire son canónicos.
Cuando yo era crío odiaba los musicales. Que los personajes se pusieran a cantar o a bailar en determinados momentos, coincidentes por cierto con la culminación -si no sabida, sí percibida a esa edad- de sus más dulces sentimientos, me parecía descabellado y asqueroso. El que está aprendiendo ansía, a lo primero, certezas, referencias, realidades. Después, si de verdad ha aprendido algo, sabrá que no hay más verdad que la que arde en dudas. Por así decirlo. Y los musicales son un mar de dudas. Por decirlo así también.
Las vibraciones sonoras sujetas a regla de música son, por sí mismas, dubitativas ondas en las que se excluye forzosamente la rectitud unívoca y monótona. Vericuetos de tonos, timbres, colores entremezclados en los que el oyente puede elegir -dudar- en cada momento entre escuchar el todo o las partes, la armonía o sus componentes, nos solicitan sin tregua. Y apabulla. Obviamente, semejante arma avasalladora, la música, sirve igual para entrar por los rotos que por los descosidos del alma y lo mismo acompaña -¿embellece? ¿justifica?- una degollina -véase música militar- que un beso, o un suicidio.
¿Qué ocurre cuando la música se hace carne? ¿Trae con ella todo su transporte de dudas, generosas posibilidades perceptivas, que tan rica y poliaplicable la hacen? Depende. Toda visualización es una concreción excesiva. Una imagen no sólo vale menos que mil palabras -en realidad, vale menos que una bien puesta-, sino que también vale menos que mil músicas, que una música. Cualquier músico se quejará de que, o advertirá que, quienes bailan música, nunca bailan toda la cantidad de música que se les suministra. Atentos los coreógrafos o los bailarines a unos estímulos que les resultan más fáciles, audibles, emocionantes, harán que sus músculos respondan a ellos y les darán corporeidad. Otros estímulos serán despreciados. Tampoco puede ser de otra manera. No hay quien baile "toda" la música. Sin embargo... Astaire es cuerpo de música hasta en las fotos, tan estáticas ellas. Las fotos de Astaire suenan.
Se sabe que la preparación de los números de sus películas le llevaba meses antes del rodaje. Y que arrastraba a su manera de trabajar y a sus tiempos agotadores a quienes actuaban con él y a su alter ego coreográfico, Hermes Pan. No había festivos. Se ensayaba a diario. Porque no es fácil encontrar la mejor expresión.

Astaire es el bailarín más elegante, flexible y grácil que ha existido. Como Gene Kelly es el más sensual, atlético y vital. La elegancia de Astaire reside en su austeridad y en su medida. Ni un gesto superfluo o sobredimensionado ensucia el mensaje. Compone siempre la forma corpórea más ajustadamente expresiva y emite esa imagen durante el tiempo exacto con las variaciones estrictamente necesarias. (No pocas veces adaptó las piezas musicales a su estilo). Las entradas, las síncopas y los desvaneci- mientos que implica todo movimiento compuesto y complejo son ejecutadas con el mejor pulso. La flexibilidad, que es acomodación al estímulo sonoro tanto como a la pareja de baile o al resto de bailarines, es siempre fruto privilegiado de la inteligencia. Astaire sabía estar como nadie. El sentido común, la esencia de un bailarín -no lo saben tantos- consistiría en saber en cada momento dónde y cómo estar. La gracia de Fred Astaire no era buscada. Venía a él en forma de naturalidad como recompensa al trabajo agotador, meticuloso y matemático, hecho. La seguridad facilitaría la despreocupación que permitiría tal advenimiento.
"Sombrero de copa", la cuarta película que hacen juntos para la RKO Ginger Rogers y Astaire, supone un punto y aparte en el cine musical al uso. Una superación de la espectacularidad caleidoscópica y de Busby Berkeley y una mayor integración de lo musical en la narración cinematográfica. Fue el mayor éxito de la productora en los años 30 y colocó a los protagonistas en el cuarto lugar de actores mejor pagados.
Las músicas de Porter, Gershwin o Kern, o las de Burton Lane, Vincent Youman o Irving Berlin dibujaron en el aire los huecos grandes, pequeños, altos, bajos, profundos como la primera cueva o transparentes y amenazantes como un cristal roto que Astaire ocupó en segundos de éxtasis o desesperación, humillado o glorioso, inteligente siempre. Directores artesanales como Mark Sandrich, que retrataban los números musicales con una transparencia tan modesta como eficaz, o espectaculares buscadores de formas como Vincente Minnelli, que en ningún caso olvidaban algo muy simple pero por lo visto muy difícil de aprender para los directores de hoy: el que los bailarines bailan para que se les vea bailar, no para que se vea que los directores hacen planos, nos legaron el amplio testimonio del genio de un Fred Astaire que bailó toda la verdad del baile.
Los musicales son la más hermosa mentira. Y la más honrada. A nadie engañan, porque se pregonan a sí mismos como mentira desde el primer minuto. Y a todos nos vienen bien de vez en cuando para ampliar la perspectiva de que uno está vivo, aunque sea con tendinitis y tripón. Y aunque también uno sea incapaz de comprender cómo alguien que se llamaba Fred Austerlitz y que se hizo llamar Fred Astaire pudo, después de haber habitado como nadie los bosques, las llanuras, las tempestades y las calmas del aire, después de haber jugado con él, reído con él, fornicado en él, pudo irse de este mundo por culpa de una neumonía.