Cine

La nueva era del musical

"Jeanne y el chico formidable" consolida el género

5 julio, 2000 02:00

Una celebración de la vida, como un sueño. Así será el musical del siglo XXI. Muy parecido al de los años sesenta, practicado con mano maestra por Jacques Demy. El próximo estreno de la francesa Jeanne y el chico formidable, de Olivier Ducastel y Jacques Martineau; la Palma de Oro del último Festival de Cannes, Dancer in the Dark, de Lars von Trier, así como los últimos trabajos de los hermanos Coen y de Kenneth Branagh, certifican su buena salud en el cine internacional.

Cuando Eric Rohmer decía que el arte es el resultado de la fusión indisoluble entre poesía y música, estaba definiendo, con su habitual agudeza, la esencia de la comedia musical. El término "comedia" es, sin embargo, confuso: la propia morfología de la palabra "melodrama" revela su condición musical. No es en el melodrama exacerbado y operístico, en muchas ocasiones despreciado por la crítica, donde se encuadra Jeanne y el chico formidable, del dúo francés Olivier Ducastel y Jacques Martineau. Es, no hay duda, un melodrama que ha convertido su raíz morfológica -"mélo"- en tema rector, en materia prima dramática: la música de la vida. Es un melodrama naturalista y estilizado (difícil la combinación de ambos adjetivos) que bebe de su pasado sin abusar de él pero siendo consciente de su existencia. No es tanto una reflexión sobre el género -como lo será O, Brother Where Art ‘Thou?, la última de los hermanos Coen- sino una demostración de que el cine es musical o no será.

Junto con la excepcional On Connait la Chanson, de Alain Resnais, mucho más fantasmagórica y tenebrosa, Jeanne y el chico formidable, que se estrena en España en los próximos días, recuperó hace un par de años la fuerza de un género que fue finiquitado por la ceguera del público, que, cansado de los bailes de claqué y los decorados artificiosos, prefirió el gran espectáculo de las superproducciones históricas que luchaban, con uñas y sin canciones, contra la perversa llegada de la televisión.

Energía renovada

No deja de ser significativo que el musical, que ahora parece volver con energía renovada después de la Palma de Oro que ha conseguido el Dancer in the Dark de Lars von Trier, surja siempre como reacción a un momento social o cultural de peculiar idiosincrasia. Con el sonido llegó la posibilidad del cine musical, un cine frívolo y escapista que echaba una mano a todos aquellos que, deprimidos y sin un centavo en el bolsillo, intentaban recuperarse del Crack del 29 y de la desolación de una vida urbana marcada con fuego por el hambre y el paro.

La II Guerra Mundial convirtió a las coreografías geométricas de Busby Berkeley en el único agujero que dejaba entrar un poco de alegría colorista en un universo a un paso de la autodestrucción. El musical se ganó el corazón del público, y la Metro Goldwyn Mayer no tardó ni un segundo en invertir sus energías y su dinero en producir los musicales más sofisticados y estilizados que nadie pudiera imaginar. Durante casi una década, películas como Un día en Nueva York (1949), Un americano en París (1951), Cantando bajo al lluvia (1952) o Melodías de Broadway 1955 (1953) consiguieron colocarse en los primeros puestos del "box-office" yanqui, logrando desbancar la perversa llegada de la caja tonta, que se infiltró en millones de hogares poniendo en peligro el séptimo arte. No obstante, estas películas nunca fueron justamente reivindicadas como los clásicos indiscutibles que en realidad eran. Tuvieron que ser los franceses los que pusieran los puntos sobre las íes: en una relación de "Los más importantes y menospreciados filmes americanos desde los orígenes del cine" remitida por Alain Resnais en 1978 como respuesta a un cuestionario de la Cinémathèque de Bruselas, el autor de Providence incluyó Cantando bajo la lluvia, Melodías de Broadway 1955, La calle 42 (1933), Un beso para Birdie (1963), South Pacific (1958), Una cara con ángel (1956) o The Pajama Game (1957).

En 1962, el crítico José Luis Guarner lanzaba una pregunta (retórica) al aire: ¿el musical ha muerto? Tal vez era demasiado pronto para expedirle el certificado de defunción, pero lo cierto es que su vida iba a aquedar reducida a los circuitos de culto y a experiencias aisladas producidas por los grandes estudios (hablamos de West Side Story o Sonrisas y lágrimas). La admiración que sentían los miembros de la "Nouvelle Vague" por el cine musical americano cuajaría en varios intentos de renacimiento revisionista que quedaron, no obstante, en agua de borrajas. Alain Resnais intentó hacer una película con Cyd Charisse, Juan-Luc Godard rodaría la espléndida Una mujer es una mujer con el objetivo de homenajear -a su manera vitalista, apasionada y radical- el cine del tándem Kelly-Donen, y Jacques Demy empezaría su particular, solitaria y deliciosa reivindicación del musical como forma de vida.

Si a algo se parece la ligereza de Jeanne y el chico formidable es al cine de Demy. él y sólo él, que escribió en el pequeño cuaderno donde empezó a pergeñar el argumento de Las señoritas de Rochefort (1966), "una película ligera hablando de cosas ligeras". Demy, que como Lars von Trier consiguió la Palma de Oro con un musical marxista -la excepcional Los paraguas de Cherburgo (1964)- en tiempos en los que la lírica era sinónimo de "alto standing", fue el perro verde de la Nouvelle Vague, aunque sentó las bases de un musical tan proletario como estilizado, democratizando las letras y la danza, o la danza de las letras.

Era el mejor momento para revisar un género como el musical: la década de los sesenta estaba preparada ideológica y formalmente para analizar los ingredientes desde dentro. El musical había superado su juvenil madurez, marcada- mente neoclásica, para entrar de lleno en el posmodernismo. Se ha hablado mucho de Demy como principal influencia de Jeanne y el chico formidable, y sería una tontería negarlo: sin embargo, la película de Ducastel y Martineau evoca una ligereza profundamente realista que contrasta con la sofisticación rosa, popular del cine de Demy. El musical de Demy cumple una de las reglas invariables del musical crepuscular: la canción relata, sublima el deseo del protagonista, el universo paralelo donde todos querríamos vivir. Lo cumple porque la emoción se expande sin ningún tipo de traba: es pura y en cierta forma invulnerable.

Efecto mariposa

Es significativa la reaparición del género -con un ilustre antepasado que se ha ganado a pulso su reputación de título de culto: Dinero caído del cielo (1985), con guión del desaparecido Dennis Potter- en una época en que la emoción se ha convertido en un arma digital (The Matrix) o apocalíptica (El club de la lucha). Un poco para contrarrestar el efecto mariposa del sentimiento virtual, Ducastel y Martineau hacen de su heroína, la maravillosa Virginie Ledoyen, una enorme caja de Pandora de donde entran y salen todo tipo de emociones. Jeanne es, como la célebre Lola de Demy, una enamorada de la vida, y de ahí surge su luz, tan potente como los colores primarios de Los paraguas de Cherburgo. Jeanne está predestinada a caer en los brazos del Amor Imposible, que se llama Olivier (no por azar interpretado por Mathieu Demy) y es seropositivo. Si la relación entre Nino Castelnuovo y Catherine Deneuve en Los paraguas de Cherburgo estaba condenada al fracaso por culpa de la lucha de clases, la relación entre Jeanne y Olivier se autodestruye por culpa de la enfermedad (algo que, en clave más sirkiana, también marcará la desgracia de Selma -Bjürk- en Dancer in the Dark). La tragedia no impedirá que Jeanne siga adelante, alimentada por su energía y su vitalidad: el nostálgico del cine de Demy se contrapone aquí a una irreductible celebración de la vida.

Sea como sea, Jeanne y el chico formidable y la espléndida película de von Trier demuestran que el musical en prosa sigue en buena forma. Recupera la libertad poética del gesto, la palabra y el sonido de un modo sólo comparable a la anarquía narrativa que impone el cine fantástico: los mecanismos de la realidad se dejan filtrar por esos intrusos de la diégesis llamados canciones. En ese sentido, Jeanne y el chico formidable podría considerarse un hermoso ejemplo de cine fantástico: un cine fantástico que reivindica, con el mismo poder de fascinación del Brazil de Terry Gilliam, la importancia del sueño -de la ficción- para seguir viviendo. Nadie, ni siquiera la tétrica aldea global de la sobreinformación, podrá bajar el volumen de la música de nuestros sueños.