Bertolucci, la poética de la ambigöedad
Retrospectiva contemporánea
20 septiembre, 2000 02:00El Festival de San Sebastián homenajea este año a tres figuras esenciales del cine mundial. Bernardo Bertolucci será el protagonista de la Retrospectiva Contemporánea con la proyección, entre otras películas, de El último tango en París, Asediada, Novecento y La luna, y con la edición de un libro coordinado por Carlos F. Heredero. La Retrospectiva Clásica estará dedicada a Carol Reed. El certamen reivindica así su papel en El tercer hombre. Además, el actor británico Michael Caine recibirá el Premio Donostia. Sergi Sánchez, Fernando Méndez-Leite y Jorge Berlanga recorren para EL CULTURAL sus filmografías.
Bertolucci parece haber caminado entre dos aguas durante toda su vida cinematográfica: entre las historias de amor claustrofóbicas y los frescos monumentales, entre las fábulas psicoanalíticas -La luna- y las películas-río panfletarias -Novecento-, entre el modelo David Lean -El cielo protector- y el modelo Wong Kar Wai -Asediada-. Investigando o adaptándose con sagacidad a los tiempos que corren: de ahí su ambigöedad, y de ahí la malvada fascinación que despierta su obra, ahora revisable por entero gracias al ciclo que le organiza el Festival de San Sebastián.
Nacido en Parma el 16 de marzo de 1940, Bertolucci creció arropado por la cultura que su padre, el poeta Attilio Bertolucci, impuso sin esfuerzos en un contexto familiar predestinado al desarrollo creativo. Pasolini, su mentor, fue un segundo padre: no en vano, lo contrató como ayudante de dirección en Accatone y lo apadrinó para que dirigiera su ópera prima, La commare secca. Pasolini, poeta y cineasta, se convirtió en un modelo ético: el artista que logra ser fiel a sí mismo sin dejarse de comprometer con la realidad. Desde esa toma de postura, Bertolucci afrontaría toda su carrera, transformando su energía juvenil en una necesidad por hacer cine. El título de la colección de poemas que publicó en los años de su juventud es significativo: In cerca del misterio. En efecto, incluso una materia prima tan poco enigmática como la política se convierte en manos de Bertolucci en una abstracción brumosa, un concepto moral que puede tomar la forma de una pasión destructiva y fanática o la forma de una lucha de clases heroica.
En sus mejores películas, Bertolucci no intenta buscar respuestas sino plantear preguntas. Bertolucci cierra los ojos cuando alguien llama a la puerta y los personajes -y el público- tienen que decidir levantarse, abrirla y cambiar así su destino. Sólo el silencio de la ambigöedad -o de la distancia historicista, en el caso de sus películas-río- rebotará en las cuatro paredes de la sala. Cuando Bertolucci intenta apartarse de su talento para el misterio -qué poco sabemos del Brando y la Schneider de El último tango en París, y qué poco necesitamos saber de sus motivos-, y pretende servir a los trucos del cine convencional -El pequeño Buda- o a las malas artes del cine de autor pedante y presuntamente moderno -Belleza robada-, pierde la innegable fuerza de su estilo. No por azar, el estreno de El pequeño Buda, verdadera vergöenza hagiográfica que sumió a Bertolucci en la más absoluta de las miserias, puso en crisis el estilo de un cineasta que ha flirteado demasiadas veces con el desastre como para no caer en él. Las grandes producciones pseudobiográficas no han hecho otra cosa que estropearle la brújula. El paso siguiente fue empequeñecerse y buscar nuevos horizontes en tierra conocida, la Toscana. Tal vez en una película tan lamentable como Belleza Robada, que Bernardo Bertolucci rueda siguiendo al pie de la letra -con la premeditada ingenuidad de quien está acostumbrado a cambiar de piel- la hermosa frase de Talleyrand presente en la génesis de Antes de la revolución -"Quien no ha conocido la vida antes de la revolución no sabe lo que es la dulzura de vivir"-, está la esencia del arte bertolucciano: un arte irregular y camaleónico, siempre dispuesto a resucitar de sus cenizas.
Si en Belleza robada, torpe manual sobre la pérdida de la virginidad hecho para aflojar la lágrima de las lectoras de Superpop, se olvidaba de todo lo que había aprendido en treinta años de bagaje profesional, tal vez era porque quería volver a empezar. El descubrimiento de las nuevas tecnologías y de un cine vivo, arriesgado, que busca la verdad sin filtros -en esa época se citaban a Harmony Korine y Wong Kar-Wai como paradigmas de esa modernidad que parecía haber muerto en las revueltas del 68- le empujó hacia Asediada, trágica historia de amor que malograba buena parte de sus aciertos en favor de una contextualización política poco menos que naïf.
Mark Peploe le ha escrito el guión de Heaven and Hell, inspirado en el libro de Giovanni Iudica Il principi di musici, o la vida del músico napolitano Gesualdo da Venosa (1560-1612), lo que parece, a bote pronto, un regreso a las formas pre- ciosistas de sus reconstrucciones históricas y, al mismo tiempo, a esas relaciones amorosas cuya pasión consume pieles y espíritus. Habrá que esperar a su estreno para comprobar si Bertolucci, que tiene un lugar en la cumbre de los maestros europeos, ha decidido transformarse en otro, otra vez.
FILMOGRAFíA ESENCIAL
Antes de la revolución (1964). La quintaesencia del primer Bertolucci: compromiso político, profundidad psicológica y un contexto social definido por la guerra de Argelia y la aparición del "centro-sinistra" italiano encierran las dudas y reflexiones de un joven, Fabrizio, a punto de romper con la comodidad ideológica de la burguesía. Bertolucci consigue una película ejemplar de cine ideológico que elude el maniqueismo.
El conformista (1970). Marcello huye de su traumático complejo de Edipo, posible germen de su homosexualidad, refugiándose en los masculinos brazos del fascismo. La ideología como (falso) remedio a los problemas de la moral (culpabilidad): un precedente político de La luna basada en la novela homónima de Alberto Moravia.
El último tango en París (1972). Involuntariamente escandalosa, documentaba con implacable sensibilidad el amour fou entre un suicida (Marlon Brando, espléndido) y una adolescente lúbrica (Maria Schneider). Bertolucci analiza, cual paciente entomólogo, la decadencia del imperio burgués después del mayo del 68.
Novecento (1976). Nadie se ponía de acuerdo al respecto: que si gran fresco épico y popular, que si panfleto al servicio del comunismo, que si hipócrita película de izquierdas con apariencia de gran superproducción. Bertolucci demostraba que también podía escribir su propia novela decimonónica, una epopeya que combinaba compromiso histórico y gran espectáculo.
El último emperador (1987). Nueve nominaciones al Oscar, nueve Oscar. Bertolucci entra en la puerta grande de Hollywood con una suntuosa y apabullante película. Los tenebrosos efectos de la Historia sobre el individuo y los inescrutables mecanismos del poder ocupaban el epicentro de este huracán de colores y texturas, con ecos del mejor David Lean y fotografiado por el cómplice Vittorio Storaro.