Walt Disney, un alquimista de pluma y pincel
Walt Disney
El centenario de Walt Disney nos hace pensar en algo más que una efeméride, en la Historia del siglo XX y su simbología, de la que forma parte fundamental la figura y la obra del artista visionario y el sagaz hombre de negocios que supo tanto adelantarse a su época como adaptarse a los acontecimientos que la marcaron. Hablar de Disney es hablar de la fantasía más irracional mezclada con los más brillantes avances de la tecnología, de la magia trastornadora del cinematógrafo llevada hasta sus últimas consecuencias, de la realidad invadida por los sueños. La virtud de la animación consiste en dotar de vida a lo imaginario, subvertiendo las normas de lo pragmático, y el particular talento del genio fue en este caso el de crear algo que va más allá de un mundo propio para expandirse en lo universal, fabricando una mitología que ya forma parte fundamental de nuestra cultura.La biografía de Disney es por un lado confusa, contradictoria e incluso misteriosa, donde a veces entran en conflicto la persona y el personaje. Su lado oscuro fomentaba con gusto diversos enigmas, mientras que el limpio y luminoso se mostraba como un ejemplo trasparente de sencillez y bondad. De tal modo, todavía el tiempo no ha conseguido aclarar su desdoblamiento de personalidad, entre el santo intachable y el feroz demonio, que en vida le granjeó tantos admiradores como enemigos.
De lo que no existe duda es de su magnífica intuición para explotar las posibilidades de su época, con el poder del alquimista capaz de convertir la tinta en oro. No sabemos si el chaval larguirucho que conducía ambulancias durante la I Guerra Mundial y vendía caricaturas por unos centavos se imaginaría que su sólo apellido sería con el tiempo una marca capaz de facturar millones de dólares, pero la inquietud que mostró desde imberbe para buscar la expansión de su trabajo fue uno de los secretos de su futura prosperidad y fortuna.Hablar de Disney es hablar de la fantasía más irracional mezclada con los más brillantes avances de la tecnología, de la magia trastornadora del cinematógrafo
En los primeros años veinte los dibujos animados eran todavía un género casi experimental, que atraía al público como sorprendente fenómeno de birlibirloque con la imagen. A algunos dibujantes de tiras cómicas les atrajo el invento, y aparecieron pequeñas estrellas capaces de rivalizar con las reales, viajando del papel a la pantalla. El payaso Koko de los hermanos Fleischer escapaba del tintero para meterse en ingenuas aventuras, mientras el gato Félix se lanzaba a peripecias fantasiosas o Krazy Kat y el ratón Ignatz se declaraban su amor a martillazos. En los teatrillos de cine mudo con música de piano eran tan populares como Mary Pickford, Charles Chaplin o las gamberradas de Mack Sennett. En ese ambiente de creación trepidante, en el que el día a día de la práctica aumentaba los alcances del arte recién nacido, Disney iba a encontrar el caldo de cultivo perfecto para desarrollar su genio.
En los primeros tiempos, era el propio Disney el que dibujaba y doblaba a Mickey, hasta que decidió que prefería encargarse de la labor creativa y dejar el resto a artistas con mejores facultades. Su instinto industrial le llevó a crear diferentes departamentos dentro de su compañía rodeándose de gente con talento, entregados a una constante innovación de ideas. Los personajes fueron multiplicándose, desde la aparición del inefable e iracundo pato Donald, víctima constante de todo tipo de desgracias, que se unió de forma estelar a los ya conocidos Minnie, Pluto y Pete Pata Palo. La pandilla iba creciendo, al igual que la productora, que ya contaba con unos rutilantes estudios en Hollywood. Al mismo tiempo Disney, rendido melómano, experimentaba con las posibilidades de la música y la animación en la serie de Silly simphonies. Esta pasión artística se convertiría con el tiempo en uno de los sellos inconfundibles de la casa, caracterizada por la obsesión del jefe por la calidad exquisita de la obra. Su propósito era considerar los dibujos animados como una de las bellas artes, lo que le llevó a realizar la gran apuesta. Un largometraje, un proyecto monumental, casi de locos con los medios de entonces, con una factura impecable, capaz de asombrar a propios y extraños. De ahí surgió en 1937 un clásico formidable, capaz todavía de emocionarnos con su categoría de irrepetible maravilla, Blancanieves y los 7 enanitos. El cuento de los hermanos Grimm se supera en el hechizo fabuloso de la película que cambió la forma de entender el cine de animación.
Único desnudo frontal de Disney en Fantasía
La guerra supuso una crisis para el eterno soñador, obligado a enviar a sus queridos personajes al frente, con cortometrajes propagandísticos, pero que aun así pudo hacer volar la imaginación con otros dos clásicos, Dumbo y Bambi, historias que hacían saltar las lágrimas hasta de los corazones más encallecidos, al tiempo que se ganaba a los espectadores del sur del Río Grande con Los tres caballeros.
Los años posteriores de posguerra no fueron los mejores para Disney, sumido en deudas, hasta su renacimiento en los cincuenta, su época definitiva de gloria, con títulos como La Cenicienta, Alicia en el país de las maravillas o Peter Pan. Es entonces cuando su fantasía lo convierte en el megalómano de su última etapa. Consigue llevar a la realidad su sueño de construir el parque de atracciones más impresionante del mundo, hecho a la medida de su genio, Disneylandia. Produce todavía otras dos grandes películas de dibujos, 101 dálmatas y Merlín el encantador, a la vez que la compañía se dedica a hacer otro tipo de cine de acción real, dirigido al público familiar. Desembarca en la televisión con sus antiguos personajes aburguesados, perdida su antigua y divertida mala leche, mientras se dispara su invento del merchandasing con todo tipo de productos.La guerra supuso una crisis para el eterno soñador, obligado a enviar a sus personajes al frente, con cortometrajes propagandísticos
El dueño del imperio mantiene sus ilusiones, pero ya se habla de su carácter agrio y arranques de ira. Como tantos espíritus antiguamente revolucionarios, se convierte en ultraconservador. Muere en la cima de su gloria, dejando como herencia la riqueza inconmensurable de su obra y de su genialidad, continuada hasta los tiempos actuales en los que su nombre sigue siendo garantía de espectáculo, aunque las maravillas de la cibernética hayan sustituido a los esforzados animadores que se trabajaban cada fotograma con pluma y pincel. Los avances de la ciencia no podrán hacer nada por resucitar al creador, al que se supone congelado esperando a que la medicina del futuro lo devuelva a la vida. Sus cenizas fueron enterradas en Glendale en 1966, aunque el rumor de la crionización haya permanecido. Igual que la inmortalidad de su obra.