Image: Un itinerario melancólico

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Cine

Un itinerario melancólico

El siglo trágico de Max Ophöls

1 mayo, 2002 02:00

Lola Montes (1955)

La primera vez que Max Ophöls se acerca a la literatura de Arthur Schnitzler, rueda con Liebelei (1932) su primera película importante. Aquel suntuoso romance entre la hija de un modesto violinista y un teniente de la guardia imperial en la Viena de 1906 no pasó desapercibido. Sus fotogramas engendran, por primera vez, esa especie de no man’s land intemporal y poético que para un cineasta de sensibilidad renana -y no vienesa- fue siempre la capital austriaca, retratada después en sus películas posteriores como un decorado distante y propio de cuento de hadas.

El estreno de la película en Berlín coincidió con el incendio del Reichstag, y esa inequívoca provocación nazi acabó definitivamente con la carrera alemana del director, creador de origen judío que se convirtió, a partir de entonces, en un cineasta nómada y errante. Había filmado en su tierra natal tan sólo cuatro películas, preludio de una filmografía que terminaría por hacerle rodar once más en Francia, una en Italia, una producción holandesa y cuatro en Estados Unidos.

De la primera época francesa sobresale su particular reinterpretación de Goethe (la poética y muy estilizada Werther, 1938), si bien la obra más popular de aquel período (1933-1940) -casi completamente olvidado y desconocido en España- es la más espectacular, pero mucho menos interesante De Mayerling a Sarajevo (1940). Será con todo en la adversa industria americana, en la que recala desde 1941, pero donde no consigue dirigir una película hasta 1946, donde el creador de Carta de una desconocida (1948) alcance con esta elegíaca y turbulenta obra maestra su verdadera madurez.

Después vendrían dos singulares acercamientos a los contornos del cine negro (Atrapados y Almas desnudas, rodadas ambas en 1949), expresivos y reveladores mestizajes de la narrativa fílmica americana con la escritura densa y con el intenso trabajo significante sobre la puesta en escena propio de Ophöls. Obras de contornos oscuros tejidas sobre el cauce genérico del melodrama, piezas de civilizada superficie bajo la que hierven sombríos desequilibrios psicológicos y por cuyas retículas se desliza la negra y pesimista idea de América que se hizo un refinado estilista centroeuropeo que nunca se sintió cómodo en Hollywood.

De regreso a Francia, a Schnitzler y a Viena, Max Ophöls se sumerge después con La Ronde (1950) en la más ritualizada de sus indagaciones en la fugacidad inaprehensible del tiempo y del sentimiento amoroso. Verdadero rondó de formas ingrávidas y aéreas, conducido por un demiurgo que expresa la circulación del deseo, la pieza que cierra el círculo abierto con Liebelei abre, a su vez, el tramo final de una obra que alcanza luego, con las sucesivas Le Plaisir (1951), Madame De... (1953) y Lola Montes (1955), la cima de su maestría.

Se completa así un itinerario que termina de perfilar la visualización litúrgica y manierista -sobre todo en lo que atañe a su hermosísimo, pero truncado canto del cisne- de un universo lírico preñado de melancolía, elegía ensoñadora, frecuentemente trágica y sólo engañosamente mundana, de un mundo imposible que Max Ophöls pensaba y filmaba desde la plena conciencia de haberlo perdido para siempre.