Image: El tiempo de los orígenes

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Cine

El tiempo de los orígenes

por Carlos F. Heredero

15 mayo, 2002 02:00

Fotograma de Alumbramiento, de Víctor Erice

El sentido del tiempo, de la vida y la muerte, los latidos del mundo engarzados en versos fílmicos, en un poema de planos fijos que reconcilia la vida, el hombre y el cine. Esto es Alumbramiento, otra obra maestra de Víctor Erice que El Cultural ha podido ver antes de su estreno en Cannes y que el crítico Carlos F. Heredero analiza en estas páginas.

Con el paso del tiempo, todo poema se convierte en una elegía", decía Borges. El tiempo, el transcurso y, sobre todo, la "materialidad" del tiempo es lo que conforma el sentido interno y la arquitectura entera de Alumbramiento, poema lírico y elegíaco a la vez con el que Víctor Erice regresa -cumpliendo de nuevo con el fatum de los diez años que parece separar cada uno sus trabajos- a las pantallas cinematográficas.

Pero, ¿de qué tiempo estamos hablando?, ¿a qué tiempo remiten y de qué tiempo se alimentan las imágenes de un cortometraje que concentra, en tan sólo diez sintéticos minutos, el latido simultáneamente dramático y auroral de la existencia humana en sus primeros momentos de vida...? Sin duda ese tiempo no puede ser otro que el propio de la experiencia poética, el de la epifanía que, "partiendo del tiempo histórico, nos devuelve al tiempo de los orígenes, al tiempo que aparece con la primera mirada que lanza un niño sobre el mundo...", como decía Víctor Erice cuando hablaba del sentido que encerraba El espíritu de la colmena en lo más íntimo de sus imágenes.

Y desde luego no es casualidad que el eco de aquella película, que llevaba dentro la mirada sorprendida y fascinada -literalmente "robada" por la cámara- de una niña que se asomaba por primera vez al misterio del cine, reverbere ahora en el seno de un pequeño filme que habla del primer y doloroso encuentro con la realidad de la vida, por el que corretea igualmente cerca de la infancia un inquietante gato negro y que transcurre también -y tampoco por azar- en el mismo tiempo histórico que El espíritu de la colmena: los últimos días del mes de junio en la España de 1940.

El reto específico consistía, esta vez, en hablar del paso del tiempo, pero semejante enunciado (denominador común del empeño colectivo configurado por el largometraje Ten Minutes Older, en el que Alumbramiento se inserta) es en sí mismo un ejercicio puramente conceptual y teórico. Víctor Erice necesitaba arraigarlo en la experiencia biográfica concreta, en la existencia real de hombres y mujeres que habitan un espacio geográfico y social muy determinado, en una encrucijada histórica exacta y precisa. Microcosmos y circunstancia, profundamente anclados en la realidad de la vida, que ofrecen encarnadura a este viaje metafórico hacia el tiempo fundador de la existencia.

Claro está que el tiempo del origen puede ser el del parto propiamente dicho, el de la salida a la luz de la vida humana, todavía ciega, ignorante del dolor y de los peligros del mundo. Pero no es de ese nacimiento del que habla Víctor Erice. Su alumbramiento es otro, y no está circunscrito a un hecho puntual. El alumbramiento del que habla este milagro cinematográfico es un proceso que irrumpe en el tiempo inmediatamente después del parto, un transcurso marcado ya -tan pronto, de forma tan premonitoria- por el dolor y por la amenaza de la muerte, por la división del trabajo y por la diferencia de clases, por el latido doliente de la vida que se escapa y por el peso de una Historia trágica que no es la Historia en abstracto, sino la historia de un tiempo y de un lugar concreto, herido y mutilado, humillado por la derrota de la democracia (el casco republicano sobre el espantapájaros) y por la amenaza del fascismo.

Entramos así en el tiempo suspendido, ante el umbral de la muerte, en el que queda atrapado un recién nacido al que, durante unos pocos minutos, el latido vital se le escapa mientras que "la vida continúa" (como diría Kiarostämi) en torno y alrededor de su trance. Proceso de crisis y de renacimiento al mundo, cuya cronología reverbera -como en una caja de resonancia- dentro del desván en el que un niño allí encerrado dibuja, sobre su muñeca, un reloj imaginario para tratar de aprehender las horas. Aparece así una instancia narradora que dispara, en última instancia, el discurrir de un tiempo (de un relato) del que su verdadero protagonista -el bebé- todavía no tiene conciencia, del que un reloj de péndulo mide su cronología y al que un periódico reciclado y mojado, viejo quizás de un par de días, termina por cifrar en su propia historicidad.

Paréntesis de tiempo, por lo tanto, durante el que los señores de la casa (la madre de la criatura, el padre y el patriarca de la familia) duermen la siesta o juegan un solitario. Son indianos, han emigrado a Cuba, han prosperado y disfrutan, a su regreso, de todo lo que les proporciona su riqueza: el privilegio del ocio, el placer de un habano, el coche lujoso en cuyo interior el juego de dos niñas ricas con dos niños pobres escenifica ya -tan temprano- la diferencia de clases. Es éste un itinerario largo y complejo, ejemplarmente condensado por Erice en la modélica síntesis de tan sólo cinco planos: el agua que cae sobre la jofaina (el viaje), las dos fotos de la tienda cubana (fuente de la prosperidad), el padre dormido con el puro encendido (disfrutando de su condición social) y la matrícula del coche (símbolo externo de sus propiedades). Viaje de ida y vuelta en el tiempo y en lo social, imágenes que filman el discurrir del presente y que, simultáneamente, explican ese mismo presente hablándonos del pasado sin necesidad de recurrir al artificio narrativo del flashback.

Paréntesis de tiempo que late al compás de los ritmos del trabajo y de la vida: los que marcan la aguja de la máquina de coser, las manos que amasan la harina, el martillo que afila la guadaña, el péndulo del reloj, la siega del trigo, el columpio de la niña, la gota de agua, la cuerda que trenza un soldado mutilado. Rima poética que organiza el tiempo interior de la existencia, pero también el tiempo conformado por el relato. Ritmos estrechamente pegados a la tierra, que muestran una y otra vez los pies de quienes la trabajan, la viven y la sufren: los que mueven la máquina de coser, los de la niña sobre el columpio, los de las criadas que limpian los zapatos de los señores, la única pierna que le queda al soldado, los piececillos del niño besados por la comadrona en un gesto que parece lavar, para un ser que renace a la vida, las culpas del mundo.

Paréntesis de tiempo que empieza a cerrarse, finalmente, cuando el bebé abre los ojos y su primera mirada sobre el mundo se despliega al son de una emocionante nana (extraída del cancionero popular asturiano, y recopilada en su día por Federico García Lorca) para enlazar -por corte directo- con una sábana blanca que cubre la totalidad de la pantalla y detrás de la cual se mueve una sombra humana. Mirada primigenia que tropieza así, de inmediato, con la imagen metafórica del cine dentro de una operación, apenas subrayada por el cineasta, que formula en términos poéticos "ese instante privilegiado donde las cosas suceden por vez primera, turbación original de los sentidos a través de la cual cierta belleza del mundo se revela", recogiendo aquí las mismas palabras con la que el propio Víctor Erice evocó, en cierta ocasión, la experiencia iniciática de unos niños al sumergirse en la magia del cinematógrafo.

Mirada que anuncia el alba de la vida y que viene a insertarse en el herido y complejo mundo real. Un mundo que presta a las imágenes de Alumbramiento los trozos de espacio y de tiempo que la cámara de Víctor Erice arranca -literalmente- a una realidad que la película captura y formaliza con los rasgos de este hermoso poema. Nos encontramos así frente a una obra de reducido tamaño, pero de resonante alcance, capaz de condensar, dentro de ciento treinta bressonianos planos fijos (que remiten explícitamente al cine de los orígenes), dentro de diez apretados minutos (en cuya textura carnal resuena el eco de Pasolini), dentro de una lacónica síntesis de imágenes primordiales (bajo cuyo latir lírico emerge la huella de Murnau), dentro de una fructífera convivencia de lo real y lo ficcional (sobre cuyo ensamblaje sensorial palpita la herencia de Renoir), todo el latido del mundo.

Post-escritum:
El último plano de Alumbramiento muestra un periódico sobre el que se extiende la huella del agua y en el que se vislumbra su fecha: 28 de junio de 1940. Una noticia, firmada por Manuel Aznar (abuelo de José María Aznar), ensalza con hueca retórica la presencia de los nazis en el puente de Hendaya. Dos días después, es decir, el 30 de junio de ese mismo mes, nacía en la localidad de Carranza (provincia de Vizcaya) un niño, nieto de indianos, llamado Víctor Erice Aras.