Fantasías y leyendas cervantinas
El caballero Don Quijote, de Manuel Gutiérrez Aragón
7 noviembre, 2002 01:00Juan Luis Galiardo en el papel del ingenioso hidalgo
Una vigorosa y, a veces, subterránea vena cervantina recorre la filmografía prácticamente entera de Manuel Gutiérrez Aragón. Desde los tiempos de Habla mudita hasta las imágenes de El caballero Don Quijote, segundo abordaje directo de las aventuras de Alonso Quijano por parte del cineasta, la más fructífera y reconocible naturaleza de su cine parece alimentarse de un sustrato germinal con elocuentes y fértiles cimientos de profundo anclaje en la obra que narra la historia del ingenioso hidalgo.
La mirada de Gutiérrez Aragón acostumbra casi siempre a jugar con los trucos, los pliegues y los espejismos de la realidad, puesto que parece dotada para descubrir en las entrañas de ésta la ilusión de un espacio más o menos mágico o imaginario. La suya es una mirada capaz de desvelar, bajo el engañoso y prosaico disfraz de las apariencias, la ambigöedad a veces inasible de un sentido enigmático y fugitivo. De ahí que la mayoría de sus películas, aunque estén construidas siempre con elementos realistas, terminen por cuestionar el propio estatuto de la imagen a fuerza de explorar las fronteras siempre vacilantes entre la realidad y la irrealidad, entre la vida y la ficción.
Lo que sucede es que nunca antes se había zambullido en esa ambivalente tierra de nadie con tanta y tan gozosa libertad como lo hace ahora en El caballero Don Quijote, película que toma como referencia la segunda entrega de la novela cervantina, a la sazón mucho más juguetona, lúdica, fantasiosa y metaficcional que la primera. Terreno de juego privilegiado, por lo tanto, para un cineasta que once años antes se las había apañado ya para adentrarse -dentro de una notable serie televisiva que protagonizaron Fernando Rey y Alfredo Landa- por sugestivos itinerarios de ida y vuelta entre la historia narrada y las instancias narradoras en medio de una recreación sustentada sobre la primera parte del famoso libro.
Pues bien, de la segunda parte de la novela ha surgido ahora un Quijote más maduro y más personal, más complejo y más romántico, más abierto a la teatralidad, a la representación y a la fantasía. Un Quijote muy diferente a la imagen más popular o conocida del hidalgo manchego, puesto que estamos aquí frente al retrato cálido y sabio de un caballero otoñal, cansado y escéptico, que sube con dificultad creciente a la grupa de Rocinante y que a duras penas arrastra sus ajadas carnes por una Mancha imaginaria en la que arrieros y criados alternan con duques y señores, en la que secarrales y majadas dejan espacio para frondosos encinares, húmedas orillas fluviales, cuevas encantadas y hasta playas de blanquísimas arenas.
Este es un Quijote que debe hacer frente en lance de batalla a caballeros fingidos y en lance amoroso a un paje travestido: ¡qué difícil, qué hermoso y qué emocionante ese recitado peripatético del paje Tosilos, disfrazado de Dulcinea, en un largo plano transido de emoción, gentileza memorable de Juan Diego Botto! Estamos ante un Quijote que persigue sorprendido a su propia leyenda, que se siente desbordado por la fama que le precede, que se ve rebasado y humillado por la parodia que se hace de su propia figura en las ferias de los pueblos: intuición genial -arrebatadoramente cervantina- del propio cineasta en una secuencia, de pura invención cinematográfica, con la que Manuel Gutiérrez Aragón traduce, al mismo tiempo, la realidad histórica de la novela (pues el Quijote era ya una figura popular antes de que apareciera la segunda parte de sus aventuras literarias) y los seductores juegos metaficcionales urdidos por Cervantes dentro de su obra.
Este nuevo Quijote (¡inolvidable Juan Luis Galiardo!, lleno de humanidad, capaz de expresar al mismo tiempo, y dentro de un solo gesto, el fracaso y la dignidad, la estupefacción y la sabiduría, la locura y la cordura) se sabe a sí mismo materia de ficción, se siente imitado y suplantado por el Quijote de Avellaneda, por una sombra que para él es apócrifa y a la que trata de encontrar para denunciar la impostura o, quizás, ¿quién podría negarlo de plano?, también para verse desde fuera y para comprenderse a sí mismo ahora que está de retirada y que se sabe al final del camino.
Protagonista de un relato con deliberado y elocuente formato circular, este es un Quijote que ya desde la primera secuencia camina de forma ineluctable y premonitoria hacia su muerte, casi un anciano que sale de nuevo en busca de aventuras que le permitan recrear, en su personal imaginación, fantasiosos pretextos para engañarse a sí mismo y para poder seguir creyéndose un caballero andante. Este es un Quijote capaz de vislumbrar por igual los rasgos de su imaginada y adorada Dulcinea en una tosca aldeana manchega, en una princesa encantada o en un elegante paje travestido.
Territorio liberado para la imaginación y la fantasía, este Quijote es pura representación en sí mismo, en la naturaleza de las situaciones que vive y en la propia materialidad de su puesta en escena: la escenificación de la cueva en la que habita el mago Montesinos, la repetida y duplicada charada del bachiller Sansón Carrasco al hacerse pasar por caballero andante, el recitado teatralizante de Tosilos, la lujosa cena organizada por los duques para deslumbrar al hidalgo, la función -toda ella paródica y burlona- que convierte a Sancho no en gobernador, sino en víctima de una fantaseada ínsula Barataria, la escenografía y la naturaleza real del último lance... sucesivas representaciones, en definitiva, que el cineasta delata como tales y que restituyen el universo imaginario en el que se refugia el enajenado protagonista de la función, verdadero antihéroe que lucha por conservar la vida mientras cabalga acompañado por la sombra de la muerte.
El retrato de este avejentado Alonso Quijano no tiene, sin embargo, nada de complaciente o quejumbroso. Por eso en una nueva, imprevista vuelta de tuerca, el Quijote de Gutiérrez Aragón deberá ceder incluso el protagonismo del desenlace a su propio escudero: esa figura aparentemente subalterna que tiene aquí una intervención esencial, tan protagónica como trágica, en el suceso que precipita la muerte de su señor. Y ésta es la primera vez, a juicio del cronista, que una película se ocupa de señalar o sugerir la ambigöedad inherente a ese papel jugado por Sancho.
Por último, la radicalidad y la audacia de la solución final, que da origen a una novedosa y emotiva secuencia de cierre (a mayor gloria de Sancho Panza), culmina la más libre y la más atrevida de todas las películas de su director: una obra que, trenzada por sucesivos y encadenados monólogos, desafía en profundidad, pero sin apenas hacerse notar, los fundamentos de la representación naturalista. Una obra de intermitentes destellos líricos y de pudorosa belleza, que salta con libertad y con desparpajo del monólogo al cuento de hadas, del teatro a las aventuras caballerescas y del realismo a la magia sin rupturas aparentes y sin solución de continuidad.
Entre lo real y lo soñado, este Quijote cabalga muy lejos de los trillados caminos surcados por la mayoría de sus antecedentes cinematográficos y desborda con amplitud, incluso, las propuestas -igualmente personales, pero bastante más tímidas- ensayadas por Manuel Gutiérrez Aragón en su versión televisiva del primer libro. Este es, finalmente, el Quijote cinematográfico más original, de más poderoso aliento imaginario y de mayor complejidad dramática que ha dado el cine. Aprovechemos la ocasión.