Image: De Raza a Madregilda

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Cine

De Raza a Madregilda

por Carlos F. Heredero

2 enero, 2003 01:00

Albert Boadella. Foto: Mercedes Rodríguez

La historia de cómo el cine español tuvo que soportar, primero, la tiranía de la imagen mítica de Franco y de cómo tuvo que aprender después, con mucho retraso, a sustituir aquélla por una imagen ficcional libre, rotas ya las viejas ataduras, ofrece un relato ejemplificador de sumisión, paternalismo, resistencia, relectura crítica y liberación.

Todo empieza en 1926, cuando un militar africanista se exhibe, mirando desafiante a la cámara, como símbolo de un poder tutelar. Así aparece ya en La malcasada (F. Gómez Hidalgo), un melodrama ficcional en el que intervienen, haciendo de sí mismos, numeroso famosos de la época. En la siguiente ocasión (Franco en Salamanca, 1937), el general rebelde se sabe ya consciente de su nuevo poder y actúa para exhibir su vocación caudillista. De ahí su involuntaria, impagable función de ventrílocuo: imagen metafórica de su empeño por dirigir a sus súbditos (empezando por su hija) como si fueran marionetas.

La larga dictadura ofrecerá después tres destellos bien representativos de sus diferentes fases históricas: la autosublimación del militar salvador de la patria, que se levanta contra el desorden, la democracia y la masonería (Raza; J. L. Sáenz de Heredia, 1941), el militar patriota que combate contra el comunismo para salvar la civilización occidental (la segunda versión de Raza, aparecida en 1950, reciclada para la ocasión) y, finalmente, el estadista humano que se muestra en familia como factotum del desarrollismo (Franco, ese hombre; Sáenz de Heredia, 1964). Tres retratos en los que Franco se reinventa primero a sí mismo, luego disfraza su naturaleza inicial para interpretar un nuevo rol y, más tarde, aparece personalmente en pantalla para aprobar su propia hagiografía.

La transición política empezó a ajustar cuentas con el dictador en sucesivos discursos de índole documental (Caudillo; B. M. Patino, 1977; Raza, el espíritu de Franco; G. Herralde, 1977; Franco, un proceso histórico; E. Manzanos, 1980), pero -prisionero de la pesada herencia recibida- el cine español no se atreve todavía a sustituir su retrato documental por otro ficcional. La recuperación de la memoria histórica da sus primeros pasos, pero la ficción no es todavía lo bastante libre como para encararse con el personaje. Franco sigue siendo inimaginable fuera de su imagen personal y el cine no se atreve todavía a "representarlo" con autonomía. Será necesario, por lo tanto, esperar a la consolidación de la democracia para que la figura histórica de Franco deje de tutelar su representación fílmica.

La conversión del militar en una figura de ficción, sucesivamente interpretada por Juan Diego (Dragón Rapide; J. Camino, 1986), José Soriano (Espérame en el cielo; A. Mercero, 1987) y Juan Echanove (Madregilda; F. Regueiro, 1993) libera por completo el imaginario creador de los cineastas, permite el retrato desmitificador y abre la puerta a la sátira. Franco llega a convertirse así, de esta forma, en objeto de una fantasía esperpéntica que propone el exorcismo más radical: la figura del padre-ogro a la que ya no sólo se la puede representar, sino a la que incluso se la puede matar.