Image: Cabaret

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Cine

Cabaret

Un musical en la encrucijada, por Carlos F. Heredero

11 septiembre, 2003 02:00

Liza Minelli y Michael York en una escena de Cabaret

Decía César Santos Fontenla, autor del único estudio sobre el cine musical escrito en España, que si Nace una estrella (Cukor) puede considerarse el primer musical trágico, Siempre hace buen tiempo (Donen/Kelly) el primer musical patético y Oliver (Carol Reed) el primer musical miserabilista, Cabaret vendría a ser el primer musical político. El primero y el último, cabría añadir, puesto que nunca después el género se atrevió a hurgar de nuevo en arenas tan movedizas como aquellas por las que se mo-vían, con tanta familiaridad, los protagonistas de este film.

Final y cierre de un amplio ciclo epilogal en la historia del género, la innovadora propuesta de Bob Fosse irrumpía en 1972 para poner patas arriba muchos de sus conceptos canónicos. El musical clásico de Hollywood había entrado en los años sesenta (de la mano de West Side Story) en una era de gigantismo marcada por una sobrevenida necesidad de legitimación culturalista y por un insospechado retorno a las prestigiosas fuentes de Broadway. Una larga serie de costosos macroespectáculos (My Fair Lady, Sonrisas y lágrimas, Mary Poppins, Camelot, La leyenda de la ciudad sin nombre, Hello Dolly, Oliver, Funny Girl, El violinista sobre el tejado) ocuparon pantallas cada vez más grandes y se convirtieron en el paradigma de la superproducción. Era, simplemente, la antesala del final, el espacio mismo que venían a configurar las imágenes de Cabaret.

A nadie se le había ocurrido hasta entonces, de hecho, que el Berlín prehitleriano de los primeros años treinta, el acoso creciente a los judíos, y los negros augurios que se incubaban por aquellos días en la capital alemana pudieran servir como escenario para un musical cinematográfico. Bob Fosse se atrevió a dar el salto y, no contento con ello, se aplicó con insistencia y con no poco afán demostrativo -todo hay que decirlo- a la tarea de explicar que el nacional-socialismo no había crecido por casualidad, sino que era consecuencia de concretas coordenadas sociales y culturales: un territorio de análisis, en definitiva, que hasta la fecha había sido exclusivo del cine histórico y de sus habituales reflexiones políticas. La operación era arriesgada, pero Fosse jugaba con materiales nobles (la obra de John Van Drutten I Am a Camera, inspirada en el libro Adiós a Berlín, de Christopher Isherwood) y se sustentaba, a mayor abundamiento, sobre un andamio irreprochablemente brechtiano: el cabaret como caja de resonancia de los sucesos históricos, los números musicales como eco redundante y estilizado de la acción narrada por el relato, el maestro de ceremonias (inolvidable Joel Grey) como comentarista satírico de los acontecimientos y de su trasfondo político. Una arquitectura narrativa y una puesta en escena concebidas, pues, al servicio del extrañamiento y de la distancia reflexiva sobre el conjunto de la representación.

Escenario burlesco y simbólico a la vez, grand guignol dramático y metafórico simultáneamente, el cabaret de Bob Fosse es el centro neurálgico de una función conducida por el brillo, el sustrato vitalista, la ternura desarmante y la ingenuidad entreverada de patetismo con que Sally Bowles se mueve por la pantalla bajo el impulso arrollador de una estrella emergente: Liza Minnelli, la misma que seis años antes había tenido que hacer catorce pruebas para intentar conseguir -sin éxito- el mismo papel en la representación de la obra en Broadway (montaje con el que Bob Fosse no tuvo nada que ver) y que ahora recibía por su trabajo el Oscar a la mejor actriz.

No era ésta la primera vez que el coreógrafo excepcional de títulos como Tres chicas con suerte (Donen) o Mi hermana Elena (Quine) se ponía detrás de la cámara para filmar un musical dramático, nocturno y desgarrado. Sus querencias habían sido anunciadas ya por la precursora Sweet Charity (1968), su intensa y nerviosa revisitación particular de las fellinianas Noches de Cabiria, con la que había dirigido su primer filme. Sólo que ahora, con el segundo, terminaría arrebatándole el Oscar del mejor director al mismísimo Coppola el mismo año en el que éste había dirigido El padrino.

Después de Cabaret ya nada volvió a ser igual dentro del género. Los musicales se hicieron dramáticos y crepusculares (New York, New York), sombríos y mortuorios (Nina) -interpretados ambos por Liza Minnelli-, cuando no meros exorcismos necrofílicos, como el que el propio Bob Fosse se construyó para sí mismo en All That Jazz: notables y paradigmáticos brotes manieristas que preludian la irrupción posterior de la posmodernidad, instalada ya definitivamente en los albores de los años ochenta, cuando Herbert Ross filma la primera revisión dramática del "musical a lo Busby Ber-keley" (Pennies from Heaven), pesimista y durísima radiografía de la América de la Gran Depresión, cuya propuesta narrativa sugiere que, a partir de entonces, la música y el baile ya no tendrán sitio en la realidad, por lo que sólo podrán habitar en la cabeza de los personajes, como de hecho han venido a confirmar, recientemente, Bailar en la oscuridad (Lars Von Trier) y Chicago (Rob Marshall).

Cabaret eterna, por Guillermo Cabrera Infante
Ficha y datos de la película
Entrevista a Liza Minelli, por Guy Flatley
Un musical en la encrucijada, por Carlos F. Heredero
La primera secuencia, por Gerardo Vera
Cronología de Bob Fosse